Title | Psicología urbana. Experimentación, visualización y sabotaje del dispositivo ciudad |
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Author | H. Robledo |
Pages | 18 |
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Psicología urbana Experimentación, visualización y sabotaje del dispositivo ciudad1 por Héctor Eduardo Robledo2_@chacsol Resumen Proponemos una psicología urbana como forma de experimentación de la calle y del flujo de relaciones que la recorren, para comprender e interveni...
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Psicología urbana. Experimentación, visualización y sabotaje del dispositivo ciudad Héctor Eduardo Robledo Temáticas actuales en psicología (Aguado, A. y Paulín, J. J., UAQ)
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Psicología urbana Experimentación, visualización y sabotaje del dispositivo ciudad1 por Héctor Eduardo Robledo2_@chacsol Resumen Proponemos una psicología urbana como forma de experimentación de la calle y del flujo de relaciones que la recorren, para comprender e intervenir los espacios intersubjetivos donde se constituyen nuestras formas‐de‐vida, y sabotear el dispositivo ciudad que imposibilita el encuentro de los cuerpos. Se sugiere contar con el apoyo de una metodología y tecnologías audiovisuales para narrar los gestos sociales que nos permitan visualizar cómo se produce lo urbano en medio de la ciudad. Palabras clave: Psicología urbana, dispositivo ciudad, flujos urbanos, gesto social, metodología audiovisual.
1. El dispositivo ciudad La psicología social sirve para problematizar la realidad cuando ésta no nos gusta, no nos convence o no nos favorece, proporcionando herramientas para hacerle preguntas a esa realidad y a quienes participan de ella. Se suele esperar que la psicología social arregle los problemas psicosociales de la realidad, y con razón, pues es la propia disciplina la que los ha inventado: eso es lo que significa problematizar. Ante la evidencia de que las ciudades de nuestro país tienden al empobrecimiento, la marginación, la violencia, la privatización del espacio y la neurosis, cada vez de forma más acelerada, la pregunta más pertinente es cómo revertir esa tendencia. En parte, la respuesta a esta pregunta está implícita en el objeto de estudio de la psicología social: la intersubjetividad. Es decir, que los problemas de las ciudades pueden resolverse cuando los sujetos afectados individuales y colectivos se encuentran y se organizan para resolverlos. Cualquier solución que no se teje en un espacio 1
Las reflexiones de este ensayo tuvieron su origen en la colaboración y las conversaciones con mis compañer*s del
colectivo Caracol urbano, Lirba Cano y Ricardo Quirarte. A Lirba debo especialmente el interés por el cine-ensayo y las herramientas audiovisuales. Con Ricardo estuvimos a cargo del Proyecto de Integración Profesional EnRuta (2011-2012), conformado por estudiantes de la Licenciatura en Psicología del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), a quienes también agradezco por compartir la aventura de investigar la ciudad. 2
Psicosociólogo, con estudios de Licenciatura en la Universidad Autónoma de Querétaro y de Maestría y Doctorado
en la Universidad Autónoma de Barcelona | Investigador con el colectivo Caracol urbano, investigación audiovisual en la calle http://cuerpospespacios.wordpress.com | Profesor de Psicología Política y del Proyecto de Formación Profesional EnRuta: Espacio urbano, género y transporte público en ITESO | Editor del blog Diálogos Aca:
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intersubjetivo a la medida de quienes son afectad*s (con sus conflictos, confrontaciones, consensos, disensos, consonancias, arritmias, disonancias, jerarquías, etc.) resulta en una imposición que sólo favorece a quienes han logrado excluir o minimizar a otros sujetos de dicho espacio.
La psicología social puede hacer aportaciones a las formas de organización colectiva acerca de los problemas urbanos, ayudar a plantear esos problemas, sugerir cómo resolverlos, cómo lograr colaboraciones efectivas. Sin embargo, es importante no obviar que actualmente las ciudades son dispositivos para evitar que los cuerpos se encuentren y produzcan experiencias intersubjetivas. Las ciudades actualmente se configuran como conjuntos de cercos que son la forma material de las divisiones socio‐económicas, de las jerarquías de género, del consumo capitalista, de la alienación entre los cuerpos y sus experiencias: coches, fraccionamientos cerrados, centros comerciales, violencia sexual, camionetones, vías de alta velocidad, casetas de vigilancia, trabajos basura, tiempos imposibles, hipermercados, zonas metropolitanas, pasos a desnivel, periferias desabastecidas, parques aislados, policía, miedo, terrenos baldíos, distancias imposibles, carencia de transporte público, zonas restringidas, cámaras de vigilancia, “narcobloqueos”, zonas industriales, asaltos a mano armada, etc., propiciando un desierto que se instala entre los cuerpos e individualiza las subjetividades (Caracol urbano, 2013a). La primera tarea sería entonces propiciar que los encuentros ocurran, generar los espacios necesarios para las experiencias intersubjetivas. Sabotear el dispositivo ciudad. En ese sentido, lo que necesitamos de la psicología social son pistas, tácticas y motivos para volver la ciudad un campo de experimentación y recuperar su sentido de aventura. Necesitamos que se torne psicología urbana: que permita comprender los flujos de objetos y relaciones intersubjetivas de las calles como hebras del tejido de nuestros estados corporales, anímicos, existenciales. Esta psicología urbana no se trata de una receta para derribar los cercos materiales del dispositivo ciudad (ese más bien será un objetivo a largo plazo), sino de una proposición con efectos performativos. La comprensión de la calle implica poner el cuerpo en la calle con ánimo de experimentación, advertir cómo se configura el dispositivo ciudad y convertirse en un potencial nodo de intersubjetividad. Dice Butler (2011) que «no se puede plantear la reivindicación de moverse y reunirse libremente sin estar ya moviéndose y reuniéndose con otros», esto es, que para tomar la calle se suponen una serie de alianzas en acción: compañías, rutas, itinerarios, tecnologías, vecin*s, estrategias, vehículos, colectividades, etc. La experimentación urbana es, en ese sentido, un combustible para la destrucción de los cercos del dispositivo ciudad, en tanto que propicia esas alianzas y promueve su potencial para generar espacios de intersubjetividad. Es una disposición a la aventura. Psicología pop http://dialogosaca.blogspot.com. [email protected]
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Los elementos de la aventura son dos: 1) espacios que irrumpen en nuestro trayecto y 2) otros cuerpos con los que uno se encuentra en ese trayecto. La aventura comienza cuando uno pone los pies fuera de casa –literalmente y no mediante esa extensión del espacio privado que es el automóvil, aunque eventual o permanentemente requiera de apoyos como ruedas— y se dispone a ser interpelado por los objetos que pueblan el entramado urbano: banquetas, coches, baches, árboles, perros, pero sobre todo, por otros cuerpos. 2. Los flujos urbanos Las costumbres “posmodernas” dictan iniciar el recorrido urbano por la metrópolis digital, o sea Internet, y aplicar la epistemología google para tener una primera aproximación a la noción de psicología urbana. La aplicación arroja entre las primeras referencias una nota sobre los investigadores Park y Peterson de la Universidad de Michigan, que realizaron una encuesta en‐línea a cuarenta y siete mil habitantes de las cincuenta ciudades más grandes de Estados Unidos con la finalidad de tipificarlas según las inclinaciones de sus habitantes hacia actitudes más «emocionales» o más «cerebrales». De las encuestas estos investigadores deducen qué ciudades son más creativas en contraposición a cuáles son más intelectuales. Ciudades con más tendencia al comunitarismo en oposición a ciudades más productivas. De ese modo, las investigaciones psico‐urbanas tendrían como objetivo «contribuir a la futura política urbana y el bienestar de las ciudades y sus residentes si se ocupan de la forma como las ciudades crean, estimulan o permiten la expresión de las diferentes fortalezas de carácter entre sus residentes» (Arbor, 2010). Pero de Internet y de las encuestas se puede esperar poca cosa más que datos. Parafraseando a Collins (2005) lo urbano, como la sociedad, es ante todo una actividad corporal. Por lo que es necesario entrar en el ritmo de las prácticas que pueblan incesamente la ciudad de encuentros y recorridos. Objetos fugaces, moviéndose por el entramado afectivo de la ciudad, donde no es posible identificar una comunidad que pueda explicarse desde sus rasgos estructurales «sino más bien una proliferación de marañas relacionales compuestas de usos, componendas, impostaciones, rectificaciones y adecuaciones mutuas que van emergiendo a cada momento, un agrupamiento polimorfo e inquieto de cuerpos humanos que sólo puede ser observado en el instante preciso en que se coagula, puesto que está destinado a disolverse de inmediato» (Delgado, 2007, pág. 12). En ese sentido el espacio urbano, esto es, ahí donde tienen lugar el encuentro de los cuerpos apropiándose de aceras y esquinas, tampoco
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puede aprehenderse como enclave con límites fijos: sólo existe en la medida en que esos flujos acontecen y las prácticas de los transeúntes actualizan su significado. Uno de los artefactos que mejor da cuenta de la naturaleza fluctuante de lo urbano está definido por un término paradójico: el puesto ambulante, de comida por ejemplo, que está «puesto», pero no siempre, y a veces no se sabe dónde. Algunos defensores del espacio público acusan al puesto ambulante de obstaculizar el paso de peatones por las aceras pero, en el caso de nuestro país, suele ser el objeto (a la vez que lugar) que más genera espacio público, entendido éste como el trozo de calle en el que un* se siente a gusto y a sus anchas mientras convive con gente que ni conoce. El dispositivo ciudad está constituido por estructuras materiales que determinan quién puede y cómo puede sumarse al flujo de lo urbano. Así ha sido desde que hace cuatro siglos y medio la mítica Atenas negara el ágora a mujeres, comerciantes y mendigos. Actualmente la edificación de la ciudad cumple con claridad la función de delimitar los flujos según esos órdenes sociales jerárquicos: quien no tiene un automóvil no puede circular por la metrópolis, ni consumir en un centro comercial, que paulatinamente se va convirtiendo en la forma hegemónica de entretenimiento en la ciudad (Caracol urbano, 2013a). Por eso hemos definimos aquí a la ciudad como un dispositivo: conjunto de estructuras (formas, edificaciones, instituciones y prácticas ritualizadas) donde se produce lo urbano, y cuya planificación, o falta de ella, propicia o dificulta la aparición de sus flujos mediante ejercicios de poder. Es cierto también que en la calle se genera un orden que puede ser espontáneo y efímero según haya formas de estar en el espacio, como aquel definido por el del vehículo que se utilice, produciendo estratos vehiculares donde el más poderoso es quien trae la “lámina” más pesada. Sin embargo estas jerarquías vehiculares son utilizadas en algunas ciudades como Guadalajara –desde donde se escribe este artículo— justamente para enmascarar el orden económico de clases sociales: el creciente civismo de clase media ha centrado la agenda pública de movilidad urbana en el uso de la bicicleta, apta solamente para unos cuerpos, dejando en segundo término el transporte público colectivo, utilizado por la mayoría de habitantes de la ciudad, y que ha llegado a convertirse en el enemigo público número uno dado el alto número de siniestros que causa. Los conductores de camiones urbanos son satanizados por su bestialidad para conducir, pero poco se repara en las condiciones laborales a las que son sometidos (Caracol urbano, 2013b). De esta manera el dispositivo ciudad enfrenta a los cuerpos en tránsito con los cuerpos que mueven la ciudad, asegurando que no haya posibilidades de que se vinculen entre sí y se sostengan determinadas posiciones y lógicas de poder. Hasta aquí hemos hablado de dos dimensiones que se intersectan en la experiencia de la calle: el flujo de lo urbano y el dispositivo ciudad. Por un lado nos hemos referido a los trayectos
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ininterrumpidos, como comunidad sin estructura (Delgado, 2007) y por el otro a la configuración material que encarna pensamientos históricos, derruidos o reelaborados a través del tiempo por las prácticas de sus habitantes. En esa línea, Fernández Christlieb (1991) asevera que la «sociedad piensa con sus espacios», y traza un recorrido histórico que comienza en el ágora ateniense, espacio vacío en torno al cual se edificaba la polis cuya función primordial era la comunicación, y donde nacieron la retórica, la filosofía y la política. Por su parte las ciudades medievales inventaron las calles –sigue Fernández Christlieb—, laberintos para que los invasores que brincaban las murallas se perdieran pero sobre todo para que sus habitantes se entregaran a la sorpresa. De esta manera las ciudades son en sí mismas formas de la memoria colectiva: su trazado, muros, paisajes sedimentados o destruidos a través del tiempo determinan la prevalencia o desaparición de formas de relacionarse. Uno puede pararse en la plaza central en alguna ciudad del país, Guadalajara por ejemplo, y contemplar los poderes fácticos edificio por edificio: Gobierno, Iglesia y Mercado. Pero también gente caminando en la calle. 3. El gesto social Una psicología urbana requiere de una mirada que nos permita articular la comprensión del flujo urbano (comunidad sin estructura) con el dispositivo ciudad (estructuras espaciales que nos piensan). Necesitamos también esa mirada para recuperar la fascinación por el acontecer urbano, que ha quedado sepultada bajo los nuevos cercos del dispositivo ciudad. Requerimos de una aproximación estética y extática, que sea capaz de percibir formas‐de‐vida en medio de los ensamblajes de muros, vialidades y vehículos, y emprender con ellas la aventura de reinventar el afuera. Para ello proponemos la figura del gesto social, definido como aquella imagen, objeto o movimiento mediante el cual se asocian dos o más de los actores (sujetos‐objetos humanos y no humanos) que participan del entramado urbano, produciendo, significando y actualizando las estructuras que le constituyen. El gesto social sería a la vez que objeto de estudio de la psicología urbana, su metodología. Se trataría de aquello que Latour (2005) comprende como mediador: objeto que hace hacer a otros actores, que no está casualmente entre los sujetos humanos como simple intermediario, sino que participa activamente de sus encuentros y los transforma. Por ejemplo, el coche. El automóvil interviene de forma más que contingente en las relaciones que se gestan en el espacio urbano. Su peso y su volumen, su velocidad, los sonidos que emite y el ambiente que genera en su interior llevan la batuta de los flujos urbanos en la mayoría de las metrópolis del mundo. ¿Son todas estas características solamente extensión de cualidades que ya estaban en los
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sujetos humanos? ¿O son propiedades emergentes a partir de la relación entre el sujeto humano y la máquina? El automóvil es un espacio que piensa, inventor de la producción en serie, que deglute a los sujetos y que privatiza el espacio. En torno al cual a partir del siglo XX se desarrollaron nuevas formas de consumo, como el centro comercial y el hiper‐mercado, artefactos más bien «anti‐urbanos» que no están diseñados en función de las calles y colonias donde se ubican (Cassián, 2013). Pensamos también al gesto social como un objeto o forma de comportamiento que es aprehensible como imagen, y que pone de manifiesto el sentido de una situación, permitiéndonos visualizar un conjunto de prácticas relacionales. Aunque un gesto social puede ser una forma de hablar, si tomamos como referencia aquello que Goffman (1959) comprendía como la fachada con la que nos presentamos ante los otros en las interacciones, el gesto social sería esa parte no verbal, menos consciente y por tanto menos controlada, pero que suele comunicar más que aquella otra, la forma de un vínculo. Por ejemplo, el paisaje urbano, esa parte de la fachada de la ciudad que aparentemente carece de un discurso, pero que mediante su configuración espacial y estética, explica las relaciones de cercanía o alienación entre la ciudad y sus habitantes, como el deterioro que gradualmente han ido sufriendo muchos barrios del Centro Histórico de la ciudad de Guadalajara. Del modo que aquí nos interesa, el gesto social es una visión, como la que nos presenta la cineasta francesa Agnès Varda en el filme La espigadora y los espigadores (1999), en el que no se limita a captar el gesto: el de agacharse a tomar lo que otros han desechado como espigas, uvas, manzanas y patatas de no óptima calidad para el comercio, además del «espigueo» urbano de deshechos domésticos, que le permitirá analizar formas‐de‐vida, sino que también compone los medios visuales para representarlo (Català, 2003). Varda nos revela en su película una manera de establecer la existencia de un tipo psico‐social a través de la estructura psico‐social (Stengers citada por Català, op. cit.); no solamente hay que prestar atención a lo que dicen los individuos, sino que hay que ver también qué hacen los individuos en relación a los objetos que le rodean. De este modo, mediante la suma de determinadas acciones se configura un gesto, que es social porque nos permite ver como un sujeto se relaciona, se asocia, con otros sujetos y objetos. De modo similar, Augé propone a partir de sus viajes subterráneos en metro visualizar la identidad colectiva de los pasajeros del metro, el «hecho social total» en los gestos que hacen cuando reaccionan a situaciones que interrumpen «las soledades» que ahí se congregan; «haciendo vagar la mirada desde la masa ciega y casi mineral de los mendigos del corredor hacia la silueta familiar de un colega que está en el andén, el etnólogo puede, mediante la imaginación y el razonamiento, tomar la medida relativa de todas las objetividades posibles» (Augé, 1987, págs. 86‐87).
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Según Català (op. cit.), el gesto social constituye el significado visual de la realidad, es la puesta en la superficie del sentido de lo real. Un gesto no es la imagen que representa una determinada acción, sino la visualización «cinematográfica» del conjunto de acciones que configuran un comportamiento social. En ese sentido, el paisaje urbano es el gesto social por excelencia, al ser el resultado dinámico de las prácticas cotidianas de los habitantes y transeúntes de la ciudad. Se puede decir que, en términos metodológicos, construimos un ...