CONCORDATOS Y ACUERDOS ENTRE LA SANTA SEDE Y LOS PAÍSES AMERICANOS: UNA VISIÓN GENERAL PDF

Title CONCORDATOS Y ACUERDOS ENTRE LA SANTA SEDE Y LOS PAÍSES AMERICANOS: UNA VISIÓN GENERAL
Author J. Navarro Floria
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CONCORDATOS Y ACUERDOS ENTRE LA SANTA SEDE Y LOS PAÍSES AMERICANOS: UNA VISIÓN GENERAL Por JUAN NAVARRO FLORIA Universidad Católica Argentina [email protected] Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado 22 (2010) RESUMEN: Desde el momento de su independencia, generalmen...


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CONCORDATOS Y ACUERDOS ENTRE LA SANTA SEDE Y LOS PAÍSES AMERICANOS: UNA VISIÓN GENERAL Juan G. NAVARRO FLORIA Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado

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CONCORDATOS Y ACUERDOS ENTRE LA SANTA SEDE Y LOS PAÍSES AMERICANOS: UNA VISIÓN GENERAL

Por JUAN NAVARRO FLORIA Universidad Católica Argentina [email protected] Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado 22 (2010) RESUMEN: Desde el momento de su independencia, generalmente a partir de 1810, las naciones latinoamericanas procuraron alcanzar concordatos o acuerdos con la Santa Sede. Durante el siglo XIX, el principal punto de discusión fue la pretensión de ejercer los derechos del Patronato, especialmente en la presentación de obispos. Posteriormente otros temas fueron materia de acuerdos, que se han seguido firmando con algunos países hasta fechas recientes. En este estudio se propone un panorama general y una noticia acerca de la situación de cada uno de los países americanos en esta materia. PALABRAS CLAVE: Santa Sede; América Latina; concordatos; Patronato. SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN. II. HISTORIA DE UNA RELACIÓN SINGULAR. III. LOS DISTINTOS CASOS NACIONALES. 1. Argentina. 2. Bolivia. 3. Brasil. 4. Colombia. 5. Costa Rica. 6. Chile. 7. Ecuador. 8. El Salvador. 9. Guatemala. 10. Haití. 11. Honduras. 12. Nicaragua. 13. Paraguay. 14. Perú. 15. República Dominicana. 16. Venezuela. 17. Los demás países americanos. IV. CONCLUSIONES.

CONCORDATS AND AGREEMENTS BETWEEN THE HOLY SEE AND AMERICAN COUNTRIES: AN OVERVIEW

I. INTRODUCCIÓN Ante la feliz iniciativa de la Revista IUSTEL de reunir en un número monográfico una serie de contribuciones relativas a los acuerdos firmados por la Santa Sede con países americanos, me ha parecido oportuno aportar una breve introducción que presente una mirada de conjunto, antes de los estudios singulares sobre cada uno de los países que han alcanzado estos acuerdos. Tales trabajos están dedicados a las naciones que cuentan con acuerdos o concordatos vigentes, por lo que en este introductorio se aportará alguna noticia de otros, firmados en el pasado, que por una u otra razón ya no están vigentes, o no llegaron a estarlo nunca.

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No se trata de un estudio exhaustivo ni mucho menos definitivo. Es simplemente un intento de poner en contexto estos acuerdos, aportando alguna breve explicación de su génesis y motivación a partir de la historia compartida por los países de esta vasta área geográfica. Países que tienen raíces comunes, y una situación inicial semejante, con procesos históricos y políticos en parte semejantes y en parte divergentes a partir de su constitución como tales, hace ahora exactamente doscientos años. II. HISTORIA DE UNA RELACIÓN SINGULAR La relación de la Iglesia Católica, y en particular de la Santa Sede, con América, reconoce un claro punto de inicio que es, al mismo tiempo, de extraordinaria importancia en la historia del continente. Apenas ocurrido el llamado “descubrimiento de América” por parte de España (que a su vez y al mismo tiempo acababa de constituirse como estado, a partir de la unión de las coronas de Castilla y Aragón y el fin de la Reconquista, con la toma de Granada), el Papa fue llamado a intervenir de modo decisivo en la empresa de la conquista. Como es sabido, fue el Sumo Pontífice quien debió laudar entre la Corona de Castilla y la de Portugal, delimitando los territorios a los que cada una de ellas tendría derecho en el Nuevo Mundo. Fue el propio Papa quien -en vísperas de la ruptura de la cristiandad occidental, fruto de la Reforma protestante- otorgó a los reyes de España el “derecho de propiedad y gobierno” sobre América, y al hacerlo unió de modo indisoluble los derechos sobre las nuevas tierras, con la obligación evangelizadora y, por lo tanto, de organización de las estructuras eclesiásticas en ellas. No es éste el lugar para analizar los detalles, alternativas y evolución del régimen del Patronato Indiano, y sus derivaciones y deformaciones posteriores. Baste sin embargo advertir que, al momento de producirse el derrumbe del imperio español y su fragmentación en una serie de repúblicas independientes, todas ellas se encontraron con una situación ya existente de estrechos y profundos vínculos entre el poder civil y la Iglesia Católica. Por una parte, la Iglesia Católica era la única permitida, y por lo tanto con existencia visible e institucional e implante territorial, en lo que habían sido los varios virreinatos americanos de España (y también en Brasil, aunque como es sabido su independencia fue algo posterior y siguiendo un proceso diverso, que transitó por la inicial etapa imperial que tanto marcó la identidad y evolución posteriores de este gran país). Como contrapartida, estaba arraigada la tradición de que el gobierno de la Iglesia estuviera en gran medida en manos de la autoridad civil, sea por delegaciones o atribuciones legítimamente concedidas, sea por apropiaciones abusivas de otras potestades que se habían ido consolidando en el tiempo.

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Las nuevas naciones americanas, gobernadas en los años iniciales en todos los casos por hombres formados en la teología y la filosofía católicas (entre ellos, no pocos sacerdotes que se plegaron con entusiasmo al movimiento independentista e incluso lo lideraron en diversos sitios), no se propusieron inicialmente modificar el estado de la situación. La revolución americana no fue hecha en contra de la Iglesia ni de la religión, sino que tuvo motivaciones puramente políticas y económicas (más allá de la intervención de algunos grupos, como la masonería, que tuvieron incidencia creciente en décadas posteriores a la revolución misma). Pero inmediatamente, los estados nacientes debieron afrontar las cuestiones jurídicas vinculadas a la Iglesia. En los momentos fundacionales, en general, no estuvo en duda la confesionalidad católica de las nuevas repúblicas. Todas las primeras cartas constitucionales, algunas con énfasis notable, afirmaron que la religión católica sería la religión del Estado, protegida y sostenida por éste. La “tolerancia de cultos” primero, y la libertad de culto bastante después, fueron frutos tardíos de la independencia, ya entrado el siglo XIX. Sin embargo, esa cercanía proclamada con la Iglesia, tropezó con dificultades inmediatas. La primera de ellas, la incomunicación de hecho y de derecho con Roma. Durante todo el período hispánico, la comunicación de la Santa Sede con la Iglesia en América había estado mediatizada por la Corona. La comunicación directa era imposible. Por lo tanto, la primera tarea fue tan simple como establecer alguna forma de comunicación directa entre las nuevas capitales (y la Iglesia en América) y la Corte Pontificia. Esa comunicación buscó un primer y elemental objetivo, que sin embargo demoró algunos años en alcanzarse, como fue el reconocimiento mismo de la independencia, condición necesaria para cualquier interlocución. Sin embargo, ese reconocimiento encontraba trabas insuperables en los fuertes compromisos de la Santa Sede con la Corona de España, y en general con la monarquía luego del Congreso de Viena de 1815. Al mismo tiempo, la revolución produjo un fuerte descalabro en la Iglesia en América. Mientras muchos sacerdotes y religiosos se comprometieron con la causa de la independencia, en general los pocos obispos que había en estos extensos territorios fueron más bien reacios a ella. Así, en pocos años la Iglesia quedó casi sin obispos en América: no solamente por las lógicas razones vegetativas, sino también porque muchos de ellos se exiliaron o fueron expulsados. La revolución tuvo su fecha de inicio, en general, en 1810, a raíz de la invasión napoleónica, la abdicación de los reyes Borbones y la disolución de las autoridades que gobernaban en su nombre en la península. Las autoridades criollas, formadas en las capitales y las ciudades americanas, prontamente pasaron de invocar la fantasmal autoridad de Fernando VII, a proclamar llanamente la independencia. Y a la independencia de la metrópoli, siguió un proceso de fragmentación de las estructuras

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coloniales, dando lugar a una diversidad de países independientes que reemplazaron a 1

los virreinatos previos . La independencia de las repúblicas latinoamericanas planteó un complejo dilema a la Santa Sede. El Papa Pío VII, comprometido con la Santa Alianza, expidio el 30 de enero de 1816 el breve Etsi longissimo, exhortando a volver a la obediencia al rey de España, que no produjo sin embargo ningún efecto en el movimiento independentista. Todavía en septiembre de 1824, a pesar de haberse ya afirmado el éxito de la revolución en casi toda América, el Papa León XII produjo una nueva encíclica (Etsi iam diu) en el mismo sentido. Recién el papa Gregorio XVI, a partir de 1831, manifestó que no podía desconocerse la situación de hecho, y comenzó a reconocer formalmente la 2

independencia de las naciones americanas . El interés de las nuevas repúblicas en establecer un vínculo con la Santa Sede estaba dado por una parte por la búsqueda de legitimar su independencia mediante un reconocimiento por parte del Papa, relevante para naciones casi íntegramente católicas. Pero también, por el deseo de organizar estructuras eclesiásticas adecuadas a los nuevos límites políticos, lo que suponía en muchos casos la creación o nueva delimitación de diócesis. Las estructuras eclesiásticas no eran ajenas a las estructuras del Estado mismo, y su adecuada conformación era necesaria para cuestiones tan importantes como el registro de los nacimientos, la celebración de los matrimonios o la atención de causas judiciales. Pero fundamentalmente, existía el deseo de legitimar los derechos del Patronato que se entendía heredado de la Corona española, aunque no sin dudas y vacilaciones, como veremos. Por su parte, la Santa Sede, más allá de sus compromisos con los reyes de España y con la Santa Alianza, estaba urgida por conjurar un peligro cierto: el establecimiento de iglesias nacionales, desvinculadas de Roma y atadas a los nuevos gobiernos; además de la necesidad que hoy llamaríamos “pastoral” de reconstruir las jerarquías diezmadas o arrasadas por la revolución. La cuestión del Patronato se convirtió entonces, y prácticamente durante todo el siglo XIX, en el eje central de las discusiones. La duda inicial, planteada en casi todas las nuevas capitales, fue saber si los derechos del Patronato (e incluso sus derivaciones y 1

Los antiguos virreinatos también se dividieron. Así, el de Nueva Granada dio lugar a Ecuador, Colombia, Venezuela, y más tarde Panamá. El del Río de la Plata se fragmentó en las Provincias Unidas (que durante algunas décadas estuvieron más bien desunidas y en guerra civil, hasta dar lugar a la actual República Argentina), Paraguay, Uruguay y Bolivia (que tomó también parte del antiguo virreinato del Perú). La Capitanía General de Chile siguió un rumbo independiente, mientras que la de Guatemala se fragmentó en cinco países pequeños: Guatemala, Costa Rica, El Salvador, Nicaragua y Honduras. El dominio español se prolongó más tiempo en algunas islas del Caribe, principalmente Cuba (que alcanzó su independencia de España, y su dependencia práctica de los Estados Unidos, recién en 1898). 2

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Nueva Granada (Colombia) en 1835, México en 1836, Ecuador en 1838, Chile en 1840.

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exageraciones) habían sido exclusivos de los reyes de España y por lo tanto se habían extinguido con la independencia (reasumiendo Roma las facultades que hubiera otorgado a los monarcas desde el comienzo de la conquista); o bien si tales derechos correspondían por derecho propio a la soberanía y, por lo tanto, podían ser legítimamente ejercidos por los gobiernos patrios sin necesidad de concesión pontifica específica. Ambas posturas encontraron tenaces defensores (y entre los que sostenían las posturas más regalistas e intervencionistas del poder civil en la vida interna de la Iglesia, no faltaban clérigos). Si hubiera que establecer una línea media, podría acaso decirse que en general la postura decantó por reivindicar como derecho propio de los gobiernos el ejercicio de los derechos del patronato, y al mismo tiempo el propósito de buscar un concordato con la Santa Sede que despejara dudas y terminara de legitimar ese ejercicio. La subsistencia (o no) de los derechos del Patronato tenía importancia en diversos temas de la relación de la Iglesia con los estados, e incluso de la vida y organización interna de aquella, pero sin duda el punto álgido era el referido a la nominación de 3

obispos . La solución de este problema constituyó un importante dolor de cabeza para Roma, y en definitiva obligó a buscar vías de acuerdo. Por parte de la Iglesia, quien siempre sostuvo que el Patronato había sido una concesión personal a los reyes y que por lo tanto se había extinguido con la independencia, las dificultades para conceder ese derecho a los gobiernos republicanos, y aún para la firma misma de concordatos, fueron varias. En primer lugar, la poca simpatía por la forma republicana misma. Luego, y más relevante, la creciente admisión de la tolerancia o directamente libertad de cultos, incompatible con las pretensiones católicas de la época: era condición para la firma de concordatos, la confesionalidad absoluta del Estado, la adhesión a la Iglesia Católica y el compromiso de evitar la presencia de otras expresiones religiosas en el territorio. A poco de andar, se fueron sumando otros inconvenientes: ante todo, las expropiaciones o, mejor dicho, directas confiscaciones de bienes eclesiásticos (“desamortizaciones”), a veces y cada vez más por razones ideológicas, y otras veces por simple necesidad económica. Luego, en la segunda mitad del siglo XIX y especialmente en las últimas décadas, la feroz ofensiva liberal (triunfante en muchos países), con la laicización de la educación, el matrimonio, el registro civil, los cementerios y los feriados (entre otras acciones repetidas en todo el continente) terminó de dificultar en grado sumo la vía concordataria, y en muchos casos de convertir en letra muerta concordatos solemnemente firmados y ratificados, pero que

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Un completo estudio de este tema, en INGOGLIA, Antonio, La partecipazione dello Statu alla nomina del vescovi nei paesi hispano-americani, G.Giappichelli Editore, Torino, 2001.

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fueron denunciados por los gobiernos liberales, o bien directamente violados y pasados al olvido. Claro que, en los casos en que el péndulo de la historia hizo que llegasen al Gobierno y

eventualmente

lograsen

cierta

permanencia

expresiones

políticas

de

cuño

conservador, el Concordato pudo ser también la vía idónea para reparar los daños causados por aquella ofensiva liberal, restituyendo a la Iglesia propiedades o derechos. Es interesante notar que el Concilio Plenario Latinoamericano, que reunió en Roma en 1899 a la mayoría de los obispos latinoamericanos, no hace en sus documentos finales mención expresa a los concordatos. Aunque sí manifiesta el anhelo de “concordia 4

entre ambas potestades” (Estado y Santa Sede ), y “cierta alianza bien ordenada” entre ellas (nº 90). El Concilio Plenario dedica una extensa consideración a las relaciones con los estados, reafirmando los derechos del Papa y de la Iglesia y condenando las prácticas y doctrinas habituales en América Latina por parte de muchos estados, como la 5

negación a la religión del auxilio de las leyes (nº 82), “el indiferentismo civil” , la pretensión de exigir el exequátur a las disposiciones eclesiásticas (nº 91), la pretensión 6

de la potestad civil de tener per se el derecho a presentar a los Obispos o de “imponer gravámenes a las iglesias y a los clérigos, sin consultar con la Santa Sede” (nº 92), el impedimento a la comunicación con la Santa Sede (nº 93), la pretensión del Estado de dirigir las escuelas y aún los seminarios (nº 94) o de inmiscuirse en las comunidades religiosas (95), concluyendo por condenar a “cuantos afirman que la Iglesia ha de ser 7

independiente del Estado, y el Estado de la Iglesia” (nº 96) . Ya en el siglo XX, pasadas las borrascas del fin de siglo anterior, y calmados los ánimos, en algunos países comenzó a recorrerse nuevamente la vía concordataria. En ocasiones, mediante la firma de acuerdos sobre temas específicos y puntuales (como la creación de vicariatos castrenses, o las misiones entre los indígenas). En otros casos más raros, se alcanzaron, o renovaron, concordatos más amplios. Luego del Concilio Vaticano II, se registran acuerdos tendientes a superar los desencuentros del siglo

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Actas y Decretos del Concilio Plenario de la América Latina, Título I, Cap.VIII, nº 70 (edición facsímil hecha por la Librería Editice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1999). 5

“La locura más extraña y una maquinación de pésimo género contra los intereses del mismo Estado. El no proteger la religión públicamente, y en el arreglo y manejo de los negocios del Estado desentenderse de Dios como si no existiera, es una temeridad inaudita aún entre los paganos” (nº 83). 6 7

Lo que obviamente no excluye que pueda tenerla por concesión papal.

Un entero capítulo de las actas del Concilio, está dedicado a la condena del ateísmo, el materialismo, el panteismo, el racionalismo, el naturalismo, el positivismo, el liberalismo, el indiferentismo, el protestantismo (del que “han emanado todos los errores político-sociales que perturban a las naciones”), el anarquismo y otros “errores”. Sendos capítulos están dedicados al análisis y condena de las supersticiones (en particular el espiritismo) y de “la secta Masónica”

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anterior y dar a la Iglesia un marco jurídico apropiado a los nuevos tiempos . La herramienta concordataria, que parecía en decadencia, ha conservado o recuperado sin embargo su vitalidad, y hasta el día presente sigue siendo utilizada en la región. Claro que con contenidos bien diversos a los que tuvieron los acuerdos firmados un siglo y medio atrás, invocando ahora la libertad religiosa como derecho fundamental con el que también la Iglesia Católica se ha reconciliado. En suma, y a partir del primer concordato firmado en 1851 con Bolivia, podemos rastrear una interesante evolución: a) un primer grupo de concordatos firmados durante el pontificado de Pio IX (el primer papa que conoció y pisó el territorio americano, bien que antes de llegar al 9

solio pontificio ) responden al modelo de estado confesional y tocan una amplia variedad de temas, entre los que se incluyen la provisión de cargos eclesiásticos, el sostenimiento económico de la Iglesia y sus propiedades, la libre comunicación con los fieles, y en muchos casos temas de educación, matrimonio, y otros. Se contabilizan aquí los firmados con Costa Rica (1852), Guatemala (1852), Honduras (1860), Nicaragua (1861), El Salvador (1862), Venezuela (1862), Ecuador (1862 y 1865) y con particularidades diversas Haití (1860 y 1862). De esta época e...


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