El existencialismo es un humanismo PDF

Title El existencialismo es un humanismo
Author Fer H.
Course Corrientes Actuales de la Filosofía II
Institution UNED
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Trabajo obligatorio PEF sobre el ensayo de Sartre: "El existencialismo es un humanismo" y el periodo de la Guerra fría....


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Herrero Gil, Fernando GRADO EN ESTUDIOS INGLESES

"En la guerra fría" SARTRE, Jean-Paul (1996): El existencialismo es un humanismo. Victoria Praci de Fernández y Mari Carmen Llerena (trad.), Barcelona, Edhasa (ePUB v1.0 Carlos6 02.04.2013).

Este ensayo no se conforma con ser una mera historia de las ideas, sino que lo es también de los pensadores que abrieron paso a debates, escuelas y movimientos filosóficos del siglo XX; además, y sin perder nunca de vista el contexto histórico, recoge una interesante reflexión metafilosófica. Así, comienza resaltando la importancia de la obra del matemático Frege, punto de inflexión que condiciona buena parte de la línea epistemológica del siglo pasado. Para él, las proposiciones aritméticas no son intuiciones, sino conceptos analíticos. Le seguirá en esta misma línea Husserl, padre de la fenomenología, defendiendo los conceptos lógicos como única garantía de validez de las matemáticas y de la ciencia en su conjunto. El sueño bolzaniano de la filosofía convertida en ciencia rigurosa parece seguir prosperando con Russell. Este sueño, sin embargo, se ve quebrado por los acontecimientos que agitan Europa (la Primera Guerra Mundial), y por la aparición del pensamiento de Wittgestein (Tractatus), iniciador del giro lingüístico, que finalmente despoja a la filosofía del estatus de ciencia. Este pensador va a ser la clave para entender el desarrollo del pensamiento occidental y la crisis que sufre en el periodo de entreguerras. Es un momento complejo, con el auge del Círculo de Viena, el ataque de Carnap a la metafísica (Aufbau) y el conflicto entre analíticos y continentales. Poco después, llega la publicación de Ser y tiempo (1927) de Heidegger, que vuelve a cuestionar los fundamentos mismos de la actividad filosófica proclamando el fin de la filosofía. Esta crisis de la razón es tristemente confirmada por los horrores de la Segunda Guerra Mundial (especialmente la Shoá). En el libro se señala a Heidegger como un modelo negativo de filósofo, no solo por la cuestión política (y su silencio ante el exterminio), sino debido a su filosofía antirracionalista. Delacampagne es muy consciente de los desvíos de la razón occidental a lo largo del siglo XX, pero no pierde la esperanza en volver a los valores actualizados de la Ilustración. De este modo, la última parte del libro recoge la evolución de las corrientes hermenéuticas y estructuralistas, la relativización del conocimiento científico con los cambios de paradigma de Kuhn y la llegada del posestructuralismo de Foucault y Derrida, cuyo posicionamiento de desconfianza hacia la razón contrasta con la férrea defensa de esta por pensadores como Habermas. El capítulo "En la guerra fría" me ha interesado principalmente porque ha vuelto a despertar un debate interno, entorno al marxismo y las posiciones democráticas liberales, que mantuve durante la etapa de formación de mi pensamiento político. Igualmente, tanto la selección de pensadores, así como la exposición crítica —en especial la de Popper y Arón— del rol que estos jugaron me parece muy acertada. Otros factores son el de asistir a la crónica del final de un ideario utópico, conocer el pensamiento —con toda la vigencia que para mí aún tiene— de Althusser y el papel que jugaron las ideas de otros filósofos como Marcuse en mayo del 68. Por último, esta parte me es de especial ayuda en la tarea de poner en contexto el momento intelectual en que Sartre, al que dedico la segunda parte, desarrolló su trabajo.

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Del optimismo inicial con el que arranca el libro, con su análisis del último cuarto del siglo XIX y el primer cuarto del siglo XX, cuando los filósofos tenían todavía confianza plena en la razón como herramienta para conocer el mundo y se sentían capaces de abordar los debates metafísicos e incluso convertir la filosofía en la madre de todas las ciencias, parece no quedar nada a mitad de siglo. Después de la barbarie de las dos guerras que sacudieron la cuna del pensamiento occidental, solo queda un mundo dividido en dos bloques ideológicos, amenazados por una política de destrucción mutua y con una paz que realmente no existía. El descontento, la angustia y, en algunos casos, el pesimismo no pueden más que estar presentes en las ideas intelectuales de la época; aun así, no se ha olvidado la necesidad de adquirir un compromiso político y ético. Esta sección no se entendería sin volver a la figura de Heidegger, el éxito de este entre los pensadores franceses, el giro ontológico en su intento por superar la metafísica, apartándose de Husserl, y claro, una vez más vemos el peso de la fenomenología de Husserl cuya influencia recorre, como un hilo de oro, la historia de las ideas de este siglo, desde el existencialismo al deconstruccionismo pasando por la hermenéutica. Poco a poco hemos entrado en el terreno de la ética y la política: unos permanecen ajenos a estos debates, quizás, porque como Heidegger, piensan que es mejor dejar las cosas como están —al fin y al cabo, dentro del pensamiento del Ser no hay sitio para la ética—, algo que de alguna manera ya estaba presente en Wittgenstein, o en los debates del positivismo lógico, lo cual difiere enormemente con el gran interés que suscita en otros pensadores y, en especial, en los que se tratan en esta sección, cuyo compromiso con la sociedad de su tiempo es innegable. ¿Es la necesidad de aplacar esa culpabilidad metafísica de la que Jasper habla la que les obliga a seguir filosofando? Son muchas las reverberaciones de los capítulos anteriores: los postulados éticos de Horkheimer y Adorno (Escuela de Frankfurt), sus sospechas hacia el positivismo como culpable de la decadencia, pero también los postulados estéticos de este último que, por ejemplo, inspiran la esperanza de salvación a través de la creación en Marcus. Freud reaparece también en Marcus (v.g. el concepto de pulsión de muerte) y, de igual manera, se convierte en fuente de inspiración en los postulados de Althusser (v.g. en el uso del psicoanálisis para releer a Marx) y, por supuesto, seguirá siendo muy fructífero durante el resto del siglo —tan solo pensemos en el encuentro entre hermenéutica y psicoanálisis en su reflexión sobre el lenguaje y los signos—. Por otra parte, no podríamos entender cómo se llegó a este panorama sociopolítico de confrontación donde se desarrolla el presente capítulo sin la previa irrupción en escena del materialismo, tanto dialéctico como histórico. Marx y Engels, herederos del materialismo de la Ilustración y de la tradición dialéctica hegeliana, en su búsqueda del sujeto histórico que cambiaría el mundo, esbozaron un pensamiento que sus acólitos convirtieron en lo que hemos convenido llamar filosofía marxista. Bien claramente queda establecida la relación entre las ideas del filósofo y estratega Lenin —obsesionado con la toma del poder— con que finalmente apareciera el estalinismo con todas las consecuencias que acarreó. Sin embargo, no debemos olvidar el impacto de otros marxistas no menos relevantes, a los que se 2

les dedica menos espacio, como Ernst Bloch o Antonio Gramsci, cuyas ideas inspiran a algunos de los intelectuales presentes en este capítulo y siguen alimentando la posibilidad de encontrar alternativas a la ortodoxia bolchevique. Comienza el capítulo presentando como el gran defensor del liberalismo a Popper, un comunista arrepentido criado en el ambiente de izquierdas vienés y que se convertiría en el auténtico ariete del ideario marxista. La génesis de esta radical transformación comienza con la muerte de varios camaradas que le llevan a una reflexión: no es posible la revolución sin violencia —incompatible, pues, con sus ideales pacifistas—. Se afana en releer El capital y encuentra en él suficientes argumentos que respaldan el uso de la violencia como medio indispensable para superar la alienación del proletariado. Desde este momento, se convierte en un crítico acérrimo del marxismo. La crítica a la doctrina historicista es el punto de partida para atacar las ideas de Marx y Hegel que la sustentan. El principal defecto que Miseria del historicismo señala es la imposibilidad de aplicar leyes que respondan a criterios verdaderamente científicos. Después, ya durante la Segunda Guerra Mundial, Popper escribe La sociedad abierta y sus enemigos, en línea con su crítica al historicismo y apoyo a la democracia liberal. En esta obra dedica su empeño en impugnar los pensamientos dialécticos —desde Platón hasta Marx, pasando por Hegel— sobre la base del poco aprecio que estos tuvieron hacia la libertad individual. Delacampagne asegura que, aunque Popper considera a Marx como el máximo enemigo en la construcción de una sociedad abierta, al menos le concede una genuina preocupación por el sufrimiento humano; por tanto, va a distinguir entre un marxismo moral, más humano, y otro científico que intenta hacer de la historia una ciencia. Sin embargo, si algo le molesta a nuestro autor es el análisis simplista que Popper hace de ciertas doctrinas políticas modernas; de tal modo que, en su afán por demostrar que el mejor de los regímenes posibles — desde un punto de vista racionalista— es la democracia liberal, no duda en equiparar el nazismo, el comunismo y el marxismo bajo la etiqueta de totalitarismo. Además, en su razonamiento, el sesgo ideológico le impide ver comportamientos excesivos como, por ejemplo, las políticas del macartismo norteamericano. A pesar de la caída del telón de acero, Popper nunca abandonará el activismo antimarxista que, junto con el apoyo incondicional a la democracia liberal y, por ende, al capitalismo, le llevará a más de una sonada confrontación con alguno de los miembros de la escuela de Frankfurt. Como heredero de esta perspectiva popperiana aparece Raymond Aron. Aron se forma en la prestigiosa Escuela Normal Superior, donde comparte estancia con Sartre y descubre el pensamiento de Weber, Heidegger y Husserl. Cuando Francia cae en manos de los nazis, se refugia en Londres, donde comienza una nueva etapa como periodista político. Después de la Liberación, y debido a la tensión surgida por la política de contención del comunismo, escribe su ensayo más conocido: El opio de los intelectuales, un ataque directo a los intelectuales de izquierdas y, en especial, a Sartre. Esta obra señala su discrepancias con el

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determinismo histórico y critica severamente el pensamiento dialéctico ya incluso antes de que el propio Popper lo hiciera. Sin embargo, en vista del panorama tras la caída del muro, Delacampagne cree que ambos se equivocaron en su insistencia por aniquilar cualquier rastro del pensamiento marxista, ya que el triunfo del liberalismo y la falta de oposición ideológica a este debilita las probabilidades de evolución hacia sistemas democráticos más humanistas, precisamente en un momento en que nuevos peligros — nacionalistas, xenófobos y fundamentalistas— se ciernen sobre nuestra civilización sin que los partidarios del liberalismo hayan aportado una respuesta adecuada. En la segunda sección, el autor realiza una descripción emotiva de la figura y pensamiento del que para él es sin duda el filósofo francés más importante de este siglo: Sartre, a quien considera incomprendido por muchos de sus contemporáneos e infravalorado por las generaciones posteriores. A pesar de sus devaneos con el marxismo, no lo encasilla políticamente en ninguna de las ideologías dominantes, ya que su original filosofía y amor por la libertad las trasciende. Sus abundantes reflexiones filosóficas se entremezclan siempre con una profusa creatividad literaria que, en la segunda mitad de su vida, compaginará con un activo compromiso político —lo cual va a condicionar la recepción de sus ideas —. Como ya hemos comentado, parte de su formación la recibe en la Escuela Normal Superior, durante la época de entreguerras, donde entre otros entabla relación con Raymond Aron. Poco después, en este entorno conoce a Simone de Beauvoir, con la que mantendrá una estrecha relación durante el resto de su vida. El entusiasmo que invade a Sartre durante esta primera época por la filosofía, el arte, la literatura y las cuestiones sociales, siempre desde una perspectiva práctica y más bien ácrata, se ve reflejado en el retrato que de él hace Beauvoir. Igualmente, gracias a su pluma, conocemos el impacto que la publicación de Teoría de la intuición en la fenomenología de Husserl produce en Sartre. El descubrimiento de la fenomenología, de la mano de Levinas, es fundamental en su reafirmación de las reflexiones sobre la conciencia basadas en la experiencia individual con las que él ya había especulado. Parece ser que Sartre en esa época, aunque en Berlín, vive sin percatarse del peligro que la subida del régimen nacionalsocialista supone, pues está absorto en debatir e intentar expandir el proyecto husserliano. De este toma como base fundamental el principio de intencionalidad; no obstante, critica el solipsismo en que se encuentra la noción de sujeto trascendental y le da un giro, al entender que este es superfluo y, por tanto, sitúa al mismo nivel el ego del ego del otro, como se desprende de su ensayo La trascendencia del ego. Solo de este modo esta corriente idealista subjetiva puede recuperar la existencia del mundo —y con ello, la angustia y el sufrimiento provocado por la guerra—, lo cual le permitirá empezar a fundar una política y moral entorno a una ontología fenomenológica en la que el ser esté dotado de libertad y, por tanto, tenga una actitud de compromiso para con el mundo. Estos y otros postulados acerca de la intencionalidad, la psique humana y la conciencia, así como otras reflexiones en torno al arte y la

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literatura, van a ser una constante en su trabajo literario —v.g. en el gran éxito de su obra La náusea, en la que se exploran las ideas de contingencia y facticidad existencial (anticipando la llegada de la filosofía del absurdo) —. Durante este fructífero tiempo previo a la guerra, se mantiene al margen de la política y, de nuevo gracias a Levinas, descubre el pensamiento de Heidegger, otro hito que despierta en Sartre la curiosidad por el tema de la historicidad, interés que se ve acrecentado por el desafortunado estallido de una nueva contienda bélica y todo lo que ello va a suponerle: reclutamiento por las fuerzas francesas, reclusión en un campo de prisioneros alemán y, tras la Liberación, vuelta a París donde mantendrá contactos con la Resistencia. A partir de entonces, ya nada volverá a ser lo mismo, la historia lo ha atrapado, no puede seguir ignorando la realidad; su compromiso político y la necesidad de reflexionar sobre el momento que le ha tocado vivir se hacen inexorables. En 1945, el éxito del ensayo El ser y la nada se debe no solo a la originalidad de sus ideas sino también a la forma dramática que estas adoptan. En él se desarrolla la fenomenología clásica de Russell, aunque con diferencias en la metodología en la concepción del ser y con un marcado carácter ético. Por otra parte, hay referencias a las ideas de Heidegger (las diferencias con el Dasein) y la presencia de conceptos hegelianos (el en-sí y el para-sí). La ontología sartriana concluye que la existencia precede a la esencia, explora el asunto de la contingencia y la conciencia del poder de actuar del ser, esto es, la conciencia de la libertad que lleva aparejados conceptos como el de la mala fe. Este libro, verdadero canto a la libertad y de lectura recomendada, de algún modo nos revela de donde procede ese nuevo compromiso que Sartre adquiere con la realidad político-social —como así se ve reflejado en sucesivos ensayos que, por ejemplo, tratan de la relación de la colectividad con sus líderes, o cuestionan nociones tan peligrosas como la de raza—. Mucho se ha escrito sobre el peso de Heidegger en el existencialismo francés; sin embargo, desde un principio Sartre marcó un camino diferente para sortear el solipsismo y, además, expandir la idea del Dasein —incluyendo tanto la capacidad de actuar sobre el mundo como la propia sexualidad, y la negación del sentido teleológico del ser-para-la-muerte—. Diferencias que se evidencian en la polémica suscitada por la contestación de Heidegger a la disertación de Sartre conocida como El existencialismo es un humanismo. Durante este periodo funda la revista Les Temps Modernes, que reúne a destacados intelectuales para discutir, desde una posición de izquierdas, temas antropológicos. Entre los colaboradores se encuentra Merleau-Ponty, con quien mantendrá una estrecha relación. Merleau-Ponty, igualmente atraído por la fenomenología de Husserl, coincide con él en ir más allá del concepto de intencionalidad de la psicología intelectualista y del idealismo trascendental, al intentar reconciliar la conciencia con la experiencia —entrando en el debate clásico de la relación entre lo sensible y lo inteligible—. La revista se convierte pata Sartre en una plataforma en la que denunciar las graves carencias tanto a un lado como al otro del telón de acero —v.g. denuncia de la existencia de los gulags en la URSS, mientras apoya la intervención de Tito en Yugoslavia—. Afirmaciones como esta, y su 5

indeterminación ideológica, deteriorarían su relación con los comunistas y con Merleau-Ponty (hasta el punto en que Merleau-Ponty decide romper su relación tanto con el Partido Comunista Francés, o PCF, como con el propio Sartre). En definitiva, la tensión política que se respira fuera de este grupo de intelectuales se termina trasladando al grupo de los colaboradores de la revista y a otros círculos cercanos a Sartre: Aron publica El opio de los intelectuales atacando a los marxistas —incluyendo a Sartre—, Camus se enemista con Sartre, Merleau-Ponty también lo critica —le llama ultrabolchevique— y, al mismo tiempo, Claude Lefort (discípulo de Merleau-Ponty) mantiene una encendida contienda entorno al marxismo y la lucha de clases. Sartre sigue siendo el mismo, pero su acercamiento al PCF parece levantar prejuicios ideológicos. Estas circunstancias han coincidido con la escalada en el enfrentamiento entre los dos bloques y Sartre, temiendo la irrupción de una nueva guerra mundial, había decidido tomar parte del lado de los oprimidos, corroborando el retrato que Delacampagne hace de él como firme defensor del débil —así lo ilustran la mención a los ensayos en defensa de los afroamericanos, los palestinos u otros pueblos víctimas de las actitudes coloniales—. No obstante, su acercamiento al comunismo no va a coartar su crítica hacia los totalitarismos de izquierdas, aunque si bien siempre desde una perspectiva libertaria o, a lo más, trosquista. Tampoco contendrá la crítica al propio PCF, ni la desaprobación categórica de la ocupación húngara —declaraciones que, finalmente, acabarán en una ruptura definitiva con el partido—. Como vemos, la relación de Sartre con el marxismo ha sido compleja y no se ha terminado nunca de entender del todo bien. Nunca oculta su agrado por textos como El capital de Marx, aunque Delacampagne matiza que, si bien es cierto que por un lado acepta el materialismo histórico, solo lo hace como una hipótesis aceptable y nunca como una ciencia, mientras que, por el otro, se aparta del materialismo dialéctico y, en consecuencia, niega al pensamiento marxista la consistencia suficiente (así lo demuestra su revisión de Marx en Crítica de la razón dialéctica). Los dos están de acuerdo en que la historia es el lugar donde se desenvuelve la praxis humana, pero, siguiendo a Marx, esta praxis se ejerce en conjunto por una clase condicionada por los medios de producción, mientras que para Sartre la experiencia subjetiva debe prevalecer sobre la social, esto es, la historia es una construcción de individuos capaces de tomar sus propias decisiones. Además, Sartre discrepa del impacto que la revolución pueda tener, negándole la posibilidad de romper el ciclo de alienación y, en un intento de acercar el existencialismo al marxismo —al parecer sin éxito— incorporará el sentido de experiencia concreta. Así llegamos a las revueltas del 68, a la última etapa, en la que su postura de izquierdas se radicaliza y sufre la incomprensión de muchos, especialmente de estudiantes y trabajadores. Decide no tomar partido en ningún movimiento en concreto y se muestra ambivalente manteniendo posturas casi contradictorias, como la de denunciar las nuevas ocupaciones soviéticas y, al mismo tiempo,...


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