Jaime Arias Cayetano PDF

Title Jaime Arias Cayetano
Author federico jesus perucchi
Course Introduccion al derecho
Institution Universidad Católica de Salta
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Civil | Conocimiento 01/03/2008 08:00:00 | AFORISMOS

El latín y el Derecho Romano en la jurisprudencia civil del Tribunal Supremo durante 2006 Jaime Arias Cayetano En los manuales de Teoría del Derecho, cuando un servidor era alumno todavía, y en las raras ocasiones en que los leía, podía advertirse la preocupación de los expertos por un tema que, por lo que me toca, siempre me resultó particularmente interesante: las “lagunas” del Derecho. Con esta agraciada y metafórica expresión, los teóricos y pensadores se refieren a aquel “defecto” del ordenamiento jurídico por el cual surge un supuesto de hecho, una circunstancia, un caso, que no está expresamente regulado en él; esto es, que no tiene una solución específica y propia. Este fenómeno parece inevitable, y no está de más decir que se da porque la vida (esquiva y hasta rebelde) siempre se encarga de inventar salidas y enredar historias. Las lagunas del Derecho han enervado a generaciones de juristas y filósofos del Derecho. Savigny insistía en que el Derecho es un “sistema”; es decir, una totalidad en la que las partes están unidas entre sí mediante determinados principios, de tal manera que una vez se conocen ciertas determinaciones pueden deducirse, a partir de ellas, todas las demás. Kelsen definía el Derecho como un “orden jerárquico” en cuya cúspide está la Norma Hipotética o Fundamental, a partir de la cual todas las demás adquieren carta de naturaleza, por ley o por deducción, de forma que la actividad legislativa y la función aplicativa de las normas pueden extender el imperio jurídico hasta las últimos rincones de la sociedad y el individuo. Bulygin habla de “sistema jurídico” para señalar el conjunto de todas las normas existentes y vigentes en un Estado en un determinado momento (las expresamente formuladas y las derivadas lógicamente de éstas, que pueden ser tantas como necesidades haya). Podríamos citar más ejemplos, pero no valdría la pena. Estos autores y muchos otros, en mayor o menor medida, con mayor o menor convicción, tienen en mente la idea de un Derecho que es “pleno” (y, si no lo es, debe serlo): o sea, que todo lo comprende, que todo lo alcanza, que todo lo prevé. Esta plenitud procede de su coherencia interna, cualidad que provoca que, asentado sobre axiomas o primeros principios rotundos y básicos, y lanzados a lomos de centenares de normas claras y predeterminadas que desarrollan aquellos axiomas, ningún caso quede sin solución, y ningún juez calle por falta de criterio. En efecto, ésta es otra de esas convicciones-principios del “ideario” que hemos bosquejado burdamente, presente en nuestro Derecho e ideario jurídico común. Pues así

es: el juez no puede callar, sino que debe dictar sentencia en todo caso, tal como recoge el art. 11.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial: “Los juzgados y tribunales, de conformidad con el principio de tutela efectiva consagrado en el artículo 24 de la Constitución, deberán resolver siempre sobre las pretensiones que se les formulen”. No hay que extrañarse de esto, ya que es consecuencia de cierta mentalidad, no del todo desterrada del presente, heredada de los siglos pasados, y que tenía como ideas clave algunas de las siguientes:   



El Derecho contribuye a racionalizar la vida de la sociedad, razón por la cual no debe desaprovechar ninguna ocasión para ejercer tan loable misión. El Derecho es manifestación de la fuerza del Estado, máxima expresión de la búsqueda de la utilidad racional; y por ello el Estado, que tiene una clara tendencia a la omnipresencia y al omnicontrol, se esfuerza en mantener activo el principal de los instrumentos con que cuenta para perseguir sus fines: el Derecho. Los ciudadanos ven cada vez con más convencimiento al Estado como protector y garante de sus derechos personales, que aquél no duda en ampliar continuamente a través de sucesivas leyes de reconocimiento, creación o modificación; y por eso, cada día más, acuden a los tribunales en busca de esa protección, no sólo frente a otros ciudadanos, sino también frente al propio Estado, que como kraken futurista dispone de decenas de brazos inquietantes y ha obligado a la sociedad a interponer entre ella y él diques de contención que frenen su natural ímpetu fiscalizador y alienador, y sirvan para reparar los inevitables e impredecibles (a veces no tanto...) perjuicios que quienes tienen poder causan siempre a aquéllos que están, de una forma u otra, bajo su dominio. El Derecho se me figura, así, como un tentáculo más fuerte que impide al resto cazar a algunas presas, o apretarlas demasiado fuerte. Frente a esta necesidad de protección, o al unísono con su reconocimiento teórico, nació una idea aún más extraña, más radical y revolucionaria, que convirtió en derecho lo que era antes lujo o más bien tortura, y extendió a todos los ciudadanos lo que era casi siempre privilegio desgraciado: hablamos del derecho de acceso a los tribunales por voluntad propia, y a obtener de ellos una sentencia que protegiera los intereses personales del actuante.

Sin embargo, ¿qué pasa cuando, de hecho, el juez, obligado a dictar sentencia en todo caso, se encuentra en la difícil situación de no tener a su disposición, de entre todas las normas expresas del país, ninguna que recoja el supuesto específico que se le ha planteado? En casos como éste, el juzgador trata de atenerse al “sistema de fuentes”. Pero, ¿y si aún así (o precisamente por ello) el supuesto específico exige un esfuerzo suplementario de motivación, por no hallarse previsto como tal?. Es una situación cuasi inimaginable, desde la perspectiva idealizada que tenemos del sistema jurídico. Pero a veces sucede. O sucede más de lo que creemos, acaso. Por ello, autores como Kelsen relativizaban tanto la diferencia entre creación y aplicación del Derecho. En realidad, en casos así, el juez tiene a su disposición varias vías de solución de “su” problema (porque es principalmente suyo, ya que es él el obligado a decidir siempre y en todo caso, sin que pueda ampararse en falta de ley u oscuridad de ésta, bajo apercibimiento de sanción):   



Puede echar mano de la “analogía”, el camino cavado por los astutos sabios del pasado para rellenar un valle con el agua de otros. Puede negar la existencia de la laguna, con el subterfugio de que el legislado ha “dejado” voluntariamente a su sabio parecer la resolución de cierto tipo de asuntos, o de alguno de sus elementos. Pero incluso en este caso tendrá que dar fe de cuáles son los criterios personales que pone en juego en su sentencia, acuciado por otra terrible carga que recae sobre su labor: la de motivar siempre suficientemente sus decisiones, y de forma coherente y racional (¡qué terrible condena!). Puede acudir a lo que otros jueces decidieron ya antes sobre cuestiones semejantes (el recurso a la jurisprudencia), método muy cómodo y alentado por los propios ciudadanos y profesionales del derecho, a quienes la existencia del precedente, con razón, les otorga una legítima confianza en la predictibilidad de las sentencias, una cierta “seguridad jurídica”; al tiempo que la variedad y número de decisiones judiciales ya dictadas les permite apoyar casi cualquier tipo de argumento, esperando que la autoridad del tribunal citado tenga el suficiente peso en la mente del (supuestamente) ocioso y omnisciente juez. O puede también releer sus viejos manuales y recordar aquellas sesudas lecciones que creía del todo olvidadas, entre las cuales, a salto de mata, aparecían misteriosas las palabras de un idioma antiguo, lengua muerta, aunque latente, el latín, las cuales, salidas de la boca de algún sabio primitivo, proclamaban principios eternos. Si lo hace y se admira de que aún tengan sentido, y al tratar de aplicarlos a su problema ve que se dejan trabajar, moldear y usar, pronto se encontrará haciendo algo que nadie reconoce abiertamente pero que todos “cometen”: estará yendo a buscar soluciones presentes al derecho romano. Roma murió, pero sus leyes le sobrevivieron. O mejor, su jurisprudencia. Su lengua ya no se habla, pero algunos aún la entienden, la escriben y piensan en ella los preciosos brocardos del saber jurídico ancestral.

Y de hecho es así. Es demostrable. Sucede poco, pero sucede. Incluso en nuestra época. Este breve trabajo versa precisamente sobre esto. Hemos elegido para probarlo la jurisprudencia civil del Tribunal Supremo durante el año 2006, de principio a fin. Con ello, no pretendemos asentar ninguna compleja tesis, sino inquietar las mentes poniendo ante ellas el erudito estudio presente, que contiene, sin ánimo exhaustivo, una larga relación de expresiones y principios latinos o medievales salidos y heredados, de una u otra forma, del acervo histórico del Derecho Romano y su recepción europea posterior. Quizá con ello logremos acentuar la importancia de estudiar latín. Pero en todo caso es un fin no buscado directamente. Incluyo, cuando lo he considerado pertinente, una traducción al uso de las expresiones, mas no me ha parecido adecuado hacerlo en todos los casos; primero porque la expresión se mantiene más pura cuando es comprendida en su pura literalidad, y segundo porque evidentemente este trabajo no interesará a quien, de suyo, no venga ya preparado para realizar su propia traducción. De no ser así, y tener la suerte de interesar a un público más amplio, una rápida consulta a cualquier diccionario al uso solventará todas las dificultades.

Asimismo, incluyo la cita de algunas o todas las sentencias que en cada caso introducen cada una de las expresiones o frases. Se comprobará que hay locuciones que son tan comunes que deben tenerse por pertenecientes a la formación básica del jurista. Sintagmas como “a quo”, “quaestio facti”, “ratio decidendi” o “ad causam” forman parte de esta especie. Por lo general, no traduciré ninguna de ellas, convencido de que un buen jurista no puede pasar sin conocer su significado; y en todo caso, no saberlo será para alguno una buena provocación (positiva), que le mueva a completar sus carencias idiomáticas y forjarse de este modo una educación más plena. Otras expresiones son tan extrañas, que o bien dicen mucho sobre la cultura del ponente, o bien suponen la utilización abusiva de vocablos llamativos, en el intento, sin duda comprensible pero no siempre justificado, de introducir en el razonamiento jurídico algo que se parezca a un lenguaje técnico. Ejemplos como “opus”, “consilium fraudis”, “voluntas legis”, “uberrimae bonae fidei” o “expressis verbis” demuestran lo que digo. Destaca, por otra parte, la circunstancia de que algunas de las citas que hacen los jueces son, gramatical o semánticamente hablando, incorrectas. Así, la palabra “quaestio” aparece más de una vez como “questio”; y no se trata de l único ejemplo. Sin embargo, son casos aislados. Por supuesto, el uso del latín y la referencia a aforismos latinos depende mucho del ponente de que se trate. Hay jueces que los utilizan con profusión, y que echan mano incluso de las fuentes originarias, como el Digesto. Hay otros, en cambio, en cuyas sentencias no aparecen ni una sola vez. Ello tampoco es criticable, puesto que los conceptos a los que se hace referencia con las expresiones latinas son, claro está, expresables en castellano de modos conocidos y comprensibles. Y jueces hay que escriben un buen castellano. Aunque de todo existe en la viña del Señor... Se verá que es una lista larga, farragosa y evitable. Sin duda, muchos lamentarán la pervivencia de estas palabras y giros en nuestro razonamiento jurídico actual. Para otros será motivo de gran alegría. Por ello, para no cansar al lector, incluiré al comienzo una lista más reducida, ésta comentada y traducida, de algunas de las expresiones que más abundan o llaman la atención en la jurisprudencia. Sin embargo, por encima de consideraciones sentimentales, la presencia de todos estos vocablos y sintagmas es cuanto menos, y sin ánimo de ser exhaustivo, signo de tres importantes rasgos de nuestra cultura jurídica: 





La existencia de una herencia milenaria, integrada fundamentalmente por el derecho romano, pero ampliada y completada por la aportación de múltiples comentaristas y tratadistas medievales. Esto es singular desde todos los puntos de vista: salvo en la filosofía y la religión, no existe ninguna rama de la cultura humana que aún permanezca tan vinculada con los ríos de conocimiento y vivencia del pasado como el derecho. De esta herencia que sobrepasa la vida de los estados, que ha sobrevivido a guerras mundiales, a invasiones, a revoluciones, a ideologías y absolutismos, que se ha cimentado ante todo en el ejercicio racional de la virtud de la justicia y en la meditación práctica de los juristas, Europa ha sabido construir un cuerpo común de normas que, mutatis mutandis, se han convertido en un nuevo río, más caudaloso, más joven pero también más fuerte, que mira hacia el futuro y que tendrá (tiene ya) consecuencias positivas para la unidad y la entidad de nuestro continente: la unión europea. La especial virtualidad de una lengua “muerta”, como es el latín, para convertirse, de hecho, más de 1500 años después de la desaparición del imperio que lo ideó y lo extendió por el mundo, en un lenguaje vehicular de conocimientos, en un lenguaje técnico, propio de la rama jurídica, vinculado muy hondamente a los juristas, quienes lo sientes aún como propio, impidiendo de este modo que muera del todo, que quede olvidado y se refugie en los manuales de filología para siempre. Ello ha hecho del latín, sin duda, la lengua muerta más viva, si se me permite la expresión. A lomos de esta inmemorial lengua, los juristas de todos los tiempos hemos alcanzado a imaginar algo parecido a una “misión universal” para nuestra tarea cotidiana de conocer y aplicar las normas. Esa misión no tiene perfiles muy definidos, pero se entiende mejor cuando se bucea un mínimo en la inveterada tradición de la que proceden muchas de las palabras latinas que aún seguimos utilizando, y caemos, quizá, en la cuenta de la obra de Ulpiano, o nos interesamos por la vida de Escévola, o recordamos la titánica labor que supuso el Corpus Iuris Civiles de Justiniano. Si también hoy nosotros, como aquéllos, bebemos de la misma fuente, aunque reformada, quizá también nuestros esfuerzos contribuyan, Dios sabe cómo, a civilizar los pueblos, a extender la cultura, a ordenar la vida, como lo hicieron el sudor, la fatiga y el saber de aquellos antepasados en esta ingrata y sin embargo hermosa profesión de poner voz e inteligencia a las normas.

Lista escogida:

1. A quo (de origen, desde el cual; SSTS 30-3-06, 5-4-06, 6-4-06, 11-5-06, 1-6-06, 28-6-06, 5-7-06, 18-7-06, 16-10-06 y 1-12-06). Es una expresión de las más utilizadas, e identifica al tribunal o juez que emite una resolución o sentencia, la cual es posteriormente recurrida. Una vez llega el recurso al tribunal superior, aquél se denomina tribunal “a quo” y éste, tribunal “ad quem”.

2. Aliud pro alio (una cosa por otra; SSTS 6-11-06, 7-12-06 y 20-12-06). Expresión que se usa para significar que en una relación obligacional cualquiera se ha cumplido con otra prestación diferente a la debida. 3. Alterum non laedere (no dañar a nadie; STS 19-7-06). Principio general del derecho que se plasma en el art. 1902 del Código Civil, y del cual se deriva la obligación de reparar todos los daños que se causen a terceros con la propia actuación. Es de raigambre romana muy antigua y así está recogido en las compilaciones y tratados de la Roma clásica. Se expresa también con la variante “neminem laedere”. Es uno de los tres deberes que, según el derecho romano tradicional, componen el derecho. 4. Causa petendi (causa de pedir, motivo de la petición; SSTS 9-3-06, 23-3-06, 30-3-06, 28-6-06, 11-9-06, 6-10-06, 24-10-06, 16-11-06, 1-12-06). Esta expresión identifica a aquel hecho o razonamiento que se convierte en el quicio de la pretensión, en su base sustentadora. Por ejemplo, el daño (y la obligación de repararlo) en una reclamación de responsabilidad extracontractual. 5. Da mihi factum, dabo tibi ius (dame el hecho, te daré el derecho; STS 16-1106). Expresión afortunada de [...], jurista romano, con la cual trataba de definir justamente la profesión del jurista, que es aquel que dice el “ius”, que dice el derecho. No es nada común en nuestra jerga actual, pero su presencia nos recuerda que aún sigue latente ese espíritu puramente dicente y reflexivo que la tarea del juzgar debe alentar, lejano a toda consideración de intereses. Pero al tiempo esta expresión es reflejo de la estructura de nuestro sistema judicial, en el que el encargado de aportar el relato y la prueba de los hechos no es el juzgador, sino el recurrente, con todas las cargas que ello conlleva; y en el que al juzgador se le reserva el privilegio-deber de conocer el derecho y aplicarlo, sin estar sometido a las consideraciones jurídicas de las partes que hagan en sus respectivos alegatos. 6. Erga omnes (frente a todos; SSTS 1-3-06, 9-3-06 y 29-11-06). Expresión que confiere a un acto, hecho o dicho fuerza de resistir y ser eficaz frente a todas las personas, sea cual sea su relación con el caso concreto. Se aplica a los registros públicos, a ciertas sentencias, a los actos notariales en general, a las leyes emitidas por las autoridades legislativas y ejecutivas, etc. Lo que es “erga omnes” se puede oponer frente a cualquier pretensión de cualquiera, y salvo por los conductos establecidos legalmente no puede ser modificado ni vulnerado. 7. Factum (relato fáctico de una sentencia, hechos; SSTS 22-2-06, 17-3-06, 6-406, 7-7-06, 18-7-06, 28-9-06 y 18-12-06). Es el contrapunto del “ius”. Es la probanza de los hechos, es la ilación de las cosas y las causas que lleva a un convencimiento al tribunal, del que derivará la aplicación de ciertas normas. Es el componente práctico del razonamiento jurídico, aquello que se ha expuesto y que ha resultado demostrado para el sentido crítico del tribunal. Es el primer miembro de aquella igualdad argumentativa que se expresa en el “da mihi factum, dabo tibi ius”. No lo incluye todo ni exige siempre una prueba plena. Puede a su vez estar compuesto de hechos y también de presunciones. Pero es siempre aquello que se considera que ha sucedido en verdad, porque ha sido lo que se ha probado ante la Sala. En ocasiones, se usa la expresión “facta”, o también “facta concludentia”. 8. Iura novit curia (el tribunal conoce el derecho; SSTS 31-1-06, 9-3-06, 23-3-06, 24-3-06, 25-9-06, 24-10-06 y 16-11-06). Principio general del derecho por excelencia, en él se basa toda la actividad jurisdiccional y a él confluyen todos los requisitos formativos de acceso a la carrera judicial. Se supone, desde el

punto de vista estructural, que los particulares y su representación, cuando acuden ante la Sala, se van a encontrar con profesionales que están por encima de sus “luchas de intereses”, que son la lengua, la garganta, la boca de la ley, que la conocen siempre y en todo caso, sin depender ni estar atados por las alegaciones argumentativas de las partes, y la aplican siempre con precisión. Es un principio de reserva: el juez es libre en su apreciación de las razones jurídicas de una decisión, porque se supone que tiene un conocimiento exacto de la ley, y es el único capacitado por dar y decir el “ius”. Esa reserva le protege tanto de las intromisiones de los poderes públicos, como de las intenciones de las partes, frente a las cuales no sólo puede hacer valer su potestad, sino también su parecer, aunque sea totalmente divergente. 9. Iuris tantum (SSTS 24-1-06, 14-3-06, 18-7-06 y 12-12-06). Expresión latina que se aplica a cierto tipo de presunciones. Son éstas las que admiten prueba en contrario, de forma que si la parte que sobrelleva la carga de la prueba aporta una justificación de que los hechos sucedieron de otra forma, la presunción cederá ante esta justificación. Pero mientras tanto, el juzgador debe considerar los hechos tal como la presunción se los predetermina. La presunción “iuris tantum” se contrapone a la presunción “iuris et de iure”, que es aquélla que por voluntad de la ley (“voluntas legis”), no admite prueba en contrario; es decir, para el juzgador no puede ser destruida mediante ninguna justificación práctica. 10. Iuxta allegata et probata (STS 6-4-06). Principi...


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