EL CASO DE LA MONARQUÍA HISPÁNA: REVOLUCIÓN Y DESINTEGRACIÓN. XAVIER GUERRA. PDF

Title EL CASO DE LA MONARQUÍA HISPÁNA: REVOLUCIÓN Y DESINTEGRACIÓN. XAVIER GUERRA.
Course Historia Americana - Crísis y organización (1810 - 1930)
Institution Universidad Nacional de Río Cuarto
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EL CASO DE LA MONARQUÍA HISPÁNA: REVOLUCIÓN Y DESINTEGRACIÓN. XAVIER GUERRA....


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EL CASO DE LA MONARQUÍA HISPÁNA: REVOLUCIÓN Y DESINTEGRACIÓN. XAVIER GUERRA. En 1808 se abre en el mundo hispánico un proceso revolucionarios que va a modificar tanto sus estructuras como sus referencias políticas. Esa construcción política multisecular que es la Monarquía hispánica se desintegra en múltiples Estados independientes, uno de los cuales es la España actual. Tanto la España europea como la América hispánica adoptan ese conjunto de ideas, principios, imaginarios, valores y prácticas que caracterizan la modernidad política. Hablamos de revolución en plural porque: por un lado, la imbricación constante y la mutua casualidad entre los acontecimientos españoles y los americanos y, por otro, la concordancia de las coyunturas políticas en regiones diferentes por su estructura económica y social. Todo nos lleva a una revolución única que comienza con la gran crisis de la monarquía provocada por las abdicaciones de 1808 y acaba con la consumación de las independencias americanas. Una crisis global que afecta primero al centro de los imperios, replantea después su estructura política global y acaba por provocar su desintegración. El proceso revolucionario tiene dos caras: la primera es la ruptura con el antiguo régimen, el tránsito a la modernidad; la segunda, la desintegración de ese conjunto político que era la monarquía hispánica, es decir, las revoluciones de independencia. Estas corresponden a dos fases cronológicas. En la primera, que va de 1808 a 1810, predomina el gran debate sobre la nación, la representación y la igualdad política entre España y América; la reunión de la corte de Cádiz y la proclamación de la soberanía nacional abre el camino a la destrucción del antiguo régimen. En la segunda, a partir de 1810, predomina la fragmentación de la monarquía: las “revoluciones de independencia”. Las regiones y los grupos que reconocen a las cortes y al gobierno central siguen participando, a principio de la década de 1820, en los avatares del liberalismo peninsular. Las regiones y grupos insurgentes en lucha contra las autoridades peninsulares y contra los americanos lealistas no dejan de participar indirectamente de las evoluciones del conjunto político del que se están separando; de ahí que muchas disposiciones de la constitución de Cádiz y sus prácticas electorales, ejerzan una gran influencia en las de los nuevos países. NIVELES DE ANALISIS. El proceso revolucionario puede analizarse en tres niveles diferentes. Un primer nivel es el de las causas, con la distinción entre causas lejanas y causas próximas. Las primeras remiten a las estructuras y las segundas a las coyunturas. El tercer nivel es el de los resultados, el del análisis de la situación final a la que condujo el proceso. Un segundo nivel discutido es el desarrollo del proceso, su dinámica propia. El cual es de naturaleza dinámica; reina el movimiento, la acción, el encadenamiento de los acontecimientos; aprehender la lógica de los personajes, la sucesión de las escenas, los nudos del guion... Es indispensable estudiar el proceso revolucionario en sí, no como un entreacto entre dos estados conocidos, sino como el centro mismo de la investigación histórica. Así se puede llegar a la inteligibilidad global, ya que en él se revelan los actores sociales y políticos, sus referencias culturales, la estructura y las reglas del campo político, lo que está en juego en cada momento y los debates que esto provoca. Todo ello en un continuo cambio de situaciones y momentos que el proceso mismo va generando por las decisiones, en gran parte aleatorias, de los múltiples actores que intervienen en él. Es entonces cuando se revelan las estructuras profundas: las políticas, las mentales, las sociales, las económicas. También entonces aparecen los resultados finales como: la consecuencia de una combinación compleja de actores múltiples que actúan según sus lógicas específicas en el marco de estructuras más profundas. De no ser así, las interpretaciones de los procesos revolucionarios caen en explicaciones teológicas que construyen el pasado en función del punto de llegada. Se llegan a olvidar realidades esenciales y evidente: Se deja de la lado la existencia de ese único conjunto político que era la monarquía hispánica que precede a la pluralidad de estados independientes, puesto que las historias “nacionales” son fragmentarias- las razones y la manera como se desintegro este conjunto político. Por otra parte, no se considera el carácter simultáneo que tiene en el mundo hispánico la adopción de los principios de la modernidad política: el paso del antiguo al nuevo régimen. Estas carencias se explican por varios factores: el primero, la marginalización hasta hace poco de la historia política, paralelamente al auge de estudios de carácter socioeconómico, centrados en las estructuras. Sin historia política es imposible entender un proceso revolucionario. Buena parte de las interpretaciones de las revoluciones de independencia se forjaron en pleno S XIX. Eran tiempos de liberalismo combatiente, en el que los nuevos países hispanoamericanos estaban en la difícil construcción de lo que aparecía como el modelo político ideal: un Estadonación fundado sobre la soberanía del pueblo y dotado de un régimen representativo. La necesidad de legitimar dicho modelo político hizo que estas interpretaciones se caracterizaran por dos rasgos. El primero consistía en presentar el proceso revolucionario como la consecuencia casi natural de fenómenos de “larga duración”; el segundo, en considerar que la época y modo en que se produjeron no podían ser distintos de los que fueron. Es decir que la aspiración a la emancipación nacional y el rechazo del despotismo español fueron las causas principales de la independencia. De ahí surgen dos premisas en las historias patrias e incluso en las interpretaciones de historiadores profesionales actuales: por un lado, la existencia de naciones a finales de la época colonial; por el otro, el contraste entre la modernidad política de América y el arcaísmo político de la España peninsular. Los problemas que plantea la visión teológica del proceso revolucionario la hace insostenible. Algunos conciernen al S XIX: la fragmentación territorial; el contraste entre la modernidad legal y el tradicionalismo de los imaginarios y comportamientos de la mayor parte de la sociedad, e incluso de las elites; la dificultad de fundar, desaparecida la legitimidad del rey, la obligación política en ese ente abstracto que es la nación moderna.

Otro problema lo tiene el mismo proceso revolucionario. El más importante es el que elimina del campo de investigación todo lo que no está conforme con el modelo de interpretación. Desaparece del campo histórico lo que, en los movimientos de independencia, remite a un tradicionalismo social y, por otra, toda la primera fase del proceso revolucionarios, todas las fuentes muestran la lealtad de la mayoría de los americanos hacia el rey y hacia la España resistente y el papel motor que desempeña la península en el cambio ideológico, en la elaboración y difusión de la versión particular de la modernidad que es el liberalismo hispánico. Resulta necesario partir de lo que las fuentes nos muestran: que la crisis revolucionaria no es solo totalmente inesperada, sino también inédita y que es su propia dinámica la que provoca no solo el cambio ideológico, sino también la desintegración de la monarquía. Los mismos actores lo confiesan antes de que triunfe la interpretación canónica de las historias patrias. Bolivar en 1815: “la América no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli, como sucedió, por el efecto de las ilegitimas cesiones de Bayona”; y en cuanto a la modernidad política: “los americanos han subido de repente y sin los conocimiento previos, y sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, etc”: UNA CRISIS INESPERADA E INÉDITA. La abdicación de bayona fue la que abrió la gran crisis de la monarquía y el comienzo de todo el proceso revolucionario. La abdicación forzaba no solo al rey Fernando VII, sino a todos los miembros de la familia real y la transferencia de la corona a Napoleón y luego a su hermano José representan un acontecimiento singular no solo en la historia de España, sino en la de las monarquías europeas. Se produce un cambio de dinastía en una guerra civil, se trata de un acto de fuerza sobre un aliado, es decir, sobre una traición, grave que afecta a un rey cuyo acceso al trono unos meses antes había sido acogido en ambos continentes con la esperanza de una regeneración de la monarquía. La monarquía se ve privada de lo que era hasta entonces no solo su autoridad suprema, sino el centro de todos los vínculos políticos. Es esa acefalía repentina la que explica el carácter cataclismo de la crisis de la monarquía hispánica, que contrasta con lo que sucede en el imperio portugués. Donde, la instalación del rey y de la corte en Rio de Janeiro para escapar de la invasión militar francesa evita la acefalia política; esta decisión creara otros problemas que acabaran llevando a la independencia del Brasil, pero ese presencia regia en América evita el vacío de legitimidad y la desintegración territorial que se dará en la monarquía española. Que la corte española no se trasladara a América fue lo que produjo el motín de Aranjuez que provoco la caída y la abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando VII. En la España peninsular el actor principal fue el pueblo de las ciudades, dirigido por una porción de las elites urbanas el que impuso a las autoridades establecidas el rechazo del nuevo monarca, la proclamación de la fidelidad a Fernando VII y la formación de juntas insurreccionales encargadas de gobernar en su nombre y luchar contra el invasor. Lo mismo sucede en América cuando van llegando las noticias de la península: rechazo al invasor, explosión del patriotismo español, solidaridad con los patriotas españoles, etc. Hubo tentativas de formación de juntas que no llegaron a formalizarse. Aquí, también, los principales actores fueron las elites y el pueblo de las ciudades capitales, pero, a diferencia de la península los patriciados urbanos desempeñaron el papel principal y dirigieron o controlaron siempre las manifestaciones del pueblo. Las semejanzas entre España y América son considerables en lo que respecta a los actores, como en lo referente a la manera de pensar o de imaginar la monarquía. Entre las semejanzas más evidentes está el lenguaje empleado y los valores que expresan. Rechazan al invasor apelando a la fidelidad del rey; a los vínculos recíprocos entre él y sus “pueblos”; a la defensa de la religión, de la patria y de sus “usos y costumbres”. Significativo para comprender como se concibe el vínculo político es el uso universal de palabras como vasallos o vasallaje, señor o señoraje: todas remiten a una relación personal y reciproca con el rey que se puede calificar de pactista o contractual. Esta relación tiene una doble dimensión, personal y corporativa, el juramento de fidelidad compromete personalmente a sus miembros. Surge la obligación para sus vasallos de asistirlo con su acción, sus bienes e incluso su vida. La obligación política aparece fundada en un compromiso personal hacia una persona concreta, formalizado por el juramento. De ahí la importancia que tendrán durante la época revolucionaria los múltiples juramentos que se prestaran a las sucesivas autoridades que suplen la ausencia del rey: a la junta central, al congreso de regencia, a las cortes, a la constitución después; ya que no se trata solo de eliminar una figura simbólica, sino de romper un juramento que compromete a cada individuo. De ahí la dificultad de pasar de la fidelidad a una persona singular a la lealtad hacia una entidad abstracta, ya sea la constitución o la nación. A la nación española se la compara con un cuerpo, con miembros diferentes pero con una sola cabeza, el rey. Es también una comunidad producto de la historia, con sus leyes, sus costumbres, su religión y su rey, señor natural del reino; pero también un pueblo cristiano que es objeto de una especial providencia divina. Una de las características de la reacción patriótica fue no solo su carácter espontaneo, sino también la manera dispersa en que se produjo. Cada ciudad, cada pueblo, tuvo que reaccionar solo sin saber cómo iban a reaccionar los demás. Los habitantes de la monarquía se descubren “nación” por esta unidad de sentimientos y de voluntades. Estos sentimientos y estas voluntades se mueven aun en un registro muy tradicional, pero son elementos que conducen a una concepción moderna de la nación concebida como asociación voluntaria de individuos iguales, es decir, la que había hecho triunfar a la revolución francesa. En España, ese será uno de los argumentos utilizados por

los revolucionarios tanto para instaurar la igualdad de los ciudadanos, como para remplazar las pertenencias a los antiguos reinos por la única pertenencia a una unitaria “nación española”. Los mismos hechos acabaran de mostrar que eran estos los actores políticos del levantamiento. Los americanos añaden a esta visión plural y preborbonica de la monarquía una visión dual de ella, puesto que agrupan a los reino de los dos continentes en dos unidades: “los dos mundos de Fernando VII”, el europeo y el americano, que forman la nación española. Este es el marco que permite comprender la independencia de la que se habla en América, antes de que lleguen las noticias de los levantamientos peninsulares. DEL ABSOLUTISMO A LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA. La consecuencia más inmediata de las abdicaciones reales fue el hundimiento del absolutismo, tanto en la práctica como en la teoría. En la práctica, ya que las juntas peninsulares se constituyeron contra las autoridades del Estado absolutista, que estaban aceptando el nuevo orden. Fuera cuales fueran los artilugios jurídicos que los patriotas emplearon para fundar el rechazo de las autoridades constituidas, las juntas eran poderes de facto, sin ningún precedente legal y poderes revolucionarios, fundados en la insurrección popular y en total ruptura con la practica absolutista de un poder venido de arriba que se ejercía sobre una sociedad supuestamente pasiva. El hundimiento del absolutismo fue también teórico, ya que ninguna de sus variantes ofrecía base para rechazar la transferencia de la soberanía a otro monarca ni para fundar la legitimidad de las juntas insurreccionales. Con terminologías diversas y muchas veces confusas, todos apelaron a una relación pactista o contractual entre el rey y la sociedad. Se afirma en todo tipo de discurso que sus vínculos recíprocos no podían ser rotos unilateralmente y que, si el rey faltaba, la soberanía volvía a la nación, al reino, a los pueblos, etc. La soberanía recayó repentinamente en la sociedad. Para la mayoría no se trataba todavía de algo provisional en espera del retorno del soberano y habría que esperar la reunión de las Cortes en 1810 para que fuera proclamada solemnemente la soberanía de la nación. Pero, visto en la “larga duración”, el absolutismo dejo de existir en todo el mundo hispánico desde la primera época de los levantamientos. Sus posteriores restauraciones serán episodios residuales que se sitúan en la lógica moderna del enfrentamiento de grupos con bases ideológicas. La constitución de un gobierno libre a la que aspiro a finales del S XVIII una parte de las elites, decepcionadas por el costo político del “despotismo ilustrado” e influenciadas por el ejemplo inglés y por la Rev. Francesa, se abría así de golpe. ¿La monarquía hispánica era unitaria o plural? En España era unitaria, los revolucionarios peninsulares acabaron el proceso de unificación política que los Borbones habían comenzado con los decretos de Nueva Planta que suprimieron, después de la guerra de sucesión de España, las instituciones políticas propias de los reinos de la corona de Aragón. En América la monarquía era claramente plural, en una doble dimensión: una tradicional (un conjunto de pueblos) y otra más reciente y dualista, que la veía como formada por un pilar europeo y otro americano. En este sentido, América era el último reducto de la antigua estructura plural de la monarquía. Detrás de las dos concepciones opuestas se escondía otro problema privativo de América: el de su estatuto político, y su coronario: la igualdad política con la península. Se trataba de un problema antiguo en la medida en que las indias habían sido definidas desde la época de la conquista como unos reinos más de la Corona de Castilla. Era también un problema reciente en la medida en que desde mediados del S XVII las elites ilustradas peninsulares tendían a considerar a los reinos de indias no como reinos y provincias de ultramar, sino como colonias, es decir, como territorios que no existen más que para el beneficio económico de su metrópoli y carente de derechos políticos propios. Esta nueva visión implicaba que América no dependía del rey, como los otros reinos, sino de una metrópoli, la España peninsular. Otro problema era la rivalidad entre criollos y peninsulares para el acceso a cargos administrativos. Con el hundimiento del absolutismo y la reversión de la soberanía a la nación la igualdad política entre España y América deja de ser un problema en parte teórico para llevarse a cuestiones muy prácticas e inmediatas, consecuencia de la instauración de una lógica de la representación. El debate sobre la igualdad política entre los dos continentes va a concretarse en dos problemas surgidos del renacer de la representación y que van a ser las causas primordiales de la ruptura: el derecho para los americanos de constituir sus propias juntas y la igualdad de representación en los poderes centrales de la monarquía: en la junta central primero, en las cortes después. Como el imaginario político era igual a los dos lados del Atlántico, también fue igual el reflejo de llenar el vacío dejado por el rey mediante la constitución de poderes fundados en el pueblo. Sin embargo, esto no tuvo éxito en América. En cuanto se supo que la metrópoli resistía al invasor, los americanos dieron prioridad a la ayuda que podían prestarle para la guerra. Los americanos acabaron reconociendo a la junta de Sevilla, que fingía ser el gobierno legítimo de toda la monarquía para evitar la formación de juntas en América. En 1810 propiciara la formación de juntas en América. Solo nueva España se lanzó a reunir juntas preparatorias para la reunión de un congreso o junta general durante el verano de 1808; solo el golpe de estado de los peninsulares dirigido por Yermo, que tuvo lugar en septiembre, puso fin a este proceso. Las tentativas para formar estas juntas serán permanentes. Unas no pasaron de conjuraciones abortadas; otras, después de un éxito inicial, fueron reprimidas por las autoridades reales como si se tratara de vasallos rebelados contra el rey. El impulso de estos acontecimientos se transmitió a todas las regiones de América. En todas partes se fragua un rencor creciente ante esta negación práctica de la igualdad de derechos. Al argumento de los “300 años de despotismo”, tan utilizado por los revolucionarios españoles para caracterizar al periodo durante el cual desaparecieron las libertades castellanas, se superpone entre otros: el de las autoridades

regias de América, que no solo se fundan en la legitimidad “popular”, sino que persiguen a los americanos que quieren usar sus derechos. En el vocabulario utilizado por los americanos la palabra mandones designa a las autoridades que no han sido reconstruidas, o remozadas por una inmersión en la fuente de la nueva legitimidad. El problema de la representación estaba en la base misma del proceso revolucionario. En España, en la primera época de los levantamientos, se consideró que las juntas eran una forma improvisada de representación popular. Pero esta solución era precaria, ya que faltaba un gobierno central dotado de una legitimidad indiscutible. La solución fue la formación de una “junta central gubernativa del reino”, formada por dos delegados de cada una de las juntas de las ciudades capitales de reino o provincia. A esta forma embrionaria de representación nacional fueron invitados los americanos por la real orden del 22 de enero de 1809. Contribuyo a hacer de la igualdad de representación uno de los campos en que en adelante se expresarían los agravios ameri...


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