Quien de Nosotros -Mario Benedetti PDF

Title Quien de Nosotros -Mario Benedetti
Author Javier Perez
Course Teoría Literaria 2
Institution Instituto Superior de Formación Docente Nº 50
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La historia de un triángulo amoroso, como el que forman Miguel, Alicia Lucas, es utilizada por el autor para ofrecernos una imprevisible e irónic exploración de la soledad humana, con un final abierto que se resumirá e la última frase del libro: «¿Quién de nosotros juzga a quién?». Quién de nosotros es la primera novela de Mario Benedetti. Su aparición fu celebrada por la crítica, que calificó la obra como el libro más prometedo que la literatura de ficción uruguaya produjo en aquel momento, y desde entonces ha sido reeditada continuamente.

Mario Benedetti Quién de nosotros

I shall never be different. Love me. Auden

Si tu t’imagines xa va xa va xa va durer toujours Queneau

Primera parte Miguel

1

Sólo hoy, al quinto día, puedo decir que no estoy seguro. El martes, sin embargo, cuando fui al puerto a despedir a Alicia, estaba convencido de que er ésta la mej or solución. En rigor es lo que siem pre quise: que ella enfrentara su rem ordimientos, su enfermiza dem ora en lo que pudo haber sido, su nostalgia de otro pasado y, por ende, de otro presente. No tengo rencores, no puedo tenerlos ni para ella ni para Lucas. Pero quiero vivir tranquilo, sin esa suerte de fantasma que asiste a m i trabajo, a m is com idas, a mi descanso. De noche, después de la cena, cuando hablamos de mi oficina, de los chicos, de la nueva sirvienta, sé que ella piensa: « En lugar de éste podría estar Lucas, aquí, a mi lado, y no habría po qué hablar» . La verdad es que ella y él siempre fueron semej antes, estuvieron juntos en su interés por las cosas —aun cuando discutían agresivamente, aun cuando se agazapaban en largos silencios— y actuaban siguiendo esa espontánea coincidencia que a todos los otros (los objetos, los am igos, el m undo) nos dej aba fuera, sin pretensiones. Pero ella y y o somos indudablemente otra com binación y precisamos hablar. Para nosotros no existe la protección del silencio; casi diría que, desde el m om ento que lo tenem os, la conversación acerca de trivialidade propias y aj enas nos protege a su vez de esos horribles espacios en blanco en que tendem os a m irarnos y al m ismo tiempo a huirnos las m iradas, en que cada uno no sabe qué hacer con el silencio del otro. Es en esas pausas cuando la presencia de Lucas se vuelve insoportable, y todos nuestros gestos, aun los tan habituales como tics, nuestro redoble de uñas sobre la mesa o la presión nerviosa de los nudillos hasta hacerlos sonar, todo ello se vuelve un elíptico m anipuleo, todo ello a fuerza de eludirla, acaba por señalar esa presencia, acaba por otorgarle una dolorosa verosimilitud que, agudizada en nuestros sentidos, excede la corporeidad. Cuando miro a Adelita o a Martín j ugando tranquilamente sobre la alfom bra y ella tam bién los mira, y ve, com o yo veo, una sombra de vulgaridad que desprestigia sus caritas casi perfectas, sé que ella especula m ás o m eno conscientem ente acerca de la luz interior, del toque intelectual que tendrían eso rostros si fueran hijos de Lucas en vez de m íos. No obstante, a m í m e gusta la vulgaridad de m is hijos, m e gusta que no reciten poemas que no entienden, que

no hagan preguntas sobre cuanto no puede im portarles, que sólo les conm ueva lo inmediato, que para ellos aún no hay an adquirido vigencia ni la m uerte ni e espíritu ni las form as estilizadas de la em oción. Serán prácticos, groseros (Martín especialmente) en el peor de los casos, pero no cursis, no pregonadam ente originales, y eso m e satisface, aunque reconozca toda la torpeza, toda la cobardí de esta tímida, inocua venganza.

2

Lo peor de todo es que no siento odio. El odio sería para m í una salvación y a veces lo echo de m enos com o a un antípoda de la felicidad. Pero ellos se han portado tan correctamente; han establecido, de com ún e inconsciente acuerdo, u código tan j uicioso de sus renuncias que, de m i parte, instalarm e en el odio sería el modo más fácil de convertirm e a los ojos de ambos en algo irremediablem ente odioso, tan irrem ediable y tan odioso com o si ellos me enfrentaran sonriendo y m e dijeran: « Te hemos puesto los cuernos» . Creo poder aspirar a que si alguna vez se acuestan j untos, y o hay a quedado a margen m ucho antes; tal com o ellos aspiran, estoy seguro, a que si alguna vez no puedo ni aguantarlos ni aguantarm e, diga que se acabó, sencillam ente, sin cae en la tontería de discutirlo. Mientras tanto, esto representa, aunque no lo parezca un equilibrio. Alicia otorga m ansamente, cuidadosam ente, la atención y la caricias que le exigimos. Los niños y y o. Pero es com o si hubiéramos prefabricado este vínculo, como si ella nos hubiese adoptado, a los niños y a mí y ahora no supiese en dónde ni a quién dejarnos. Y com o trata de hacer m eno ostensible el esfuerzo que le cuesta su naturalidad, y o se lo agradezco y ella agradece m i agradecimiento. Lucas, por su parte, se ha eliminado discretam ente de la escena; no tanto, sin embargo, como para que su ausencia se vuelva sospechosa. Por eso nos escribe una carta por quincena, en la que pormenoriza su vida periodística, sus proy ecto literarios, su labor de traductor. Por eso le escribo y o también una carta quincenal, en la que opino sobre política, reniego de m i empleo y detallo lo adelantos escolares de Martín y Adelita; carta que term ina siempre con una líneas marginales de Alicia en las que envía « cariñosos recuerdos al buen am ig Lucas» .

3

Muchas veces me he interrogado en este cuaderno acerca de mí m ism o. La estricta verdad es que he ido lim itando m is aspiraciones. Hubo un tiem po en que me creí inteligente, bastante inteligente; era cuando obtenía asombrosas notas e el liceo y mis padres suspendían por un instante su insoluble conflicto para mirarse satisfechos y abrazarme, conscientes de que iba cam ino de convertirm e en una buena inversión. Pero llegó el mom ento de dejar la carrera, de echa mano a lo que había aprendido tan brillantem ente, y m e encontré con una incapacidad total para efectuar un balance, para iniciar una contabilidad, par form ular un contraasiento. Claro que todo esto lo adquirí m ás tarde, pero no lo debo a mi desprestigiada inteligencia, sino a mi práctica porfiada y trabaj osa. Hubo un tiem po, asimismo, en que m e creí capaz de sufrir y disfrutar una de esas pasiones sobrecogedoras que justifican una existencia. Creí sentirla por dos o tres muj eres, todas may ores que y o, que me trataban previstam ente com o a un muchacho y escuchaban m i teoría de la pasión como quien oy e llover. Eso me daba tanta rabia que me apartaba con la doble intención de atraerlas y fastidiarlas. Ellas, claro, y a no lo tom aban a la tremenda; y o tam poco, y a que la olvidaba. Sólo m ucho tiem po después me daba cuenta de que nada había existido de que la pretendida pasión me desbordaba a priori, antes de que alguna m ujer la reclamase. Aun Alicia… pero lo de Alicia es más com plejo y tal vez sea m ejo explicárm elo aparte. De modo que, perdida la esperanza de creerme inteligente o apasionado, m e queda la m enos presuntuosa de saberm e sincero. Para saberme sincero he empezado estas notas, en las que castigo m i m ediocridad con mi propio y objetivo testimonio. Es cierto que el mundo rebosa de vulgares, pero no de vulgares que se reconozcan com o tales. Yo sí m e reconozco. Por otra parte comprendo que este orgullo absurdo no m e brinda nada, com o no sea un bochornoso fastidio de m í mismo. Ahora bien, ¿de qué depende mi vulgaridad? ¿Con qué, con quién debo medirla, compararla? Que la reconozca en m is acciones, en m is intenciones, e mis torpezas, no significa un encono especialm ente destinado a mi carácte Tampoco los otros —salvo inseguras excepciones— me parecen geniales. Sí, todo el m undo m e parece vulgar, pero eso tampoco prueba nada, con excepción de

que m i concepto de lo excelso, de lo destacable, de lo extraordinario, no es nada vulgar, y a que lo reputo inalcanzable. ¿Entonces? Entonces, nada.

4

Temo que las notas de este dom ingo ocupen m ás carillas que de costum bre Alicia sigue en Buenos Aires, Martín está en el cine y Adelita fue a ver a la abuela. El cielo gris, cercano, que difunde mi ventana, es —tam bién él— un mediocre, un cielo sin Dios y sin sol, una excelsa chatarra que nunca me impresiona. El otro cielo, brillante, luminoso, el de las ansias de vivir y la películas en tecnicolor, es una falsa alarm a. Mi cielo es éste y debo aprovecharlo. Escribiré toda la tarde, en esta rara soledad, porque m e encuentr a gusto, porque siem pre m e agrada ajustar mis cuentas personales, toma conciencia de las comprobaciones m ás desoladoras, enterarme m ej or de cóm o soy. A veces pienso si esta preocupación en investigar m is propias reacciones no confirmaría una antigua creencia de Alicia: que soy un egoísta reincidente. Par ella esto debe constituir una evidencia tan tangible, que considera enoj oso decírmelo. Adm iro su tacto, siempre lo he adm irado, y francam ente no sé si no preferiría que ella m e insultara, que m e gritara hasta provocar en sí misma, junt con el pretexto de las lágrim as, la liberación de tantos reproches y tanto perdones. Después de todo, qué curioso, qué extraño sería para nosotros otro tipo de vida, con discusiones, llantos, estallidos. Recuerdo cóm o me sorprendió e rostro de Alicia cuando la m uerte de su padre. Nunca la había visto llorar, y en aquel instante, en que había perdido su serenidad y una desesperada resignación una horrible impotencia aflojaba su tensión habitual, parecía de veras una muchacha inerme, abrazada a m í, con los cabellos en desorden sobre el rostro desbordada al fin por la am argura. Naturalmente, era sólo una errata y los cinco últimos años se han encargado de rectificarla, de convencerm e de que aquell fue una claudicación mom entánea, un inexplicable desconcierto que nada tení que ver con su esencia verdadera.

5

Pensándolo m ej or, tal vez sea ésta una buena ocasión para narrarlo todo Desde este presente que ahora me revela antiguos deseos y, lo que es mucho peor, antiguas carencias de deseos. Pero ¿por dónde em pezar? ¿Cuáles son, en realidad, mis prim eros recuerdos? Acaso todo esto hay a comenzado m ucho antes, cuando y o era una criatura que m i m emoria no alcanza a liberar. Sient profunda envidia de ese niño, encastillado en un terrible olvido, perdido para siem pre, aunque ahora m e lo m uestren en conmovedoras fotografías jugando con el perro o inmovilizado en un traj e radiante de marinero o abrazado furiosam ente a un oso, una prima, una silla. Siento que allí está el secreto, en esa mirada incom patible con el hom bre qu ahora soy y en la que está presente (además de una trem enda inocencia, e decir, de toda la ignorancia disponible) otra actitud para sufrir la vida. ¿Qué otr pude haber sido? Sé que estas interrogaciones no me llevarán a nada, pero creo sinceram ente, aun sin saber a ciencia cierta por qué, que lo único que excede en mí la vulgaridad es justam ente eso que pude ser, y que no soy. La mera posibilidad —aunque sea, en mi caso, una posibilidad frustrada— alcanza para dar otro tono a la vida corriente. No dej a de ser curioso que y o crea irracionalmente en que pude haber sido mej or y que a la vez eso baste para amargarm e y conformarme. Para m í significa una especie de m orosa fruición el im aginar las probables prolongaciones de ciertas dudas del pasado y figurarm e cómo habría sido este presente si en tal o cual instante y o m e hubiera decidido por el otro rum bo. Pero ¿existe verdaderam ente ese otro rum bo? En realidad sólo existe la dirección que tom amos. Lo que pude haber sido y a no vale. Nadie acepta esa moneda; yo tampoco.

6

El prim er recuerdo que poseo de m í mismo es el de un testigo silencioso frente a las disputas de mis padres. Mi padre era un tipo corpulento, brutal en su ademanes y en su lenguaj e y, sin embargo, inteligente y ágil en su actividad comercial. Mi madre, no sé si verdaderam ente pequeña o em pequeñecida por e carácter de mi padre, poseía una sensibilidad en constante alerta, que tanto m padre com o ella misma tenían por su falta m ás visible. Aparentem ente, la respectivas m odalidades de Alicia y de m amá podrían parecer semej antes po muchos conceptos. Pero no voy a caer en la torpe generalización de considera que todas las m ujeres viven frenadas y mentidas, ocultando siem pre su m ejor intimidad. La gran diferencia entre estas dos m uj eres que m e atañen es, sin em bargo, lo bastante sutil com o para confundir las apariencias. En realidad, m amá poseía un tem peramento débil y, no obstante ello, una coherente calidad hum ana. Tal ve Alicia no sea, dicho en térm inos de mostrador, un artículo noble, pero dispuso siem pre de un carácter adm irable, casi estoico. Hay otra diferencia m ás groser y, sin em bargo, importante. Mamá tenía frente a sí a un hom bre vehemente, que además sabía lo que quería o creía saberlo; Alicia m e tiene a m í, que no sé nad acerca de mí m ismo. Una antigua visión, que acaso nace antes que m i conducta responsable, m e devuelve a m i padre, sentado en la m esa frente a m í, con sus manos enormes crispadas sobre el m antel. No sé de qué se hablaba, pero recuerdo exactamente la actitud de mam á a la espera del estallido. Yo pude, pese a m is pocos años captar la tensión, pero el tono corriente de la sobrem esa no parecía anunciar qu la situación fuera a precipitarse. De pronto, la cabeza de m i padre se levantó y sus ojos, perdido el últim o prej uicio, se lanzaron a m aldecir antes aún que la palabras. Las m anos seguían crispadas sobre la m esa; pero en la derecha había dos dedos que se levantaban y caían juntos, com o gem elos. Entonces comprend que algo terrible era inm inente y me cercó un miedo atroz, paralizante. Lo dedos bajaban y subían (uno de ellos, con una enorme piedra roja) y y o sentía que no podía hacer nada ni decir nada ni pensar nada. Aquel rubí m e m iraba como un ojo de sangre, y era lo único que allí existía. Pero entonces la mano se detuvo; bruscam ente se elevó, abierta, m ientras la piedra roj a parpadeaba en e

aire, y luego cay ó, otra vez hecha un puño, con un golpe seco sobre la m esa. V la cara de terror de m am á, com o si el puño se hubiera abatido sobre ella o sobre mí, y sólo entonces me enteré de que m i padre la estaba insultando, con palabra soeces y brutales. Ese instante no lo olvidaré jam ás por dos razones: la sensación de que en ese m omento y o no existía para mi padre, y la certeza, tan profunda como inexplicable, de que él tenía razón en insultar a m i madre. Mi padre despreciaba en ella su debilidad, su estar a la espera, su actitud pasiva, casi inerte Diríase que m i padre arrem etía contra ella para probar y provocar sus defensas pero ella se quedaba sin voz, sin conciencia de sí m isma, paralizada tam bién po el terror. Toda m i infancia y parte de m i adolescencia constituy eron una prolongación de esa escena: mi padre avasallando a mi m adre, m i m adre vencida de antem ano, y o com o acorralado testigo que nadie tenía en cuenta. Sin em bargo, e verdadero conflicto estaba en mí, porque com prendía y compartía con igua intensidad las razones de mi padre y el terror de m am á.

7

Muchas veces, después de la m uerte de ambos, me he preguntado hasta dónde los quise o pretendí quererlos. Pero nunca he podido ver claro. Así com o en las relaciones entre hombre y m ujer, la pasión, la sim ple atracción sexual desvirtúan, confunden y transform an el verdadero afecto, las relaciones entre un hijo y sus padres son corrientem ente deform adas por una incómoda sensación de dependencia, por una irremediable distancia generacional en la adecuad apreciación de las cosas, por la j actanciosa experiencia de una de las partes y l no menos j actanciosa inexperiencia de la otra. De modo que puedo equivocarm e —y con toda seguridad me estoy equivocando— en el análisis de esta zona de m i afecto. Empero, es probable que y o amara en ellos j ustam ente aquello que no com partía o que, por lo m enos, no podía comprender. Es decir, en m i padre, su lucidez para captar el lado conveniente de cualquier situación, su segura agilidad en tomar las decisione más riesgosas; en mi m adre, su escondida calidad hum ana, su intuición de lo placeres ajenos. Amaba en ellos lo que ocultaban o sólo mostraban a pesar suy o Pero como me m ovía entre sus apariencias —el m iedo de m i madre, las razone de mi padre— y éstas, por tenerlas en m í, ya no m e eran gratas, siempre pareció, y así debe haberles parecido a ellos, que no los quería. Pero y o am aba en ellos m is carencias, los adm iraba en cuanto no eran vulgares, en lo que no hallaba reflej ado en mí. Lo cierto es que la vida —¡qué indecente resulta nombrarla así, com o si fuera una divinidad, como si encerrase una esotérica significación y no fuera lo que todos sabem os que es: una repetición, una aburrida repetición de dilemas, de rostros, de deseos!—, lo cierto es que la vida desde el principio me sacó ventaj a y y o no he podido ni podré j am ás recuperar el terreno perdido. Es un oficio odioso el de testigo y y o ni siquiera puedo evitar el serlo de m í mism o, e comprobar cóm o voy quedando atrás en el afecto, en la estim a de quiene esperaban otra cosa de mí.

8

Pero ¿a qué insistir sobre m i infancia, si eso está suficientemente claro, si lo que y o quiero es hablar de Alicia, ver claro en m i im agen de ella, saber si hic bien o no en dej ar que fuese a Buenos Aires, en escribirle ay er una carta hipócrita, repugnante, melosa? Tendría que empezar por reconocer que nunca supe de modo cabal en qué térm inos estaban planteadas nuestras relaciones Siem pre ha habido una zona equívoca en la que los gestos, los silencios y la palabras podían representar con la m isma eficacia tanto el odio como el amor tanto la piedad com o la indiferencia. Cuando Alicia sonríe, nunca sé si se trata d una sonrisa o de una m ueca, si lo hace por necesidad o por una efímera compasiva deliberación. Es evidente que hay en ella, o en mí, o en am bos a l vez, alguna imposibilidad, algún prej uicio que nos estropea el amor. Porque aunque y o siempre hay a estado en falta conm igo m ismo, aunque siempre hay a afrontado la vida con preocupación y con desgano, hubo un tiem po en que m e gustaba la amargura, en que por lo menos apreciaba los contraste complementarios, como si se tratase de colores y se prestaran recíprocamente su sinsentido; hubo un tiempo en que confundía la esperanza con el soñar despierto Esa aquiescencia, esa m ansedumbre, bien podrían tomarse por alegría, y acaso justificaran mi fama de entonces (un muchacho que la sabe vivir, un jaranero) que hoy en día m e parece fabuloso recuerdo. En esa edad absurda, la aparición de Alicia, con su rostro vej atoriamente cuerdo, m e ofreció al menos una parodia de salvación. Aún no sé cómo ella, la más pequeña, podía respirar entre aquellos gandules de cuarto año que ostentaban como un rito su jocunda grosería, su encarnizada constelación de granos. El primer día, sin embargo, fue la suy a la prim era voz compacta que respondió al bedel. Simultáneam ente me enteré de su nom bre, de su voz imperceptiblemente ronca y su tolerante, simpático desprecio, antes aún de verl de frente y cuando sólo podía distinguir sus hombros en tensión, su nuca asegurada entre rodetes negros. Esa m isma tarde, en el últim o recreo, m e l acerqué y nos dijimos los nombres.

9

¿Qué queda de esa Alicia anterior a Lucas que caminaba conm igo doce cuadras, dando y recibiendo confesiones triviales, secretos m enores, intrigas de clase? Esos regresos del liceo constituy en mi sola aproxim ación a la bonanza, l única prosperidad de m i historia. Diariamente veníamos en zigzag, en un rodeo impremeditadamente cóm plice, a fin de eludir el espionaj e familiar. En do esquinas y o tenía el derecho de ay udarla a cruzar tomándole apenas el brazo, y sólo en raras ocasiones tratábamos —con pinzas— el tema del amor, a propósito de otros. Pero si bien nos prohibíam os e...


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