Unidad VI. Ejercicios: Lee con atención este cuento de Abelardo Castillo que se titula: “El hacha pequeña de los indios” PDF

Title Unidad VI. Ejercicios: Lee con atención este cuento de Abelardo Castillo que se titula: “El hacha pequeña de los indios”
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Course Letras 011-12
Institution Universidad Autónoma de Santo Domingo
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Unidad VI. Ejercicios:Lee con atención este cuento de Abelardo Castillo que se titula: “El hacha pequeña de los indios”Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso ésta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (...


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Unidad VI. Ejercicios: Lee con atención este cuento de Abelardo Castillo que se titula: “El hacha pequeña de los indios” Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso ésta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a ésta. Sólo que aquélla era de palo y ésa estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo de los amigos, pese a las palabras del médico, la noche un poco casual en que se encontraron casados y mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto al mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un país de agua como una sola y larga madruga¬da verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un jirón de música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina junto a los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la muchacha era hermosa –linda como una estam¬pa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero, y de pronto estaban riéndose y casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha pe¬queña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezante que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la casa: hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la perra, entendería. Y llegó a la casa pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente

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o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de las grandes revelaciones. “Vamos a tener un hijo”, había dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia. (Castillo, 1997 P. 239-240)

En los siguientes recuadros delimita el inicio, desarrollo, clímax y final del cuento Inicio Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso ésta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Desarrollo Sólo que aquélla era de palo y ésa estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo de los amigos, pese a las palabras del médico, la noche un poco casual en que se encontraron casados y mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto al mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un país de agua como una sola y larga madrugada verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un jirón de música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina junto a los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la muchacha era hermosa –linda como una estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero, y de pronto estaban riéndose y casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezarte que jamás podría andar cayéndose,

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levantándose, dejando sus juguetes por la casa: hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la perra, entendería.

Clímax Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a ésta.

Cierre Y llegó a la casa pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de las grandes revelaciones. “Vamos a tener un hijo”, había dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia. ¿Qué puedes decir del final, es abierto o cerrado? Justifica tu selección. Es abierto es un texto abierto porque el juego de palabras y expresiones hace que se interprete en el texto de maneras diferentes.

Escribe una historia de no más de 400 palabras donde pueda visualizarse cada una de las partes del cuento (Inicio, desarrollo, clímax y cierre) El Pizarrón Para Andrés la señorita Ximena Ríos era sin lugar a dudas, la más bella de todas las profesoras que hasta ese día le habían dictado clases, y esta afirmación incluía tanto la educación básica como la secundaria ¿y como no? si miss Ximena siempre acostumbraba llevar sobre su delgado y frágil torso esas blusas de tela cadenciosa que eternamente se prendían de sus pequeños y respingados pezones. Mis Ximena no acostumbraba usar sostenes, y según la mayoría de sus compañeros, tampoco acostumbraba llevar ropa interior,

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aunque esto último sólo fuera un chisme imposible de comprobar. Con todo aquello, esa mañana la joven profesora de matemáticas de enormes y almendrados ojos pardos se veía más preciosa que nunca, y eso él lo había notado tan pronto ella cruzó el umbral del salón de clases dejando tras de sí una fragante estela invisible como un eterno mascarón de proa rompiendo las olas. Siempre la última hora de clases resultaba ser para todos una verdadera tortura china, sinembargo, la imagen de la exquisita miss Ximena parada frente al pizarrón atenuaba en algo el tedio reinante a esa hora. De a poco su sensual figura comenzaba a llenar de nubarrones la libidinosa mente de Andrés, quien permanecía relegado en el fondo del salón. De espaldas Miss Ximena dejaba ver todas sus curvadas líneas y mientras más arriba del pizarrón tenía que escribir, más expuestas quedaban sus finas y encantadoras piernas; mientras que cuando el ejercicio debía escribirlo en la parte más baja del pizarrón, su sensual postura terminaba por erizar los bellos del joven alumno agitado. A esas alturas los ojos de Andrés estaban chinitos de la más pura y genuina calentura de púber y su órgano viril llegaba a chocar con la mesa del pupitre de lo tan erecto que se encontraba, obligándolo a tener que estar constantemente cambiando de postura. Fue en esos roces con la madera cuando Andrés recordó que ese día de puro flojo no llevaba puesto calzoncillos y lo que aún era peor pudo notar la mancha húmeda que cubría su pelvis. De inmediato las mejillas de Andrés se sonrojaron delatando su furor y el nerviosismo que le provocaba el miedo a ser descubierto como pudo trató de esconder su humanidad. El corazón casi se escapó de su garganta cuando segundos más tarde oyó la dulce vos de Miss Ximena llamándolo al pizarrón era su turno en la siguiente ecuación...


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