Qué Quiere Una Mujer PDF

Title Qué Quiere Una Mujer
Author Esteban Rhea Illera
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psicología y psicoanálisis DIRIGIDA POR OCTAVIO CHAMIZO traducción de MARGARITA GASQUE y ANTONIO MARQUET ¿QUÉ QUIERE UNA MUJER? por SERGE ANDRÉ siglo veintiuno editores siglo veintiuno editores, s.a. de c.v. CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310, MÉXICO, D.F. siglo xxi editores argentina, ...


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psicología y psicoanálisis DIRIGIDA POR OCTAVIO CHAMIZO

traducción de MARGARITA GASQUE y ANTONIO MARQUET

¿QUÉ QUIERE UNA MUJER?

por SERGE ANDRÉ

siglo veintiuno editores

siglo veintiuno editores, s.a. de c.v. CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310, MÉXICO, D.F.

siglo xxi editores argentina, s.a. LAVALLE 1634, 11 A, C1048AAN, BUENOS AIRES, ARGENTINA

portada de marina garone primera edición en español, 2002 © siglo xxi editores, s.a. de c.v. isbn 968-23-2367-3 primera edición en francés, 1995 © éditions du seuil, parís título original: que veut une femme? derechos reservados conforme a la ley impreso y hecho en méxico / printed and made in mexico

a la que sabe mentirme…

Esta página dejada en blanco al propósito.

PREFACIO

Esta obra, que estuvo agotada durante varios años, presenta la versión escrita y abreviada de un seminario que impartí en Bruselas, en la Fondation Universitaire, durante el año 1982-1983. Nada he modificado para la presente edición. Desde su primera publicación, en Navarin en l986, varios autores intentaron trabajar el mismo tema. Sin embargo, ninguno respondió al desafío que lancé en el último capítulo de este libro, proponiendo la respuesta que, según creo, se impone a la pregunta inicial: ¿qué quiere una mujer? Por enigmática que sea, esta respuesta no es otra cosa que la constatación de la eterna virginidad de la mujer. Virginidad que nada tiene que ver con la existencia de la membrana anatómica del himen. Se trata más bien de un velo inmaterial, pero no irreal, en la medida en que se interpone entre la mujer y ella misma, entre su identidad y su cuerpo, entre la palabra de donde deriva su deseo y el silencio donde se perpetúa su goce. Permítaseme rendir aquí homenaje a quien, mejor que los psicoanalistas, supo hacer resonar ese silencio: Giulia Sissa, cuyo libro Le corps virginal (Vrin, 1987), convoca indirectamente al análisis a su deber de bien-decir y, basándose en el famoso ejemplo de la pitonisa, hace patente la diferencia, si no la oposición, entre dos modos de proclamación de la verdad: el oráculo y el veredicto. SERGE ANDRÉ

junio de 1994

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1 ¿QUÉ PUEDO SABER DE ESO?

¿Qué asegura la pertinencia de la intervención del psicoanalista? Lacan lo dice: un saber colocado en posición de verdad. La aparente abstracción de esta fórmula no debe ocultarnos lo que conlleva de inaudito, es decir, la promesa de una nueva relación con el saber —el saber tal como se descifra en el inconsciente— que se caracteriza habitualmente por su ausencia de efecto de verdad. Quizás lo notemos mejor hoy en día: mientras el saber se acumula, disponible, desbordante y accesible a todos, tal saber ya no tiene efecto alguno sobre nadie. El dispositivo psicoanalítico conlleva, por el contrario, el descubrimiento y la puesta en acto de un saber que nos afecta, que compromete nuestra subjetividad. Además, es necesario precisar que la importancia que se otorga al término “verdad” no puede confundirse con el registro de la exactitud, ni limitarse a lo que llevaría consigo la convicción o la creencia del sujeto (así como la del psicoanalista). Como Freud lo mostró en su estudio sobre el lapsus, lo verdadero se delata mejor en el error. Por otra parte, si la verdad no puede decirse sino en una estructura de ficción —lo que ilustra por sí mismo el mito de Edipo— , no es esta ficción la que constituye en sí el término del proceso analítico, sino ella misma la que verificaría su eficacia. Lo que se trata de obtener es una certeza, no una creencia; y esta certeza es adyacente no a lo que dice la ficción, sino a lo que circunscribe como imposible de decir. Recordemos a este respecto las construcciones a las que Freud se entrega con el Hombre de los Lobos y el recurso que lo lleva a formular la noción de una realidad “prehistórica” del sujeto.1 La verdad es finalmente el encuentro siempre fallido con un real que no alcanza a nombrarse en el discurso, sino como punto umbilical, laguna, representación faltante. El saber psicoanalítico no funciona, pues, en posición de verdad, 1 A lo “prehistórico” lo veremos surgir o resurgir, a propósito de la feminidad, en el momento en que Freud acentuará la importancia, para las mujeres, de la relación primordial con la madre.

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sino en la medida en que opera como saber agujereado por una falla central —lo que determina el estatuto de la verdad como decir a medias. El psicoanálisis no permite saber todo, pues el inconsciente no dice todo. Lacan nos invita a comprender que esta falla no es del orden de una imperfección que los progresos de la investigación permitirían colmar, sino que constituye la clave de la estructura misma del saber. Conviene entonces dar forma afirmativa a nuestra proposición: el psicoanálisis permite saber “no-todo”, porque el inconsciente dice “no-todo”. Las líneas que siguen tienen la ambición de mostrar cómo, de Freud a Lacan, el psicoanálisis ha conseguido designar en la feminidad la figura mayor, y sin duda original, de ese “no-todo”, y en la teoría de la castración la respuesta que el inconsciente elabora frente a la imposibilidad de decir que encarna el sexo femenino. Respuesta que, por funcional que sea, sigue siendo una ficción. La castración es la construcción por la cual el ser humano busca decir la falta, pero, por este mismo hecho, ilustra que la falta no puede decirse como tal. Decir la falta ya consiste, de una manera u otra, en colmarla. ¿Cómo podría ser de otra manera si somos, seres hablantes, dependientes del significante, si, como lo formula Lacan, “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”? El psicoanalista no puede adherirse de ninguna manera a la fórmula de Wittgenstein según la cual “aquello de lo que no se puede hablar hay que callarlo”. La primera confirmación que el psicoanalista realiza es que el humano siempre desea hablar de lo que no puede decir (la mujer, la muerte, el padre, etc.). Tomando esto en cuenta, nuestra vía de investigación se define por una máxima imposible: aquello de lo que no se puede hablar, ¡hay que decirlo! ¿Qué significa “ser una mujer”? He aquí la Pregunta por excelencia, puesto que ninguna evidencia nos ofrece su apoyo cuando se trata de saber lo que es un hombre. En cuanto a lo que ella puede desear, como lo afirma la sabiduría ancestral, uno nunca está seguro de ello. De ahí la inevitable oscilación entre el culto a la mujer como misterio —enigma— y el odio a la mujer como mistificación —mentira. Pero estas dos posiciones no hacen más que mantener el desconocimiento de lo que constituye la verdadera cuestión de la feminidad, pues ambas postulan que la mujer sería como un escondite que ocultaría algo.2 2 Cf. Perrier y Granoff, Le désir et le féminin, Aubier-Montaigne [El problema de la perversión en la mujer, Barcelona, Crítica, Grupo Editorial Grijalbo, 1980].

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El genio de Freud consiste en haber señalado que las consideraciones anatómicas nada ayudan en este punto. Las constataciones que es posible efectuar mediante la observación, tanto del exterior como del interior del cuerpo humano, carecen para nosotros de consecuencias, pues lo que se trata de discernir no es una diferencia de los órganos o de los cromosomas que determinan nuestra configuración, sino una diferencia de los sexos —designando con esta palabra, más allá de la materialidad de la carne, al órgano en tanto que atrapado en la dialéctica del deseo, y así pues “interpretado” por el significante. El Dictionnaire érotique de Pierre Guiraud3 ilustra la multiplicidad de los nombres que el uso corriente de la lengua francesa proporciona al sexo —“abricot”, “zizi”, “berlingot”, “callibistri”, “formulaire”, “n’importe quoi”...— en un inventario que muestra hasta qué punto el ser hablante se afana en significar que el sexo es metáfora. Partiremos pues, de este punto: la realidad del sexo es diferente de la del órgano anatómico. Esta realidad —como lo afirmará Freud desde 1908—4 reconoce un solo órgano, que designa en ese momento de su obra con el término “pene”. Desde el comienzo hay una ignorancia, “un no-saber (eine Umwissenheit) que nada puede mitigar”, escribe, donde vendrán a alojarse las primeras teorías sexuales infantiles. De éstas, Freud escribe que “se extravían de manera grotesca”, pero que no obstante contienen “un fragmento de pura verdad” y son, dentro de esta relación, “análogas a las soluciones calificadas de ‘geniales’ que los adultos intentan dar a los problemas que plantea el mundo y que sobrepasan el entendimiento humano”. Henos aquí pues, en el centro de la cuestión de la relación entre saber y verdad. Notaremos que estas teorías sexuales infantiles tienen una importancia tal que, para Freud, van bastante más allá de un error, de una mentira o de una disimulación. Él subraya en efecto, que la percepción misma se somete a estas teorías.5 En otras palabras, el significante se introduce en lo real, propiciando una especie de funcionamiento alucinatorio del pensamiento: “Si el varoncito llega a ver los genitales de una hermanita, sus manifestaciones evidencian que su prejuicio ya ha adquirido fuerza bastante para doblegar a la per3

Pierre Guiraud, Dictionnaire érotique, Payot. Sigmund Freud, “Les theories sexuelles infantiles”, La vie sexuelle, PUF [“Sobre las teorías sexuales infantiles”, en Obras completas, vol. IX, Buenos Aires, Amorrortu]. 5 Se subrayará en las elaboraciones del proyecto del “Esquisse d’une psychologie scientifique” (1895) [Sigmund Freud, “Proyecto de psicología”, en Obras completas, vol. I] que la percepción, según Freud, está organizada por las representaciones. 4

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cepción; no comprueba la falta del miembro, sino que regularmente dice, a modo de consuelo y conciliación: “El... todavía es chiquito; pero cuando ella sea más grande le crecerá.” Quince años más tarde, en 1923, cuando vuelve sobre esta primera aproximación,6 lejos de cuestionar nuevamente la existencia de una ignorancia fundamental del sexo femenino, la acentúa aún más y agrava el alcance de los extravíos de la teoría, pues con el descubrimiento de la primacía del falo, es la castración misma, es decir, lo que constituye el centro del saber del que el psicoanalista espera efectos de verdad, lo que viene a ocupar el lugar en el que se elaboraban las teorías sexuales infantiles. Hablando de los niños que descubren las partes genitales femeninas, Freud escribe: “Desconocen esa falta; creen ver un miembro a pesar de todo; cohonestan (beschönigen) la contradicción entre observación y prejuicio mediante el subterfugio de que aún sería pequeño y ya va a crecer, y después, poco a poco, llegan a la conclusión, de enorme importancia afectiva, de que sin duda estuvo presente y luego fue removido. La falta de pene se entiende como resultado de una castración, y ahora se le plantea al niño la tarea de habérselas con la referencia de la castración a su propia persona.” Y agrega más adelante: “Al parecer, con ello nunca se descubren los genitales femeninos.” Valoremos el deslizamiento que se produce así de 1908 a 1923. La tesis de 1908 decía que no había más que un solo sexo, el pene, siempre presente pero no necesariamente “saliente”: desarrollado en los niños y “en vías de desarrollo” en la niña. En 1923, la tesis del sexo único se mantiene, pero matizada. Mientras que en 1908, el niño no constataba en absoluto la falta, como si la percepción no funcionara, en 1923 la constata (puesto que la niega y experimenta una contradicción), pero la encubre haciendo de la falta un modo de existencia del falo. Dicho de otra manera, no hay más que un solo sexo, el falo, pero éste tiene dos modos de manifestación: ya sea la presencia, ya sea la ausencia. Lo que significa que la falta de pene, si es reconocida, es reconocida como falo (de menos) y no como sexo femenino. La castración constituye así eso que excluye —o, para retomar un término lacaniano, eso que forcluye- al sexo femenino como tal. La castración hace de la ausencia un resto de la presencia, 6

En el artículo de 1923 sobre “L’organisation génitale infantile”, La vie sexuelle, [Sigmund Freud, “La organización genital infantil (Una interpolación en la teoría de la sexualidad”), en Obras completas, vol. XIX, pp. 141-150]. PUF

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es un embellecedor (es el sentido propio de “beschönigen”), o, mejor aún, un eufemismo (sentido figurado). Se observará que la niña no está menos sujeta que el niño a esta lógica del eufemismo: ella también, dice Freud, adquiere conocimiento de su sexo con la ayuda del significante fálico; ella también ve un falo disminuido o castrado. Y, en consecuencia, para ella también el sexo femenino permanece no descubierto. Si esta concepción ha molestado, es porque no se ha evaluado su sutileza. Cuando Freud concluye que el sexo femenino nunca es descubierto, y termina lacónicamente su artículo sobre “La organización genital infantil” asentando la perpetuación de esta ignorancia hasta la edad adulta en la equivalencia significante entre la vagina y el seno materno,7 no interpreta que el niño y la niña no tengan conciencia de la materialidad de la vagina. Basta con observarlos para darse cuenta de que los pequeños se entregan muy precozmente a exploraciones que no dejan duda sobre su conocimiento de la anatomía. Pero el descubrimiento freudiano implica que estas constataciones no son significadas en el inconsciente como oposición de dos sexos complementarios. La vagina es bien conocida como órgano, pedazo del cuerpo, pero no es reconocida, a nivel significante, como sexo femenino. Ahora bien, la teoría de la castración no es solamente la creencia que el neurótico instala en el lugar de un imposible de soportar, es también el punto de anclaje del mito de Edipo sobre el cual Freud se propone fundar su práctica. Por ello, uno no se sorprenderá, de que él se tope con pared en “Análisis terminable e interminable”: la teoría de la castración, aunque permita explicar la construcción de la neurosis, se revela sin embargo incapaz de proporcionar la clave que permitiría salir de ella. Se comprenderá también la razón de las dificultades y contradicciones con las que Freud deberá enfrentarse en los dos grandes artículos de 1931 y 1932 sobre “La feminidad” y “La sexualidad femenina”.8 Pues la cuestión que se plantea, y que se agudiza particularmente cuando la práctica freudiana se dirige a las mujeres, produce una paradoja. Se trata, en suma, de saber si se puede, con un saber en falta (el de la castración), lograr que la verdad surja de un ser que viene a encarnar la falta en sí misma: el ser femenino. La pregunta de la verdad del saber analítico se halla en7 “La vagina es apreciada ahora como albergue del pene, recibe la herencia del vientre materno” [Sigmund Freud, “La organización genital infantil”, en Obras completas, vol. XIX, p. 149]. 8 Desarrollaremos este punto más adelante.

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tonces directamente vinculada al modo en el que la feminidad se toma en cuenta.

La histérica, partenaire del psicoanalista ¿No es ésta, finalmente, la pregunta misma que la histérica plantea al psicoanalista? Al interrogar a su manera irónica la potencia del padre y su capacidad de desear, y negándose por otro lado a la posición de objeto sexual que le asigna el fantasma masculino, la histérica sostiene un cuestionamiento que desborda ampliamente las relaciones intersubjetivas de su novela familiar. Apunta al límite del mito edípico y del poder del falo. El discurso de la histérica tiene como función demostrar que el mito edípico y la lógica del falo desconocen la existencia de la mujer como tal. De ahí el asomo del desafío —entre esperanza y despecho— que marca a menudo su relación transferencial con el analista. Es justamente lo que ella exige que le explique: ¿verdaderamente se deja engañar por el padre? Y, ¿sabe él lo que es y lo que quiere una mujer? Recordemos el fracaso de Freud con Dora, de quien él quiere a toda costa que reconozca su posición de objeto sexual para un hombre (Sr. K.), cuando la pregunta de Dora apunta más bien hacia el enigma que representa para ella la otra mujer (Sra. K., esposa del Sr. K. y amante del padre de Dora). La posición de Dora se sostiene en el culto de una feminidad misteriosa encarnada en el cuerpo de la Sra. K.; ese cuerpo es su pregunta. La Sra. K. corre peligro de ser descubierta, desposeída de su aura de misterio, y Dora por su parte se siente precipitada, rebajada al rango de un puro objeto de intercambio entre su padre y el Sr. K. Dora se rebela contra esta humillación; pero Freud no lo comprende en 1899, y al empujarla hacia el Sr. K. no hace sino repetir el fantasma de Dora: ¿su padre y el Sr. K. habrían sellado un pacto en el cual ella es el objeto?9 Esta interrogante, por la cual la histérica intenta atrapar su ser más allá de lo que ella pueda ser para un hombre, excede ampliamente el campo de una clínica de la neurosis. En efecto, como Lacan lo subrayó después de Freud, el proceso analítico implica la histerización del sujeto. El sujeto del psicoanálisis es histérico, o, más exac9 Recordemos que la joven Dora había ido a consultar a Freud por instigación de su padre.

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tamente, sujeto a la histeria. Pues el análisis conduce inevitablemente al sujeto por el desfiladero de sus demandas —“¿Quién soy?”, “¿Cuál es el objeto de mi deseo?”— a confrontarse con su falta en el saber concerniente a la feminidad. En este sentido, la histeria constituye, en efecto, la neurosis base; las otras neurosis, no serán sino variaciones o dialectos de la histeria, la única, por otra parte, que Lacan elevará al rango de estructura de discurso. Si esta pregunta conlleva un desafío, es porque la histérica la plantea como una protesta. Ella protesta, en nombre de la Mujer, contra la división subjetiva que le impone la impotencia del saber, para nombrar lo femenino como tal. Esta protesta puede aferrarse en el análisis, si el analista hace de amo, si intenta imponer a la histérica la sentencia que enuncia el inconsciente. Más allá de la lógica fálica de la castración, el proceso analítico revela en efecto al sujeto que el objeto causa del deseo —el objeto de la pulsión sexual— es fundamentalmente asexuado, lo que quiere decir que la sexualidad del ser humano no está originalmente vinculada a una diferenciación de los sexos, sobre la cual el inconsciente permanece mudo. Es en el fantasma donde el sujeto busca dar figura de mujer a ese objeto, pero el soporte de esta representación es una mirada o un escíbalo. El fantasma histérico es, desde este punto de vista, particularmente demostrativo. Frente a la falta de un significante de lo femenino, el sujeto es incitado a una división imaginaria donde él se sitúa a la vez en uno y otro lugar de los partenaires en la relación sexual. Esta función del fantasma, en tanto que remplazo de una relación sexual imposible de significar como tal, constituye un hilo conductor de lectura en los desarrollos de Freud y de Lacan. Tiene su punto de partida hacia 1908, en el artículo de Freud sobre “Las fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad.”10 En él establece que detrás de todo síntoma histérico siempre hay dos fantasmas sexuales, uno con carácter masculino, y otro con carácter femenino. Retoma esta tesis al año siguiente en “Apreciaciones generales sobre el ataque histérico”.11 Cabe preguntarse sobre el alcance que debe darse al término de 10 S. Freud, “Les fantasmes hystériques et leur relation à la bisexualité”, Névrose, psychose et perversión [“Las fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad”, en Obras completas, vol. IX, pp. 137-148]. 11 S. Freud, “Considérations générales sur l’attaque hystérique”, Névrose, psychose et perversión [“Apreciaciones generales sobre el ataque histérico”, en Obras completas, vol. IX, pp. 203-212].

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bisexualidad en el que...


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