Anatomía de un asesinato PDF

Title Anatomía de un asesinato
Author Anonymous User
Course Derecho penal
Institution Universidad Alas Peruanas
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ANATOMÍA DE UN ASESINATO

Un hombre que ha matado a tiros al agresor de su esposa, la hermosa y provocativa Laura Manion, es detenido y acusado de asesinato en primer grado. La acción se desarrolla en un juzgado en una pequeña ciudad del Medio Oeste norteamericano, y los actores son los fiscales, los abogados defensores, el juez, el acusado, y el j urado, el cual decidirá el destino de un hombre. Pero los detalles del crimen y las historias personales de los implicados son secundarios, ya que el drama del juicio criminal revela las complejas cuestiones morales que conlleva y que son expuestos hasta su misma esencia y la pregunta más difícil de contestar es: ¿hasta dónde es capaz de llegar un hombre para convencer a sus semejantes de que es inocente de asesinato? ¿Y cuánto será usted capaz de arriesgar para ayudarle? Anatomía de un asesinato es la novela número uno en ventas de Robert Traver, el thriller de juicios original americano, que allanó el camino para un género completo de ficción y en la que se basó la película clásica nominada al oscar del director Otto Preminger y que protagonizó James Stewart. Es al mismo tiempo la historia del más sensacional de los procesos judiciales estadounidenses: el asesinato. Título Original: Anatomy of aMurder Traductor: Rivero Vélez, Iñaki ©1958, Traver, Robert ©2009, Quaterni ISBN: 9788493700935 Generado con: QualityEbook v0.60 Anatomía de un asesinato Círculo de Lectores Título del original inglés, Anatomy of a murder Traducción, Jacinto León y Domingo Manfredi Cubierta, Edición no abreviada Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Luis de Caralt © Luis de Caralt, 1963 Queda prohibida su venta a toda persona que no pertenezca al Círculo Depósito legal B. 7165 69 Compuesto en Garamond 10

Impreso y encuadernado por Printer, industria gráfica sa Molins de Rey Barcelona A mi amigo Raymond Advertencia Quiero dar las gracias públicamente, por autorizarme a utilizar en esta obra algunos datos, a «Harper y Brothers», editores de Through these men, de John Mason Brow, y «Callaghan y Compañía», que lo son de Michigan Pleading and Pratice, de Callaghan; así como a la «Lawyers Cooperative Publishing Company», en cuyas publicaciones me he documentado sobre jurisprudencia norteamericana. Prólogo Ésta es la historia de un asesinato, del proceso consiguiente y de algunas de las personas que se vieron envueltas en los trámites legales. El asesinato, entre todos los delitos, parece poseer una irresistible fuerza magnética que atrae a la gente y la enreda para su sorpresa, y de vez en cuando para su horror. Un asesinato, naturalmente, ocurre siempre en algún sitio, y éste, como el proceso que le siguió, tuvo por escenario la Península de Michigan, la «U. P.» (Alta Península: Upper Peninsula) para los naturales de la región. La «U. P.» es un territorio salvaje, duro y árido, asentado sobre los restos de desaparecidos glaciares, el último de los cuales, en su lenta retirada, convirtió la península en un laberinto de pantanos, colinas, peñascos y riachuelos infinitos. Situada al pie de la vertiente meridional del gran macizo canadiense precambriano, la región quizás esté ligada al Canadá por afinidad de clima y de geología; con el Estado de Wisconsin por la geografía; aunque por lógica más allá de toda deducción explicable la región acabara siendo parte del Estado de Michigan, si bien esto no ocurriera sino después de una serie de compromisos y manejos políticos cuyo relato exigiría una larga historia. Nadie quería la remota y áspera «U.P.», hasta que pudo ser convencido el Estado de Michigan para que la aceptara, cosa que hizo de mala gana aunque le regalaran con ella una modesta franja de terreno a lo largo de la frontera de Ohio, conocida por «el Camino de Toledo». Esta fábula política alcanzó encantadora ironía cuando se descubrieron en la «U. P.» importantes yacimientos de hierro y de cobre, capaces de rivalizar con todos los que ya se conocían en aquel hemisferio. El patito feo del cuento se convirtió en una hermosa princesa de cabellos de oro. Los políticos de Michigan estuvieron a la altura de las circunstancias y se congratularon por su talento y visión, asegurando que siempre habían deseado poseer la «U. P.». ¡Naturalmente que siempre la habían querido! Precisamente allí sucedió lo que en este libro va a ser narrado. Robert Traver Primera parte

Antes del proceso Capítulo primero Los silbatos de las minas anunciaban la medianoche cuando yo descendía por Main Street. Era una noche de domingo, a mediados de agosto, y había luna. Yo volvía a casa después de un fin de semana en el lago Oxbow, junto a mi viejo amigo el ermitaño Danny McGinnis, que vive allí siempre. Al llegar a Hematite Street quise ir a echar un vistazo a casa de mi madre, aquella casa blanca y vieja en que yo había nacido, alzada en la esquina donde había transcurrido mi infancia. Al doblar esta esquina con mi coche, los faros acariciaron a los olmos que plantara mi padre siendo aún joven, y arrancaron destellos azules de las amadas ventanas. Mi madre seguía en casa de mi hermana casada, y me tenía encargado que vigilara aquel edificio. Así lo había hecho, y comprobé esta noche que, como una bandera, la casa seguía allí. Continué mi camino y no me hubiese detenido de no haberme visto obligado a ello para no atropellar a un borracho que salió sin ninguna precaución del Bar Trípoli, con una especie de trote sonámbulo, todavía con el compás de la música de la gramola que sonaba dentro del local vacío y casi a oscuras. —¡Insolación! —murmuré distraído —. Sencillamente, una víctima enloquecida por el sol de medianoche. Mientras dejaba el coche, bastante sucio de barro, ante el Minner's State Bank, frente a mi oficina y junto al almacén general, me decía que pocos ruidos serían más tristes que el lamento nocturno de una gramola en una desierta ciudad provinciana. En comparación, el canto de una lechuza me resultaría más alegre. Abrí el portamaletas y saqué la mochila, dos cañas de pescar con funda de aluminio y una bolsa de mano, y las dejé sobre el estribo. Luego me eché la mochila a la espalda y tomé los demás bultos como pude, cruzando la calle solitaria y dejando tras de mí el ruido de mis pasos en la noche silenciosa. —¿Qué tal fue la pesca, Paul? — dijo alguien surgiendo de un oscuro callejón de junto al almacén. Era el viejo Jack Tragembo, alto y flaco, curtido como un «Tío Sam» sin barba. Pertenecía a la fuerza de policía de Chippewa, y desde que yo podía recordarlo siempre había tenido el turno de noche.

—Muy bien, Jack —dije rascándome el cogote—. He comido tantas truchas durante estos días, que temo acabar teniendo agallas como ellas.— ¿Supongo que estarás enterado del asesinato? —dijo con un tono que demostraba su deseo de que no fuera así —. Hasta hemos salido en los periódicos de la capital. —No lo sabía, Jack. Acabo de llegar, como puede ver. A Dios gracias no había periódicos, radios ni teléfonos en los bosques de Oxbow. El viejo Danny es tan hablador que no acepta que le hagan la competencia esos cacharros. Estoy seguro de que tendrá al culpable atado, convicto y confeso para el viejo Mitch. Jack se encogió de hombros. —Eso no nos preocupa, Paul. Ocurrió allá arriba, en Thunder Bay, el viernes por la noche. Uno de los soldados se volvió loco y le largó cinco disparos a Barney Quill con un treinta y ocho. Este Barney era el que tenía allí el hotel y el bar. El soldado dice que Barney perseguía a su mujer. Afortunadamente, la policía del Estado le ha detenido ya. — ¡Vaya…! —dije yo, sintiendo que se avivaba mi interés profesional. En aquel momento un coche tomó la curva sobre dos ruedas. Se oyeron gritos juveniles y frenos y neumáticos gimieron como caballos asustados. Estuvo a punto de lanzarse sobre mi coche, y luego se alejó como un relámpago. Segundos después dos coches de la policía llegaron a toda máquina, deteniéndose uno el tiempo justo para recoger a Jack, que saltó al interior como un muchacho. La escena pareció haber sido sacada de las viejas películas de Keystone, y no pude menos que pensar tristemente en la calma que reinaría en mi refugio favorito, entre la maleza de Oxbow. La niebla se alzaría inesperadamente, sobre el risco aullaría un coyote, se oiría el canto del pájaro pescador, una trucha saltaría en el agua… Permanecí un rato mirando por encima del Banco hacia la enorme luna amarilla que surgía tras un macizo de nubes. «Mi corazón sangrará siempre pooor ti —cantaba la gramola — y gritará mi necesidad deee ti…» «El crimen —reflexionaba mientras subía fatigado los viejos peldaños de madera — no desaparece…» El monótono timbre del teléfono sonaba insistentemente. No me apresuré pensando que al fin y al cabo podía ser alguien que preguntara por el pedicuro, el dentista o los recién casados. Sin embargo, estaba seguro, por una de esas premoniciones que no podemos explicar, de que la llamada era para mí.

Tuve en seguida la seguridad de que alguien iba a pedirme que me encargara de la defensa del asesino de Iron Cliffs. Metí la mano en el bolsillo para buscar la llave de mi despacho. El teléfono calló entre tanto. Paul Biegler Abogado Así rezaba el rótulo de la puerta de cristales. Debajo, una flecha negra señalaba a la puerta de Maida, y unas palabras lo aclaraban todo: Entrada por allí No sé por qué, muy pocas personas obedecían la indicación, y casi todas se quedaban allí y llamaban en la puerta de mi habitación particular. La sucursal en Chippewa de una cadena de almacenes de precio único ocupaba la planta principal del edificio de dos pisos que construyó mi abuelo, el alemán, en 1780. Durante muchos años vivió con la abuela en el piso superior, y mi despacho actual y residencia de soltero ocupaban lo que para ellos había sido sala, living y comedor. Mi despacho de abogado no encajaba en el molde habitual. Mi madre solía decir en tono de reproche que aquello parecía cualquier cosa menos el lugar de trabajo de un hombre de leyes. Uno de mis competidores para el cargo de fiscal había dicho en público años antes que aquella oficina era ideal para adivinar la suerte ajena y labrar la propia… La sala de espera donde Maida escribía a máquina, antiguo comedor de mis abuelos, parecía el vestíbulo de un club. Había una vieja mecedora de cuero negro y un sofá de cuero marrón para los clientes. Maida tenía un pupitre nuevo, del tipo de los diseñados para que parezcan más una librería que una mesa de trabajo y la máquina de escribir no estaba en uso. No había revistas (ni siquiera el Newsweek), ni retratos en las paredes, excepto una instantánea de Balsalm, caballo favorito de Maida. La mayor parte del archivo, los libros de consulta y el material de oficina lo guardábamos en la antigua despensa. Las cajas de papel carbón, las cuartillas y los sobres ocupaban el sitio reservado en otro tiempo para las costillas de cerdo y las conservas de la abuela Biegler. Mi despacho particular tenía un aire menos grave que el de Maida. Las sentencias y los informes del Tribunal Supremo de Michigan estaban en una estantería ocultos por una cortina bordada. Mi mesa de despacho era la del viejo comedor y se conservaba brillante como el anuncio de un barniz. Había también un diván de cuero negro, especie de camastro muy viejo. Pensaba que no sólo los psiquiatras tenían derecho a gozar de comodidades.

En un rincón había una mecedora de cuero negro, un taburete que hacía juego con ella y una lámpara de pie, con una librería dedicada a mis revistas y a mis libros no profesionales… Más allá, la estufa «Franklin» cuyo tubo terminaba en la chimenea cerca del techo. En las paredes, grabados en color y fotografías, especialmente de hermosas truchas y de un tipo flaco y alto, grandes entradas y nariz prominente, llamado Paul Biegler, pescador famoso. En otro extremo, un mueble que era a la vez radio y fonógrafo, y también un aparato de televisión. Oficialmente yo vivía en casa de mi madre, en Hematite Street, pero por acuerdo tácito dormía casi siempre en el despacho, reservando mi habitación en el hogar familiar para guardar mis avíos de pesca, rifles, raquetas y esquís. De modo que mi madre estaba con frecuencia sola en la casa vacía, como una reina regente, leyendo a Dickens, pintando acuarelas y escuchando seriales radiofónicos. No parecía preocuparse porque yo viviera en el bufete. Siempre había opinado que los hijos tenían derecho a cierta libertad antes de emanciparse de modo definitivo. A su juicio, yo no era más que un aturdido adolescente a pesar de mis cuarenta años. Mi madre tenía también sus opiniones respecto del matrimonio. Según ella, éste era un contrato a plazo indefinido que la gente sensata debería estudiar con calma antes de firmarlo. Esperaba que algún día acabara casándome e instalando a mi mujer entre las viejas reliquias de la antigua casa de Hematite Street. En verdad yo no me había casado por la sencilla razón de que no había conocido a ninguna mujer que me interesara para esposa. El teléfono sonó de nuevo y no tuve más remedio que atenderlo, principalmente porque era el único medio de conseguir que el timbre callara. Mi excursión de pesca había concluido. —Diga… Soy Paul Biegler —dije. —Y yo Laura Manion —respondió una mujer—. Señora Manion… Perdone si le llamo a estas horas. Cuando intenté ponerme al habla con usted, su secretaria me dijo que pasaba fuera el fin de semana y que probablemente a esta hora habría ya regresado… —Sí, señora Manion… —Mi marido, el teniente Frederick Manion, está en la prisión del condado de Iron Bay. Le han detenido acusado de asesinato. Deseamos que usted se encargue de la defensa —tuvo un fallo en la voz, pero se recuperó en seguida

—. Nos han hablado muy bien de su pericia profesional. ¿Quiere usted defenderle…? —No lo sé, señora Manion — respondí sinceramente—. Antes de decidir nada debería hablar con su esposo y examinar la situación. Luego habría que plantear la cuestión financiera. Me hacían gracia las frases suaves y elegantes que utilizaba un abogado para sugerir a su posible cliente que se preparara para gastar mucho dinero. La señora Manion lo comprendió muy bien. —Naturalmente, señor Biegler. ¿Cuándo puede ir a verle? Tiene muchos deseos de hablar con usted. Di un vistazo al correo acumulado durante mi ausencia. Casi todo eran cartas sin importancia. —Iré alrededor de las once de la mañana. ¿Estará usted allí? —Lo siento, pero a esa hora estaré en casa del médico. Ignoro si conoce usted los detalles del suceso, pero yo… he sufrido mucho. De todos modos creo que podré verle el martes. Es decir, si acepta usted encargarse del caso… —Entonces hasta el martes… Si acepto este encargo… —Gracias, señor Biegler. —Buenas noches, señora Manion —respondí. Apagué las luces y me senté, contemplando desde la oscuridad el resplandor de la calle reflejado en las paredes. La habitación parecía caldeada. Abrí la ventana y contemplé la ciudad silenciosa y las calles solitarias. El humo de mi cigarro escapaba por la ventana. CAPÍTULO SEGUNDO...


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