El Delfin Alvaro Solomb Becerra PDF

Title El Delfin Alvaro Solomb Becerra
Author YERIS RUBIANO
Course Proyecto de vida
Institution Corporación Universitaria Minuto de Dios
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El Delfín

Álvaro Salom Becerra

Aquel día, cuyo recuerdo no se ha borrado ni podrá borrarse de la memoria de quienes lo vivieron, fue extraordinario desde el principio hasta el fin. La luna y las estrellas resolvieron prolongar sus funciones de vigilantes nocturnos hasta bien avanzada la mañana para no perder ningún detalle del sensacional suceso. Y el sol que, a la manera de un rubicundo polizonte alemán, venía paseándose por las calles de Bogotá, de seis á seis, desde tiempos inmemoriales, decidió anticipar su salida del cuartel y postergar su regreso a este en previsión de posibles desórdenes. Las nubes permanecieron arremolinadas todo el día sobre la casa que iba a servir de teatro al acontecimiento y cuando se produjo derramaron lágrimas de felicidad. Los cerros de Monserrate y Guadalupe, corresponsales de la cordillera de los Andes, se empinaron sobre el Paseo Bolívar para observar mejor y transmitir al Continente, con mayor exactitud, las incidencias del acto. Y el río San Francisco, que aún no había sido sepultado en la bóveda de la Avenida Jiménez de Quesada, disminuyó la velocidad de su corriente para apreciar con más detenimiento todos los pormenores del hecho, pues quería referirlos fielmente a los otros ríos del país que, a su vez, se en cargarían de llevar la noticia a los mares del mundo. De estos increíbles fenómenos fueron testigos todos los bogotanos. Varios abogados, algunos políticos y periodistas y numerosas mujeres y niños, es decir, personas dignas de la más absoluta credibilidad, declararon haberlos visto. Los historiadores, ante la insospechable veracidad de esos testimonios, optaron por incorporarlos a las crónicas de la ciudad. Y ni el más enconado enemigo del doctor Arzayús ni el más escéptico de sus conciudadanos se atreve hoy a negar los actos contra natura ejecutados para satisfacer su curiosidad y contribuir al esplendor del espectáculo por el sol, la luna y las estrellas, las nubes, los cerros y el río en aquel día inolvidable. Los prodigios no pararon ahí. La tensa expectativa del acontecimiento paralizó todas las actividades lo que determinó la ocurrencia de una serie de hechos negativos que los fanáticos partidarios del sector Arzayús interpretaron como otros tantos milagros. Así, por ejemplo, en esas veinticuatro horas nadie dijo una mentira. De la boca de ningún bogotano salieron las consabidas fórmulas: “¡Mucho gusto de verte”’, “¡Dichosos los ojos que te ven!”, “¡Estoy muerto de la pena contigo!” y “Por allá te caigo sin falta!” Ningún paciente murió a manos de su médico y ninguna viuda quedó en la ruina por obra de su abogado. Ningún ciudadano inocente fue condenado y ningún malhechor absuelto por la justicia. Aunque posteriormente se comprobó que las inexplicables omisiones de médicos, abogados y jueces habían obedecido al hecho de que en ese día los hospitales no habían abierto sus puertas y los Juzgados habían cerrados las suyas, los apasionados admiradores del doctor Arzayús sostienen todavía que aquellas fueron señales de lo alto. Algunos, los menos intransigentes, aceptan como cosas lógicamente posibles aunque extrañas que nadie hubiera sido asesinado científicamente, que ninguna viuda hubiera sido legalmente despojada de sus bienes y que no se hubiera administrado justicia en la forma tradicional. Pero afirman que la circunstancia inverosímil de que los bogotanos se hubieran abstenido de decirse mentiras unos a otros durante veinticuatro horas, es un imposible metafísico, uno de aquellos hechos sobrenaturales que suelen anteceder a los grandes acontecimientos históricos. La ciudad fue prematuramente despertada por un intenso repicar de campañas. Según lo acordado en la mesa redonda de sacristanes realizada el día anterior en el Palacio Arzobispal, el sacro-romano escándalo con que la Iglesia anunciaría el suceso comenzaría en la Catedral, continuaría en la Capilla del Sagrario, seguiría en San Ignacio, se extendería después a Santa Clara, se prolongaría a La Concepción y terminaría en San Francisco. A las cinco en punto de la mañana el sacristán de la Catedral, quien había pernoctado en el campanario como de costumbre, comenzó a halar las cuerdas con vigoroso entusiasmo y con no menor brío empezó a hacer lo propio el de la Capilla del Sagrario, a quien replicó, inmediata y enérgicamente el de San Ignacio. A las cinco y diez minutos las campanas de Santa Clara, La Concepción y San Francisco pregonaban con metálicos ayes el inmisericorde castigo a que estaban siendo sometidas. 2

Simultáneamente los barrios de Egipto, Belén, San Cristóbal, Las Cruces, San Agustín, Santa Bárbara, San Victorino, Las Aguas y Las Nieves se trabaron en una estruendosa batalla con los centenares de cohetes, directamente importados de Pacho y generosamente repartidos dos días antes a los Presidentes de los respectivos Comités por el Directorio Municipal del partido y que, disparados desde los cuatro puntos cardinales, convergían sobre el escenario del acontecimiento formando una pirámide de fuego. En acatamiento a lo dispuesto por la Resolución número 67, unánimemente aprobada por la Junta Protectora de Animales, de la que el doctor Arzayús era Presidente Honorario, todos los seres irracionales residentes en la ciudad: perros, gatos, caballos, burros y gallinas, aullaron, maullaron, relincharon, rebuznaron y cacarearon al unísono durante media hora para asociarse al alborozo colectivo. Los seres aparentemente racionales: revendedoras de la Plaza Grande, “aguadoras” del Chorro de Padilla, “cargueros” de la Plazuela de Las Nieves, limpiabotas del Par-que de Santander y aurigas de la Estación de la Sabana, abandonaron sus “puestos”, múcuras, parihuelas, cajones y coches, respectivamente, se apostaron en lugares adyacentes a la casa convertida ese día en centro de la atención ciudadana y cumplieron el juramento de no injuriar, herir ni matar a nadie, “para que todo saliera bien”. Y este fue otro de los hechos portentosos de aquel día, elevado a la categoría de milagro por los áulicos del doctor Arzayús. Los tres poderes del Estado no podían estar ausentes del glorioso episodio. El señor Presidente de la República, Íntimo amigo y compadre del doctor Arzayús, envió a la casa de este a los Ministros de Relaciones Exteriores y de Instrucción Pública para que siguieren de cerca el curso de los acontecimientos y lo tuvieran informado. El Honorable Senado de la República y fas demás corporaciones legislativas y judiciales que, suministrando una explicación no pedida anteponen ese calificativo a sus nombres, designaron comisiones con idéntico objeto. El Ministro de Guerra ordenó que inmediatamente después de que se produjera el hecho tan ansiosamente esperado fueran disparados veintiún cañonazos y bandas militares recorrieron la ciudad desde los cuarteles de San Agustín hasta San Diego. A las ocho de la mañana los peones de la hacienda “El Eucalipto”, de propiedad del doctor Arzayús, hicieron su entrada por la Avenida Colón al galope tendido de sus caballos. Lanzando al aire sus corroscas y dando alaridos de júbilo avanzaron hasta la Segunda Calle de Florián y se situaron frente a la casa de su patrón. Allí estaban ya reunidos los empleados y obreros de la “Compañía Interamericana de Tabaco” y de la “Cervecería Baviera” también pertenecientes a aquel. Los amigos y copartidarios del gran hombre, sus empleados, obreros y peones y los indefectibles curiosos formaban a las nueve de la mañana una inmensa muchedumbre que cubría las tres Calles de Florián y buena parte de la Plaza de Bolívar. La heterogeneidad de las prendas indicaba que allí estaban representadas todas las clases sociales pues se veían cubiletes y sombreros de jipijapa, medias calabazas y cachuchas, sacolevas y ruanas, trajes de paño inglés y de manta, zapatos italianos y alpargatas boyacenses. Una creciente ansiedad se reflejaba en todos los rostros. Unos preguntaban a otros: “¿Ya?” Y los interrogados respondían: “Todavía no pero ya casi”. La pólvora seguía estallando intermitentemente y el frenético alboroto de las campanas habla languidecido por culpa del cansancio de los sacristanes. La luna y las estrellas continuaban impávidas en sus puestos de observación. El sol ante la inminencia del suceso permanecía inmóvil sobre la casa del doctor Arzayús para evitar que pudiera escapársele algo de lo que ocurría dentro. Los cerros de Monserrate y Guadalupe, a fuerza de empinarse, habían alcanzado la altura del Soratá y el Aconcagua y proseguían transmitiendo a toda América, en cadena de montañas, los detalles del histórico acto. El paso del río San Francisco era tan lento que muchas personas creyeron firmemente que sus aguas se habían congelado como por arte de encantamiento. La paciencia de la gente se había agotado totalmente a las doce del día. La espera en realidad no había sido de varias horas sino de muchas semanas, ya que “El Incondicional”, el más importante periódico de la época, había dado la primicia nueve meses antes: “Tenemos el agrado de informar a nuestros lectores que la señora Catalina Seispalacios de Arzayús, esclarecida dama de la alta sociedad bogotana, esposa del eminente político, industrial, ganadero y abogado doctor Clímaco Arzayús, ex-Ministro de Estado, varias veces candidato a la Presidencia y actual Senador 3

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de la República, ha quedado encinta nuevamente. Formulamos los más sinceros votos por que el embarazo evolucione y culmine felizmente y presentamos nuestras respetuosas congratulaciones a esta ilustre pareja que trabaja día y noche por el engrandecimiento del país”. Por fin, a la una de la tarde, cuando ya la multitud comenzaba a perder la esperanza de que el acontecimiento se produjera, aparecieron dos hombres en el balcón de la casa. El uno en mangas de camisa, jadeante, despeinado, sudoroso, con un fonendoscopio colgado al cuello, era el doctor Nacianceno Terán, médico obstetra como su nombre y aspecto indicaban. El otro, sonriente, eufórico, con aire de triunfo, era Aristóbulo Aldana (Aldanita), muy popular en la ciudad por las múltiples actividades que ejecutaba al servicio del doctor Arzayús, ya que era su secretario y su teniente político, su ayuda de cámara y su guardaespaldas; actuaba como espía suyo en las empresas de su propiedad y como oficial de enlace entre el conspicuo estadista y las damas que este se dignaba abrumar con el peso de su prestigio. La muchedumbre enmudeció. El doctor Nacianceno Terán, con voz entrecortada por la fatiga, dijo apenas: ¡Fue un varón! pesó ocho libras. . . El y la señora Catalina se encuentran en perfectas condiciones. . . Todo, a Dios gracias, salió bien. La emoción tanto tiempo contenida se desbordó. Un clamor formidable subió hasta el cielo. El mismo que en las monarquías sucede al anuncio de que ha nacido el heredero del trono. Alguien gritó: “¡Viva el futuro Presidente de la República!”. “¡Vivaa!”, replicó la multitud enloquecida de alegría. “¡Que vivan sus padres!”, gritó otro. “Sí, que vivan el doctor Arzayús y su dignísima esposa muchos años!” “¡Viva nuestro glorioso partido!” La banda del Batallón Ayacucho comenzó a tocar el Himno Nacional, mientras los cañones disparados desde el Parque de los Mártires divulgaban la buena nueva. Fue entonces cuando una pertinaz llovizna empezó a caer sobre la ciudad. Era las lágrimas de felicidad que derramaban las nubes, Aldanita, como su amo lo llamaba entre paternal y despectivamente, hizo señas a la multitud para que guardara silencio y, apoyado en la baranda del balcón, dijo con ese inconfundible acento de la barriada bogotana que inmortalizó Jorge Eliécer Gaitán: Señores: “Vox populi, vox Dei”. Y como aquí somos pocos los que hablamos latín y griego, a pesar de ser todos hijos de la Atenas Suramericana, voy a traducir la frase que acabo de pronunciar: “Voz del pueblo, voz de Dios”. Hace un momento Dios habló por la boca de la persona que gritó: “ Viva el futuro Presidente de la República!” (Grandes aplausos) Sí, señores! El niño nacido hace diez minutos está llamado a conducir los destinos del país. Estoy seguro de que él poseerá la inteligencia prodigiosa y la cultura ecuménica, el patriotismo ardiente y la honestidad insobornable, la bondad extraordinaria y la simpatía avasalladora de su eximio progenitor, quien no contento con los invaluables servicios que le ha prestado a la nación a lo largo de su meritísima existencia, ha engendrado otro estadista que con el tiempo será todo lo que él ha sido y es: apóstol de la democracia , abanderado de la libertad y adalid de la justicia! (atronadores gritos de aprobación) Quiero finalmente, asumiendo la vocería de todos ustedes, suplicar al doctor Clímaco Arzayús que le permita gozar al pueblo el privilegio de su presencia y rogarle que vierta sobre él la miel de su palabra. . El doctor Arzayús que, según lo convenido, solo esperaba la invitación de Aldanita, apareció en el balcón. El entusiasmo de la multitud se convirtió en delirio. Las gentes gritaban, gesticulaban, manoteaban, pataleaban, se retorcían convulsivamente, como si hubieran sido víctimas de un ataque de epilepsia colectivo. . El prohombre era de mediana estatura, ligeramente obeso y revelaba cincuenta años. La calvicie, la nariz y los grandes bigotes recordaban a don Emilio Castelar. El rostro era rojizo y las manos muy blancas y cubiertas de vello. Grave, solemne, majestuoso. La conciencia de su misión histórica, la certeza que abrigaba de ser un representante directo de la Divina Providencia en la tierra, la seguridad de que había sido nombrado depositario de la sabiduría y secuestre de todas las 4

virtudes humanas, el aplastante peso de su responsabilidad con la patria y las demás naciones del mundo, el halo de gloria que lo envolvía permanentemente, lo habían convertido en una estatua ambulante. La voz, capaz de subir hasta la cima del Everest o de bajar hasta el fondo del mar, tenía la misma medrosa resonancia que tuvo la de Jehová en el Monte Sinaí. Tendió las manos abiertas sobre la muchedumbre y, como por arte de magia, todas las bocas se cerraron y todas las manos se dejaron de aplaudir. Se caló los anteojos, sacó del bolsillo un papel que minutos antes le habla entregado Aldanita, lo desdobló lentamente y leyó: ¡Gracias, amigos míos! Realmente hoy no ha dado a luz una mujer; ¡ha parido un pueblo! Julián Arzayús, que así va a llamarse el niño que acaba de nacer, más que de mi esposa y mío es hijo vuestro, de las gentes humildes que riegan con su sudor los surcos y los talleres de la patria. . .! Este no es un discurso demagógico. Pero ante la magnitud del homenaje que me ofrecéis yo renuncio a mi paternidad y declaro solemnemente: ¡Julián es un hijo de la democracia y a ella pertenece! Si vosotros estáis decididos a ceñirle la banda presidencial, estoy seguro de que no la rehusará, porque los hombres de mi estirpe no rehúyen los deberes ni esquivan los peligros ni eluden los sacrificios. Yo he sobrellevado estoicamente todas las cargas que la República ha colocado sobre mis hombros. Exponiendo mi salud y mi tranquilidad, he contribuido al afianzamiento de la paz, a la preservación del orden jurídico, a la consolidación de las instituciones republicanas y democráticas, al imperio de la justicia social y al progreso del país. Mi hijo, quiero decir el vuestro, no será inferior a la confianza que habéis depositado en mí ni a la que vais a depositar en él. En su nombre, ya que él aún no puede hacerlo, acepto la candidatura que acabáis de proclamar. . .! (Una ensordecedora ovación le impidió terminar) El inmenso gentío empezó a disolverse agitando pañuelos blancos, En todas las caras había signos de hambre, de sed y de fatiga, pero todas proclamaban también el patriótico orgullo de haber asistido a uno de los momentos estelares de la nacionalidad. Arzayús, el médico Terán y Aldanita, se retiraron del balcón porque alguien anunció que el señor Presidente de la República acompañado por su gabinete, numerosos Senadores y Representantes, el Ilustrísimo Señor Arzobispo y el Venerable Capítulo Metropolitano, los miembros de la Corte Suprema de Justicia y el Estado Mayor del Ejército había salido del Palacio de San Carlos y se dirigía a conocer a su futuro colega. A las cinco de la tarde las Cámaras reunidas en sesión extraordinaria declararon aquel día fausto para la República y el Concejo Municipal dispuso que una comisión de su seno pusiera en manos del recién nacido las Llaves de Oro de la ciudad para que le sirvieran de sonajera. Las tres clases sociales que habían esperado reunidas el acontecimiento se separaron para festejarlo aisladamente. Los comerciante de la Calle Real, los hacendados de la Sabana y los banqueros se trasladaron al Loocky y al Sun Club; los empleados públicos y privados y otras gentes de medio pelo a las tiendas de Las Aguas, Santa Bárbara y San Agustín; y los siervos de la gleba o la “guacherna” como se decía entonces a las chicherías de Las Cruces, Egipto y el Paseo Bolívar. Y con millones de metros cúbicos de “Brandy Valenzuela”, “Pola” y chicha brindaron esa noche los bogotanos por la salud del futuro Presidente que apenas medía treinta y cinco centímetros de largo. Clímaco Arzayús era en ese momento un hombre omnipotente. Tenía en sus manos las palancas del poder político y social. El Presidente y los Ministros eran instrumentos suyos; el congreso acataba sus órdenes y las sentencias dictadas por Magistrados y Jueces debían ser previamente aprobadas por él. Dueño de las dos principales fuentes del vicio nacional: la “Cervecería Baviera” y la “Compañía Interamericana de Tabaco”; de la hacienda “El Eucalipto”, en Serrezuela, con-una extensión de tres mil quinientas hectáreas; del hato “Horizonte”, en los Llanos Orientales, con ocho mil cabezas de ganado y de diecisiete valiosas casas en Bogotá, su fortuna era calculada en la exorbitante suma de doscientos millones de pesos. Descendiente de una linajuda familia, casado con una dama de elevada alcurnia, Presidente del Loocky Club y miembro de la Junta Directiva, del Sun, era el caballero más prestante de la aristocracia bogotana. 5

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Sobre el origen de su fortuna circulaban diversas leyendas que, según el prominente personaje, eran otras tantas calumnias de sus enemigos. Decían unos que, aprovechando las guerras civiles de 1885, 1895 y 1899 y los altos cargos oficiales que había desempeñado por entonces, se había apoderado de los bienes raíces y semovientes de muchos enemigos políticos. Otros afirmaban que habiendo sido comisionado por el gobierno para comprar cañones, naturalmente nuevos, de 95 milímetros, en Alemania, los había comprado viejos y de 75, con lo que había obtenido una ganancia de quince millones. Aseveraban unos que en la negociación de un tratado de límites había cedido a un país vecino 100.000 kilómetros cuadrados del territorio nacional a cambio de diez millones de pesos. Y otros aseguraban que su inmenso capital había sido hecho jugando a la Bolsa con la asesoría de cierto Ministro de Hacienda, quien diariamente le informaba qué Decretos en materia económica iba a dictar el gobierno a fin de que procediera a comprar o vender determinadas acciones. Como “de la calumnia algo queda”, a Arzayús le habían quedado los bienes descritos anteriormente. Se ufanaba de ser nieto de don Francisco José Arzayús, mártir de la independencia, condenado a muerte por los españoles en 1816, después de que se le probó que había prestado dinero a los patriotas al 30% para que adquirieran armas. El mártir aceptó su condición de usurero, pero rechazó cualquier vinculación suya con “los bandidos revolucionarios enemigos de Dios y de nuestro amado Rey Femando Vil”. Sin embargo fue fusilado aparentemente. El ilustre nieto decía con frecuencia: “Yo quiero vivir como mi abuelo, ascéticamente desprendido de las cosas materiales, con el cerebro y el corazón puestos al servicio de la patria y morir por ella, como él murió, sin proferir una palabra, sin exhalar un suspiro, sin contraer un músculo. Efectivamente cuando don Francisco José Arzayús fue conducido al patíbulo y atado a un taburete, permaneció absolutamente inmóvil y con los ojos desmesuradamente abiertos; ninguna palabra se escapó de sus labios, ningún suspiro de su pecho y ninguno de sus músculos se contrajo. Como se le preguntara si quería ser vendado guardó ...


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