Speer, Albert, Memorias PDF

Title Speer, Albert, Memorias
Author Celinda Del Mar
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Summary

Cuando Albert Speer fue condenado por el tribunal de Nuremberg, en 1948, a veinte años de prisión, Hugh Trevor-Roper escribió: «Ahora probablemente tendrá la oportunidad de escribir su autobiografía. Serán las únicas memorias del Tercer Reich que, siendo de gran valor, además invitarán a la lectura...


Description

Cuando Albert Speer fue condenado por el tribunal de Nuremberg, en 1948, a veinte años de prisión, Hugh Trevor-Roper escribió: «Ahora probablemente tendrá la oportunidad de escribir su autobiografía. Serán las únicas memorias del Tercer Reich que, siendo de gran valor, además invitarán a la lectura». Este libro es la crónica apasionada de un hombre que durante doce años estuvo unido a Adolf Hitler por una relación única aunque de distinto signo: como arquitecto remodelador de la ciudad de Berlín, capital del Imperio, como amigo próximo en las tertulias de la Cancillería del Reich, como tecnócrata y organizador de una prodigiosa estructura armamentística y, a la vez, como un inesperado opositor. Más de cuarenta años después de su publicación, las Memorias de Albert Speer continúan siendo la semblanza más detallada y fascinante de los círculos íntimos de Hitler, y del auge y caída del Tercer Reich.

Albert Speer

Memorias ePub r1.1 Rob_Cole 12.09.2017

EDICIÓN DIGITAL

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Título original: Erinnerungen Albert Speer, 1969 Traducción: Ángel Sabrido Retoque de cubierta: Rob_Cole Editor digital: Rob_Cole ePub base r1.2 Edición digital: epublibre, 2017 Conversión a pdf: FS, 2018

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Toda autobiografía resulta una empresa equívoca, porque presupone la existencia de un punto elevado desde el que, cómodamente sentados, podemos contemplar nuestra vida, comparar sus diversas fases, abarcar con una mirada su desarrollo y comprenderlo. El ser humano puede y debe verse a sí mismo; pero no puede juzgarse en ningún momento del presente ni tampoco en el conjunto de su pasado. KARL BARTH

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PRÓLOGO «Seguramente ahora escribirá sus memorias», me dijo uno de los primeros americanos a los que encontré en Flensburg en mayo de 1945. Después transcurrirían veinticuatro años, de los cuales he pasado veintiuno en la soledad de una prisión. Es mucho tiempo. Ahora presento mis memorias. Me he esforzado por describir el pasado tal como lo viví. A muchos les parecerá desfigurado; otros considerarán que mi perspectiva no es la adecuada. Sin embargo, he descrito lo que viví y cómo lo veo hoy. Para conseguirlo, me he esforzado en no eludir el pasado. No he querido sustraerme a la fascinación ni al terror de aquellos años. Los que también los conocieron me criticarán, pero eso es inevitable. Quería ser sincero. Estas memorias se proponen explicar algunas de las causas que condujeron casi forzosamente a la catástrofe en que terminó aquella época. Quería mostrar las consecuencias del hecho de que un solo hombre concentrara en sus manos un poder ilimitado, y también aclarar qué clase de hombre era. En el tribunal de Nuremberg dije que, si Hitler hubiese tenido amigos, yo habría sido uno de ellos. Le debo tanto los entusiasmos y la gloria de mi juventud como el horror y la culpa que vinieron después. Tal como se mostraba ante mí y ante otros, Hitler despertaba simpatías; así lo describo, y también doy una imagen de él como hombre entregado y capacitado en muchos aspectos. 6

Sin embargo, a medida que iba escribiendo me daba cuenta de que ésas eran unas cualidades muy superficiales. Y es que frente a todas estas impresiones se alza una experiencia inolvidable: el proceso de Nuremberg. Jamás se me borrará de la mente un documento que mostraba a una familia judía caminando hacia la muerte: un hombre estaba a punto de morir con su mujer y sus hijos. Aún hoy tengo esta imagen ante los ojos. Fui condenado a veinte años de prisión por el Tribunal de Nuremberg. Aunque la sentencia del tribunal militar interpretó la Historia de modo muy limitado, intentó establecer una culpabilidad. La condena, siempre poco adecuada para medir la responsabilidad histórica, terminó con mi existencia burguesa. Aquella fotografía, en cambio, despojó mi vida de toda sustancia. Sobrevivió a la sentencia. 11 de enero de 1969 Albert Speer

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NOTA Si no se indica lo contrario, y a excepción de las cartas de mi familia, todos los documentos, cartas, discursos, crónicas, etc., que menciono en este libro se encuentran en el Archivo Federal de Coblenza, donde están registrados bajo la rúbrica R 3 (Ministerio de Armamento y de Producción de Guerra del Reich). La Crónica consiste en las anotaciones de mi diario de los años 1941 a 1944, que recogen mis actividades como Inspector General de Edificación y posteriormente como Ministro de Armamentos.

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PRIMERA PARTE

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CAPÍTULO I ORÍGENES Y JUVENTUD Mis antepasados fueron suabos y descendientes de campesinos pobres del Westerwald, y proceden también de Silesia y Westfalia. Pertenecieron a la gran masa de personas que pasan por este mundo sin pena ni gloria. Sólo hubo una excepción: el mariscal imperial hereditario[1] conde Friedrich Ferdinand zu Pappenheim (1702-1793), quien tuvo ocho hijos con mi tatarabuela, cuyo apellido de soltera era Humelin. Al parecer no se preocupó demasiado por su bienestar. Tres generaciones después, mi abuelo Hermann Hommel, hijo de un pobre guardabosques de la Selva Negra, terminó siendo, al final de su vida, propietario de la firma comercial de máquinas-herramienta más importante de Alemania y de una fábrica de aparatos de precisión. A pesar de su riqueza, vivía modestamente y trataba con benevolencia a sus empleados. Además de ser un hombre industrioso, tenía la habilidad de conseguir que los demás dieran también el máximo de sí mismos: sin embargo, no era más que un pensativo hombre de la Selva Negra, capaz de estar horas y horas sentado en un banco del bosque sin despegar los labios. Mi otro abuelo, Berthold Speer, era, por la misma época, un acaudalado arquitecto de Dortmund. Levantó numerosos edificios en el estilo clasicista que predominaba en su tiempo. Aunque murió joven, la herencia que dejó fue suficiente para que sus cuatro hijos tuvieran una buena educación. La 10

industrialización de la segunda mitad del siglo XIX, aunque no favoreció a otros muchos que comenzaron bajo mejores auspicios, contribuyó en gran medida a la prosperidad de mis dos abuelos. Durante mi infancia, mi abuela paterna, prematuramente encanecida, me infundió más respeto que amor. Era una mujer seria, anclada en unas ideas simples de la vida y dotada de una tenaz energía. Dominaba todo su entorno. • • • Vine al mundo en Mannheim un domingo, el 19 de marzo de 1905, a las doce del mediodía. Según me contó muchas veces mi madre, los truenos de una tormenta de primavera no dejaban oír el repicar de las campanas de la iglesia cercana. Mi padre se independizó en 1892, a los veintinueve años de edad, y se convirtió en uno de los arquitectos más ocupados de Mannheim, floreciente ciudad industrial del condado de Baden. Había reunido ya un considerable capital cuando, en 1900, contrajo matrimonio con la hija de un acaudalado comerciante de Maguncia. Nuestro domicilio, situado en uno de los edificios que la familia poseía en Mannheim, era característico de la alta burguesía y reflejaba el éxito y prestigio de que gozaban nuestros padres. Grandes puertas con arabescos de hierro forjado daban acceso a una casa imponente en cuyo patio podían entrar los automóviles, que se detenían ante una escalinata acorde con el rico equipamiento de la casa. Los niños —mis otros dos hermanos y yo— teníamos que utilizar la escalera trasera. Oscura, empinada y estrecha, terminaba en un pasillo que había en la parte posterior. A los niños no se les había perdido nada en la elegante escalera alfombrada de la entrada principal. Nuestros dominios, en la parte posterior del edificio, se extendían desde los dormitorios hasta la amplia cocina, que daba a la parte noble de la vivienda, en la que había catorce 11

habitaciones. Los huéspedes llegaban a una gran sala decorada con muebles franceses y tapices de estilo Imperio después de atravesar un vestíbulo provisto de muebles holandeses y de una falsa chimenea cubierta de valiosos azulejos de Delft. Permanece especialmente grabado en mi memoria el recuerdo —parece como si aún lo estuviera viendo— de la gran araña de cristal, resplandeciente con sus muchísimas velas, así como el del invernadero, cuyo equipamiento había comprado mi padre en la Exposición Universal de París de 1900: muebles indios ricamente trabajados, cortinajes bordados a mano y un diván tapizado, palmeras y plantas exóticas, que evocaban un mundo misterioso y desconocido. Mis padres desayunaban allí, y allí nos preparaba mi padre bocadillos de jamón traído de su Westfalia natal. Aunque se ha difuminado en mi memoria el recuerdo de la contigua sala de estar, el comedor artesonado de estilo neogótico ha conservado su encanto. Podían sentarse a la mesa más de veinte personas. En él se celebró mi bautizo y en él siguen teniendo lugar nuestras fiestas familiares. Mi madre se preocupaba, con alegría y orgullo burgués, de que formáramos parte de las mejores familias de Mannheim. Puede decirse con toda seguridad que no había más de veinte a treinta familias que se permitieran un tren de vida semejante, aunque tampoco eran menos. El servicio era numeroso porque había que mantener las apariencias. Además de la cocinera, a la que los niños queríamos mucho por razones obvias, servían en nuestra casa una pinche de cocina, una doncella, también frecuentemente un criado y siempre un chófer, además de la niñera que se encargaba de vigilarnos. Las muchachas vestían blancas cofias, vestidos negros y delantales blancos; el criado, librea violeta con botones dorados. Pero el más espléndido de todos era el chófer. Mis padres hacían todo lo posible por procurar a sus hijos una infancia agradable y despreocupada. Sin embargo, se 12

oponían a la satisfacción de este deseo la riqueza y las apariencias, las obligaciones sociales, la administración doméstica, la niñera y el resto del servicio. En la actualidad me doy cuenta de lo artificiosa e incómoda que era aquella manera de vivir. Aparte de eso, yo sufría mareos con frecuencia; llegué a desmayarme algunas veces. El médico de Heidelberg al que visitamos me diagnosticó «debilidad neurovascular». Aquella insuficiencia supuso para mí una considerable carga anímica e influyó muy pronto en mi visión del mundo. Me dolía que mis compañeros de juego y mis dos hermanos fueran más fuertes que yo, lo que me hacía sentir en inferioridad de condiciones. Llenos de petulancia, me lo hacían notar con frecuencia. A menudo un defecto físico hace surgir las fuerzas necesarias para contrarrestarlo. En todo caso, ese inconveniente me sirvió para mostrarme más flexible en mi adaptación al entorno que me rodeaba durante la infancia. Si más tarde mostré una constante habilidad para enfrentarme a circunstancias adversas y tratar con personas incómodas, eso se debió seguramente a mi antigua flaqueza. Cuando salíamos con nuestra institutriz francesa, teníamos que ir irreprochablemente vestidos, según correspondía a nuestra posición social. Desde luego, teníamos prohibido jugar en el parque, por no hablar de la calle. Por ello, nuestro campo de juegos se encontraba en el patio, que no era mucho más grande que nuestras habitaciones y que estaba rodeado y limitado por la fachada trasera de los edificios vecinos. Había allí dos o tres lánguidos plátanos que suspiraban por el aire, una pared cubierta de hiedra y, en un rincón, unas piedras que simulaban una gruta. Una gruesa capa de hollín cubría los árboles y hojas, y cualquier cosa que tocáramos tenía la única virtud de transformarnos en sucios y nada elegantes niños de la calle. Frieda, la hija de nuestro mayordomo Allmendinger, fue para mí una buena compañera de juegos antes de la época 13

escolar. Me gustaba estar con ella en su modesta y oscura vivienda de la planta baja. La atmósfera sobria y sin pretensiones y la intimidad de una familia que vivía estrechamente unida me atraía de una manera singular. • • • Aprendí las primeras letras en una elegante escuela privada en la que se enseñaba a leer y escribir a los hijos de las principales familias de la ciudad. Sobreprotegido como estaba, los primeros meses en la Escuela Real Superior, entre compañeros displicentes, me resultaron particularmente difíciles. Sin embargo, no tardé en hacer toda clase de travesuras con mi amigo Quenzer, quien me indujo a comprar un balón de fútbol con mi paga. Un capricho plebeyo que suscitó un terrible espanto en casa, sobre todo teniendo en cuenta que Quenzer provenía de un medio humilde. Fue en aquella época cuando se despertó en mí, quizá por primera vez, la tendencia a la recopilación estadística de datos: anotaba en mi «Calendario Fénix para escolares» todas las malas notas de conducta registradas en el libro de clase y cada mes contaba quién había merecido más anotaciones. Seguro que habría dejado de hacerlo de no haber tenido ninguna posibilidad de figurar alguna vez al principio de la lista. El despacho de arquitectura de mi padre estaba al lado de nuestra casa. En él se dibujaban las grandes perspectivas para los contratistas. Dibujos de toda clase iban apareciendo sobre un papel vegetal azulado cuyo aroma me viene todavía a la memoria cuando pienso en aquel sitio. Las obras de mi padre estaban influidas por el neorrenacimiento y se habían saltado el período modernista del Jugendstil. Más tarde le sirvió de ejemplo el influyente concejal de urbanismo de Berlín Ludwig Hoffmann, al que guiaba un clasicismo más sereno. Fue en ese despacho donde, más o menos a los doce años, 14

hice mi primera «obra de arte» como regalo de cumpleaños para mi padre: el dibujo de una especie de reloj de la vida, dentro de un marco adornado con muchos arabescos, sostenido por columnas corintias y briosas volutas. Empleé para ello todas las acuarelas que pude conseguir. Los empleados del despacho me ayudaron a crear una figura que revelaba una tendencia clara hacia el estilo «segundo Imperio». Además de un automóvil descapotable de verano, antes de 1914 mis padres tenían uno cerrado para ir por la ciudad en invierno. Los coches constituían el centro de mis delirios técnicos. Al estallar la guerra hubo que encerrarlos en el garaje para proteger los neumáticos, pero si le poníamos buena cara al chófer, permitía que nos sentáramos al volante. Tuve entonces las primeras sensaciones de embriaguez técnica en un mundo todavía muy poco tecnificado. Sólo cuando me las tuve que apañar durante veinte años en la prisión de Spandau como un hombre del siglo XIX, sin radio, televisión, teléfono o automóvil, sin poder accionar siquiera el interruptor de la luz, volví a sentir una felicidad parecida a la que conocí cuando a los diez años se me permitió utilizar una enceradora eléctrica. En 1915 me vi frente a otro invento de la revolución técnica de la época. Uno de los dirigibles empleados en los ataques contra Londres había aterrizado en Mannheim. El comandante y sus oficiales no tardaron en frecuentar nuestra casa, y nos invitaron a mis dos hermanos y a mí a visitar la nave. Contemplé entonces de cerca, a los diez años, aquel gigante de la técnica, subí a la barquilla del motor, recorrí los misteriosos pasillos en penumbra del interior y estuve en la cabina del piloto. Cuando, un atardecer, el dirigible se elevó, el comandante describió un hermoso rizo sobre nuestra casa mientras los oficiales agitaban una sábana que habían pedido a mi madre. Noche tras noche me angustiaba la idea de que la nave se incendiara, lo que ocasionaría la muerte de todos 15

aquellos amigos[2]. Mi fantasía se entretenía con la guerra, con los avances y retrocesos del frente, con el sufrimiento y las penalidades de los soldados. Por las noches se oía a veces el lejano retumbar de la batalla de Verdún. Y yo, inflamado por el infantil deseo de participar de los sufrimientos de los combatientes, dormía con frecuencia en el duro suelo, al lado de mi blando lecho, pensando que aquello se adecuaba mejor a las privaciones que los soldados soportaban en el frente. Tampoco nosotros nos libramos de la mala alimentación de las grandes ciudades ni del «invierno de los nabos». Aunque disponíamos de toda clase de bienes, no teníamos ningún pariente ni conocido en el campo, que estaba mejor abastecido. Nuestra madre imaginaba cientos de variaciones para preparar los nabos, pero aun así a veces estaba tan hambriento que poco a poco me fui comiendo, a escondidas y con gran apetito, un saco entero de duras galletas para perro que estaban en la despensa desde los tiempos de paz. También empezaron a sucederse los ataques aéreos contra Mannheim, completamente inofensivos desde el punto de vista actual. Una pequeña bomba cayó sobre una de las casas vecinas. Empezaba una nueva fase de mi juventud. Desde 1905 poseíamos una casa de verano en las cercanías de Heidelberg, construida en la pendiente de una cantera que, según se dice, sirvió para abastecer la construcción del palacio de Heidelberg, emplazado no muy lejos. Tras ella se alza la cadena montañosa del Odenwald, en la que los senderos que serpentean por la ladera a través de los viejos bosques ofrecen a veces una vista sobre todo el valle del Neckar. En aquel lugar teníamos paz, un hermoso jardín, hortalizas y una vaca en casa del vecino. En verano de 1918 nos trasladamos allí. • • • 16

Pronto mejoró mi estado físico. Todos los días, aunque nevara, lloviera o hubiera tormenta, caminaba tres cuartos de hora para recorrer el largo camino que llevaba hasta la escuela; a menudo hacía el último trecho a la carrera. Con las dificultades económicas de la primera posguerra, no había bicicletas. El camino pasaba ante la sede de una asociación de remeros. En 1919 me uní a ella, y durante dos años fui el timonel en las regatas de cuatro y de ocho. A pesar de que seguía siendo más bien débil, me convertí pronto en uno de los remeros más eficientes. A los dieciséis años conseguí el puesto de jefe de las canoas escolares de cuatro y de ocho, y participé en algunas regatas. La ambición se había adueñado de mí por primera vez. Me exigía a mí mismo un rendimiento del que antes no me habría creído capaz. Fue la primera pasión de mi vida. Hacer que el ritmo de los tripulantes se adaptara al mío me atraía más que ganarme la admiración y el respeto del mundo de los remeros, ciertamente muy reducido. No obstante, normalmente nos ganaban. Pero como se trataba del rendimiento de un equipo, no era posible atribuir el mal resultado a uno solo. Al contrario: nos sentíamos unidos en la acción y en el fracaso. Además, como habíamos prestado un ceremonioso juramento de continencia, en aquella época despreciaba a los camaradas que hallaban sus primeras diversiones en el baile, el vino y los cigarrillos. A los diecisiete años conocí, en la escuela, a la que habría de ser mi compañera durante toda la vida. Eso hizo que me aplicara en los estudios, pues hablamos de casarnos al año siguiente, cuando terminara el bachillerato. Yo ya era bueno en matemáticas desde hacía años, pero entonces también mejoraron mis notas en el resto de asignaturas y llegué a ser uno de los mejores de la clase. Nuestro profesor de alemán, un demócrata entusiasta, nos 17

leía con frecuencia artículos del diario liberal Frankfurter Zeitung. De no haber sido por aquel profesor, en la escuela me habría movido en un círculo completamente apolítico, pues se nos educaba de acuerdo con una visión del mundo conservadora y burguesa. A pesar de la revolución, se nos seguía enseñando que la autoridad tradicional formaba parte de un orden establecido por Dios. Las corrientes que en los primeros años veinte lo agitaban todo apenas nos afectaban. También se reprimía cualquier crítica a la escuela, a las asignaturas o a los superiores, y se nos exigía una fe absoluta en su incuestionable autoridad. En la escuela estábamos sometidos a un poder en cierto modo absolutista, y en ningún momento pusimos en duda el orden establecido. Además, no había asignaturas como las ciencias sociales, que habrían podido desarrollar nuestra capacidad crítica. En las clases de alemán, incluso en el último curso, las redacciones versaban únicamente sobre historia de la literatura, lo que nos impedía en la práctica cualquier reflexión sobre los problemas de la sociedad. Desde luego, aquel distanciamiento de la política en la escuela no nos ayudaba a adoptar otra postura en el patio o en la calle. La imposibi...


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