Carnegie Dale - Como - Hablar Bien En Publico PDF

Title Carnegie Dale - Como - Hablar Bien En Publico
Author Mario Zegada
Course Lectura complementaria
Institution Universidad Nacional de Jujuy
Pages 206
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Summary

Libro clásico de lectura, para tener una aproximación conceptual de la metodología de abordaje del autor, a la oratoria. Es un libro clásico que circula de manera libre en internet...


Description

COMO HABLAR BIEN EN PÚBLICO E INFLUIR EN LOS HOMBRES DE NEGOCIOS

DALE CARNEGIE

COMO HABLAR BIEN EN PUBLICO E INFLUIR EN LOS HOMBRES DE NEGOCIOS

Traducción y adaptación de JORGE CIANCAGLINI

EDITORIAL SUDAMERICANA

PRIMERA EDICION Octubre de 1947

INTRODUCCION

2a. Reimpresión en México: marzo, 2003 Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 C1947, Editorial Sudamericana, S.A. Humberto 1531, Buenos A ires. ISBN: 950-07-0155-3 Título del original en inglés: Men in Business Public Speaking and Influencing

En toda la nación se está produciendo un movimiento de educación adulta; y la fuerza más sorprendente de este movimiento es Dale Carnegie, un hombre que ha escuchado y criticado más discursos de gente adulta que ningún otro ser humano. De acuerdo con un reciente "Créase o no", de Ripley, ha criticado 150.000 discursos. Si esa suma no nos impresionare por sí sola, recordemos que significa un discurso por cada día transcurrido desde el descubrimiento de A mérica. O en otras palabras, si todos los hombres que hablaron delante de él lo hubieran hecho durante sólo tres minutos cada uno, y en rápida sucesión, habría debido escuchar un año completo, con sus días y sus noches. La carrera de Dale Carnegie, llena de bruscos contrastes, es un ejemplo de lo que puede lograr un hombre que está asediado por una idea original y aguijoneado por el entusiasmo. Nacido en una alquería de Misuri, a diez millas del ferrocarril, no vió un tranvía hasta que tuvo doce años: hoy a los cuarenta y seis, le resulta familiar cualquier rincón de la tierra, desde Hong-Kong hasta Hammerfest; y en cierta oportunidad estuvo más cerca del Polo Norte que el almirante Byrd del Polo Sur, en Little A merica. Este muchacho de Misuri que cogía moras y cortaba castañas por cinco centavos la hora, gana hoy un dólar por minuto enseñando a los jefes de grandes compañías comerciales el arte de la expresión. Este muchacho que fracasó por completo en las seis primeras veces que habló en público, fué más tarde mi empre7

sario comercial. Gran parte de mi éxito lo debo a las enseñanzas de Dale Carnegie. El joven Carnegie debió luchar duramente para educarse, porque la mala suerte solía ensañarse con la vieja alquería Desalentada ante una sucesión de fracasos, la fade Misuri. milia vendió la alquería y compró otra en el mismo Estado, cerca de la Escuela Normal de W arrensburgo. Por un dólar diario le darían estancia y comida en el pueblo. Pero Cardiariamente a negie no lo tenía. Se quedó en su casa y fue caballo a la escuela normal, que estaba a tres millas de distancia. Había seiscientos estudiantes en la escuela, y Dale Carnegie era uno de los cuatro o cinco que no podían quedarse a que había algunos grupos comer en la ciudad. Pronto vio en la escuela que eran los que ejercían influencia y poseían eran los buenos jugadores de futbol y beisbol, y prestigio: los que ganaban los concursos de debates y elocuencia. Puesto que los deportes no le atraían, decidió ganar un concurso de oratoria. Pasó meses preparando sus discursos. mientras galopaba de ida y de vuelta a la Los practicaba mientras ordeñaba las vacas, y normal; practicaba escuela se subía a una parva de heno, y con gran placer y entusiasmo echaba un discurso a las asustadas palomas, exhortándolas a interrumpir la inmigración japonesa. Pero a pesar de toda su vehemencia y preparación, sufrió no un derrota tras derrota. Y de pronto comenzó a ganar, concurso, sino todos los concursos de la escuela. Otros estudiantes le pidieron que los adiestrara. Y también ganaron. Una vez graduado, comenzó a vender cursos por corresW yoming. pondencia a los "rancheros" de Nebraska y A pesar de su inquebrantable energía y entusiasmo, no tuvo éxito. Se desalentó tanto, que regresó al cuarto de su hotel, en Nebraska, se echó sobre la cama y lloró amargamente. Deseaba volver a la escuela, deseaba replegarse de la dura batalla de la vida; pero no era posible. Entonces decidió a Omaha y conseguir otro trabajo. No tenía dinero para el ir 8

Pasaje, y viajó en un tren de carga, alimentando y abrevando dos vagones de caballos como pago de su viaje. Se apeó en Omaha del Sur y consiguió san empleo de vendedor de tocino, manteca de puerco y jabón, para A rmour y Compañía. Su territorio se extendía desde las Tierras Malas hasta el País Indio de Dakota Occidental. Recorría su territorio en tren de carga, en diligencia y a caballo, durmiendo en mesones de pioneers donde la cínica división entre pieza y pieza era una sábana de muselina. Estudiaba libros sobre el arte de vender, montaba potros salvajes, jugaba al póker con mestizos y aprendía a cobrar dinero. Cuando algún almacenero del interior del país no podía pagar al contado el tocino y el jabón que le había pedido, Dale Carnegie le sacaba de los anaqueles una docena de pares de z apatos, los vendía a los ferroviarios y giraba el producto a A rmour y Compañía. A los dos años, esta zona, que ocupaba el vigésimoquinto lugar en importancia para la firma comercial, pasó a ocupar el primero. La compañía le quiso ascender. "Ha realizado usted lo que parecía imposible." Pero Carnegie rechazó el ascenso y renunció. Renunció, fué a Nueva Y ork estudió en la A cademia A mericana de A rte Dramática, y recorrió el país representando el papel del doctor Hartley en Polly l a del circo.

Nunca hubiese llegado a ser un Booth o un Barrymore. Tuvo el tino de reconocerlo. Y se dedicó a las ventas nuevamente, esta vez de automóviles, para la Compañía Packard. Nada sabía de mecánica, y nada le importaba ignorarla. Profundamente desdichado, tenía que dedicarse todos los días a sus tareas comerciales. A nsiaba tener tiempo para estudiar, /,ara escribir los libros que había soñado escribir cuando era e studiante. Y renunció. Se dedicaría a escribir cuentos y novelas, y se mantendría enseñando en una escuela nocturna. ¿ Enseñando qué? Contemplando su pasado, apreciando los neficios de sus estudios, comprendió que el bablar en público le había instilado más confianz a en sí mismo, más prestancia, más valor, y ese don para tratar con hombres de be

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negocios, que todas las otras asignaturas de la escuela juntas. Entonces solicitó de las escuelas de la A sociación Cristiana de jóvenes, en Nueva Y ork, permiso para dar cursos de ara hombres de negocios. oratoria ¿Qué?p¿Convertir a hombres de negocios en oradores? Absurdo. Lo sabían por experiencia. Habían probado ya, y habían fracasado. Cuando se negaron a pagarle un sueldo de dos dólares por noche, Carnegie accedió a percibir un tanto por ciento -caso que los hubiere-. A los tres años de los beneficios le pagaban treinta dólares por noche sobre esa base, en vez de los dos que él había pedido. El curso se amplió. La fama llegó hasta otras A sociaciones Cristianas de Nueva Y ork, y luego de otras ciudades. Pronto Carnegie efectuaba triunfales giras por Filadelfia, Baltimore más tarde, Londres y París. Los libros de texto eran y, demasiado académicos, poco prácticos para los que se agol paban en las aulas del notable profesor. Lejos de acobardarle hablar bien antecedente, escribió uno titulado Cómo estepúblico e influir en los hombres de negocios. Este libro en es hoy el texto oficial de todas las A sociaciones Cristianas de jóvenes, como también de la A sociación Bancaria y de la A sociación Nacional de Crédito. Hoy concurren muchos más adultos a las clases de Carnegie que a los cursos de oratoria de las universidades de Columbia y Nueva Y ork juntas. Dale Carnegie afirma que cualquier hombre es capaz de hablar cuando se excita. Dice que si alguien da un trompis y tumba al más ignorante individuo de la ciudad, éste se incorporará y hablará con tanto ardor, énfasis y elocuencia, que Guillermo Bryan le envidiaría. A lega que casi cualquier persona puede hablar en público pasaderamente si tiene confianza en sí misma y una idea que le esté abrasando el seso. La mejor manera de lograr confianza en sí mismo, dice, es hacer lo que tenemos que hacer, y dejar una estela de experiencias felices. Por esto obliga a todos sus alumnos a hablar todos los días de clase. Los alumnos lo hacen de buena 10

gana. Todos están en el mismo barco: y por la práctica constante, nutren su valor, confianza y entusiasmo, del que ya no se desprenderán más. Dale Carnegie nos dirá que se ha ganado la vida durante todos estos años, no con la enseñanza de la oratoria -eso fié accidental-, sino ayudando a los hombres a dominar sus temores y a desarrollar su valor. Comenzó simplemente con un curso de oratoria, pero sus alumnos eran hombres de negocios. Muchos de ellos no habíon visto un aula por treinta años. Los más de ellos pagaban la enseñanza a plazos. Querían eficacia, resultados, y pronto; resultados que pudiesen aplicar en sus negocios al día siguiente. Esto le obligó a ser rápido y práctico. Y así es como ha creado un método de adiestramiento original, único, sorprendente combinación de A rte de hablar en público, A rte de vender, Relaciones humanas, Desarrollo de la personalidad y Psicología aplicada. W illiam James solía decir que el hombre medio sólo desarrolla un diez por ciento de sus posibilidades mentales latentes. Dale Carnegie, al incitar a hombres ya adultos a que descubran sus vetas y exploten sus ocultos minerales, ha iniciado uno de los movimientos más importantes en la educación de adultos. LOWELL THOMAS.

CAPÍTULO I

DESARROLLO DEL VALOR Y DE LA CONFIANZA EN SI MISMO

preciAunque todos los hombres no tienen sión de ser oradores, ni escritores públicos, o carecen de aptitud o disposición para estos oficios; sin embargo tendrán muchos de ellos, en difentes situaciones de la fortuna y destinos de la re vida civil, ocasiones de acreditar con el imperio de la palabra su mérito, su puesto, su estado, su poaer o su talento

ANTONIO CAPMANY

Hemos dicho que ese sujeto escribió muchos Los lilibros. ¡Sí, sí, ándense ustedes con libros! bros no sirven para nada en tanto que no se puedan pronunciar discursos. El hombre de la esta¿Se concibe un tua y que no haya sido orador. hombre que tenga estatua y que no haya sido orador? ¿Cómo un hombre que no haya sido orador puede tener estatua? Horror nos causa el Un hombre que no es capaz de hablar pensarlo. en público una hora seguida, ¿qué derecho puede tener a que se le inmortalice en una efigie de bronce?

AZORÍN

Más de dieciocho mil hombres de negocios, desde 1912 hasta la fecha, han concurrido a las clases sobre el arte de hablar en público que el autor ha dictado. Los más de ellos, a pedido de éste, han narrado por escrito las causas que los movieron a inscribirse para tal adiestramiento y el resultado que esperaban obtener. El deseo primordial, la necesidad apremiante que todas estas cartas expresaban, era -desde luego que con fraseología muy diversa- uno solo: "Cuando las circunstancias me obligan a hablar -escribía uno tras otro— me pongo tan nervioso, me arredro tanto, que no puedo ya razonar con fluidez, concentrar la atención, ni recordar qué tenía pensado decir. Quiero adquirir confianza en mí mismo, serenidad, y suficiente presencia de ánimo para poder pensar cuando estoy en pie delante de un auditorio. Quiero llegar a dominar mis pensamientos, desarrollarlos según ilación lógica, y expresarlos con claridad y vigor, así delante del directorio de un banco como en una sala de conferencias". Eran miles las confesiones a este tenor. Citemos un caso concreto. Hace algunos años, un señor llamado D. W. Ghent se inscribió en mi curso de oratoria, en Filadelfia. Poco después de la clase inaugural me invitó a comer con él en el Círculo ele Fabricantes. Era un hombre de mediana edad, y había llevado siempre una vida activa; dirigía su propia fábrica y era figura destacada en actividades cívicas y religiosas. Mientras estábamos almorzando, se inclinó hacia mí sobre la mesa y me confesó: -Muchas veces me han pedido que hable en una u otra reunión, pero nunca he podido hacerlo. Me turbo tanto, que pierdo la noción de mis ideas, por lo cual he tenido que escabullirme toda la vida. Pero es el caso que ahora soy 15

presidente de la junta de síndicos de una universidad y, lógi-camente, debo echarles un discurso de vez en cuando. ¿Cree usted que me será posible aprender a esta altura de mi vida? -respondi-. No es -¿Que si lo creo, señor Ghent? cuestión de que lo crea o no. Lo sé. Sé que puede hacerlo, y que lo hará, si se empeña y sigue mis instrucciones. Creyó que pintaba el cuadro de color de rosa, que me Usted mostraba con exceso optimista. -Usted dice eso por amabilidad -respondióme-. no quiere desilusionarme . Cuando terminó su adiestramiento dejamos de vernos por algún tiempo. En 1921 nos encontramos y almorzamos nuevamente en el Círculo de Fabricantes. Nos sentamos en el mismo rincón y a la misma mesa que aquella primera Luego de recordarle nuestra anterior conversación, le vez. pregunté si había derrochado mucho optimismo en aquel enSin decir palabra, Ghent extrajo del bolsillo una tonces. libretilla de lomo rojo y me indicó una lista de compromisos contraídos para hablar en público. -La facultad de hacer esto -me confesó-, el placer que obtengo haciéndolo, y el mejor servicio que merced a ello presto a la comunidad, están entre las satisfacciones más índeantes mi vida. ti mas Poco de esta conversación se había celebrado en la conferencia internacional para la limitación Washington de armamentos. Cuando se supo que Lloyd George pensaba concurrir a ella, los baptistas de Filadelfia le cablegrafiaron invitándole a hablar en una gran reunión religiosa que se celebraría en esa ciudad. Lloyd George respondió que, si fuese Washington, aceptaría la invitación. Pues bien, el señor a Ghent me informó que le habían designado, entre todos los de la ciudad, para presentar al primer ministro baptistas británico. Y este era el hombre que, sentado a esa misma mesa, auni no hacía tres años, me había preguntado gravemente me parecía posible que llegase alguna vez a hablar en si público! 16

La rapidez con que este hombre superó todas las dificultades y triunfó, ¿está acaso fuera de lo común? De ningún modo. Hay cientos de casos similares. Hace algunos años, para citar otro caso concreto, un médico de Nueva York, a quien llamaremos Curtis, pasó el invierno en la Florida, cerca del campo de adiestramiento de un famoso centro futbolístico. Como sentía verdadera pasión por el futbol, solía ir a ver a los jugadores ejercitándose. A poco, trabó amistad con ellos, cada vez más estrecha, y un buen día le invitaron a un banquete que se daba en honor del equipo. Al finalizar los postres, se pidió a varios convidados de nota que dijesen "algunas palabras". De súbito, con la precipitación e intempestividad de un estallido, oyó decir: -Señores, tenemos entre nosotros un médico, el doctor Curtis, quien nos dirá algunas palabras sobre la salud del j ugador de futbol. Estaba preparado el doctor Curtis? Desde luego. Estaba mejor preparado que otro cualquiera: había estudiado higiene y ejercido la medicina durante casi treinta años. Habría podido exponer sus conocimientos durante horas al compañero de l a derecha o de la izquierda. Pero levantarse y decir estas mismas razones delante de un concurso, aun pequeño, esto era otro cantar. Esto erizaba los pelos.' 1 1 corazón del buen médico comenzó a latir con mayor y hasta se detenía en seco a veces. Nunca en su vida había hablado en público, y todas las ideas que tenía se hicieron uhacerm?Loés.QnlpaudíTosmir fijas en él. Intentó negarse con la cabeza, pero esto a: umentó los aplausos y la ovación. Las voces de "¡Que ! ¡ Que hable!", se tornaban a cada momento más •-.flis(-nclosas e insistentes. Triste situación de impotencia y ridiculez! Sabía que, de la, levantarse, no podría pronunciar más de diez o doce frases... por fin se l evantó y, sin decir palabra a sus amigos, dió ! s s vuelta y salió del salón, aturdido y humillado. nos extrañe, pues, que una de las primeras cosas que ~ '

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haya hecho al volver a Nueva York fuera ir al edificio central de la Asociación Cristiana de jóvenes y alistarse eny la clase oratoria. No tenía intención de hacer el ridículo quedarse con la lengua comida por segunda vez. Como estudiante, era de los que realmente agradan al profesor: su celo por aprender tenía algo do a seaba aprender a hablar en público, y lograr su propósito. Preparaba sus discursos con minuciosidad y los estudiaba con entusiasmo. No faltó a ninguna clase en todo el período. Le sucedía precisamente lo que le hubiera sucedido a otro cualquiera en condiciones similares: la rapidez de sus progresos no cesaba de asombrarle y de sobrepasar sus más Después de las primeras clases su nerhalagüeños cálculos. viosidad remitió y la confianza en sí mismo ganó terreno de día en día. Al cabo de dos meses ya llevaba la palma entre sus compañeros de clase. Pronto comenzó a aceptar invitaciones para hablar en otros lugares. Le apasionaba la emoción y el regocijo de este pasatiempo, el respeto y los amigos que le deparaba. Un míembro del Centro Republicano de Campaña Electoral, luego de oír uno de sus discursos, le invitó a recorrer la ciudad de Nueva York y arengar a la multitud en favor dé su partido. ¡Gentil sorpresa se hubiera llevado este político hubiese sabido que, un año antes, el doctor Curtis había sitenido que retirarse de un banquete, avergonzado y confundido, porque el temor de un auditorio le había atarugado! La adquisición del valor y de la confianza en sí mismo, y la facultad de discurrir con calma y claridad mientras se habla a un concurso de oyentes, no presenta un décimo de la dificultad que la mayor parte de la gente supone. No es un conceda a un número limitado de don que la naturaleza escogidos. Es como la facultad de jugar al golf. Cualquiera puede desarrollar sus dotes latentes, con tal que tenga genuino deseo de hacerlo. ¿Se puede aducir el menor asomo de razón para que un con igual fluidez cuando; exionar individuo no pueda refl

está en pie que cuando está sentado? Desde luego, todos sabemos que no. Más aun: debiéramos discurrir mejor delante de un concurso. La presencia de varias personas que nos escuchan debiera azuzarnos y alentarnos. Muchísimos conferenciantes nos dicen que la presencia de un auditorio es un estímulo, una inspiración que obliga al cerebro a trabajar con mayor despejo y agudeza. En tales circunstancias, como decía Henry Beecher, hechos e ideas que no creíamos dominar pasan como flotando por delante nuestro, y sólo hay que estirar la mano e irlos cogiendo con oportunidad. Sírvanos esto de experiencia propia. Probablemente llegue a serlo, si nos ejercitamos y perseveramos. De una cosa a lo menos podemos estar seguros: de que el adiestramiento y la ejercitación harán desvanecer el temor del auditorio, instilándonos por siempre confianza en nosotros mismos y valor. No debemos creer que nuestra situación sea única. Aun aquellos que luego llegaron a ser los oradores más elocuentes de su época, se vieron al principio entorpecidos por este miedo y esta timidez ofuscadores. Mark Twain, la primera vez que debió hablar, sintió como que su boca estuviese llena de algodón y que su pulso corriese para obtener un premio. Jean Jaurés, el orador político más poderoso que produjo Francia en su época, asistió durante un año a la Cámara de Diputados sin atreverse a decir palabra, y sólo entonces conió hacerse de suficiente valor para pronunciar su discurso incal. Alejandro Lerroux, el famoso político español, hizo lo mismo que el doctor Curtis las dos primeras veces que le pidieron un discurso: se llamó Andana, sin excusarse ante el concurso Ossorio y Gallardo ha confesado que temblaba como una l a primera vez que debió hablar en -público. hoj a Rios ¡ os Rosas, que llegó a ser uno de los oradores más temibles de las Cortes españolas del siglo pasado, llevaba varice` nos de diputado cuando se animó a pronunciar su primer discurso 19

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"La primera vez que hablé en público -confesaba Lloyd George-, era el hombre más desdichado del mundo. No es metáfora, sino la pura verdad, que la lengua se me pegó al paladar; y, al principio, apenas podía articular palabra." Jiménez de Asúa nos ha descrito la primera clase que debió dar, como profesor ...


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