Title | Almafuerte y la poesía popular |
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Author | A. Pérez |
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Alberto Julián Pérez Almafuerte y la poesía popular Hubo en Argentina un poeta de poderosa originalidad en la segunda mitad del siglo XIX, al que la crítica literaria (a diferencia de lo que ocurrió con José Hernán...
Alberto Julián Pérez Almafuerte y la poesía popular
Hubo en Argentina un poeta de poderosa originalidad en la segunda mitad
del siglo XIX, al que la crítica literaria (a diferencia de lo que ocurrió con José Hernández) no favoreció demasiado: Pedro B. Palacios, Almafuerte (1854-‐1917). A pesar de esto, Almafuerte ha conquistado un lugar privilegiado en el corazón del público lector argentino. Se hicieron diversas ediciones de su obra (incluidas muchas ediciones “piratas” aparecidas mientras él vivía); la que yo manejo, Poesías completas de Editorial Losada, sigue la edición de Romualdo Brughetti, de 1954; es la quinta edición (la editorial adquirió los derechos de edición en 1990), apareció en junio de 1997, y a fines del mes de julio de ese mismo año, en menos de dos meses, ya estaba agotada. Y esto a varias décadas de haber sido escrita, tratándose de un género que usualmente no atrae el interés de un público lector numeroso, en un código literario poético diverso al contemporáneo, con un gusto distinto, y a pesar de la marginación crítica que ha sufrido la poesía de Almafuerte. ¿Qué pasa con Almafuerte? ¿Cómo explicarse su obra? 1
En un discurso que pronunciara dedicado a los estudiantes, en 1910,
Almafuerte afirmó sucesivamente que había nacido demasiado tarde y demasiado temprano. Se identificó con el papel del Evangelista en relación a Cristo: él era el anunciador de la llegada del hijo de Dios, pero no era Dios. Fundado en una concepción positivista, cientificista, evolucionista del hombre, Almafuerte afirmó que estaba por venir “...el gran poeta, el gran pensador, el gran cerebro americano...”,
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pero que éste no podía ser él, porque “...cuando yo vine al mundo, la obra de mi raza, la tarea encomendada a mi raza, por los designios inescrutables de Dios, ya estaba concluida...De manera que yo llegué tarde, de manera que yo surgí a la vida como un gaucho holgazán, que cae a la tierra bien empilchado y jacarandoso, cuando ha cesado el trabajo y comienza la fiesta...” (Obras Completas 405). Almafuerte se sentía un criollo nacido demasiado tarde, era de alguna manera un hijo de Fierro, uno de esos muchachos que en el final del Martín Fierro se separa de sus hermanos y su padre, buscando su propio destino. Ese destino era el reintegrarse al seno de la comunidad como una persona trabajadora y útil, a quien los gobernantes debían aceptar y reconocer, y tratar con la benevolencia que se espera del poder político para con la sociedad civil (benevolencia de la que, sabemos, no habían disfrutado los criollos -‐ los gauchos -‐ del pasado).
Al concluir la primera parte del Martín Fierro, 1872, muere, simbólicamente
hablando, el gaucho matrero y libre, y en la segunda, 1879, nace otro tipo: el gaucho de una cultura rural en transformación, que solicitaba respeto y un lugar dentro de esa sociedad progresista, bajo el amparo de las leyes. Almafuerte simboliza ese tipo de criollo: el nacido en una sociedad en desarrollo, regida por las ideas del positivismo evolucionista. Continúa Almafuerte: “...una raza como la mía es una sub-‐ raza más que una raza; y como tal sub-‐raza...no está destinada a realizar nada más...que una serie reducida de acontecimientos... Realizada su misión, producido el hecho histórico a que mi pobre raza estuvo destinada, ella tiene que sucumbir por aniquilamiento, por inadaptación...”(O.C. 405). Almafuerte se reconoce como parte de una “sub-‐raza” en transición y da una explicación sobre el por qué de la extinción del criollo libre, del gaucho mítico argentino. Fue aniquilado por el progreso evolutivo: se produjo el hecho histórico a que estaba destinado -‐ luchar por la libertad de la patria y la defensa del territorio nacional -‐ e, incapaz de adaptarse al nuevo regimen de vida (rápido crecimiento económico, urbanización creciente e
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inmigración explosiva), debía sucumbir como resultado de la evolución de la raza, para dar paso a un nuevo tipo de hombre.
Puesto que la multitud de jóvenes reunidos aclamaba a Almafuerte, insistió
en que ese poeta de la nueva raza americana no era él: él sólo era el profeta que lo anunciaba. “La futura grande alma...que será el cerebro definitivo del hombre, aparecerá sobre la cúspide de los tiempos, cuando el cerebro de la nueva raza en gestación se haya formado...”(O.C.406). El poeta por venir sería el cantor del hombre nuevo. Ese hombre nuevo no podía llegar todavía.2 En 1910, el espíritu poético no era lo suficientemente abierto, americano; era aún un espíritu limitado, encerrado en sí mismo.
Almafuerte se reconocía en el discurso evolucionista, biologicista, de los
pensadores positivistas de fin de siglo. Estaba en una situación singular e inédita. Si bien se sabía un criollo de raza, no podía ser un gran poeta gauchesco (aunque en su juventud escribió poemas gauchescos -‐ y uno de ellos, “Décimas”, es de 1877, dos años antes que José Hernández publicara la segunda parte del Martín Fierro -‐ y posteriormente escribirá varias milongas) porque la sociedad había “evolucionado” y el gaucho libre se había extinguido. A partir del ochenta, que es cuando Almafuerte escribió la mayor parte de su obra (sus mejores poesías son posteriores al noventa) surgieron nuevos protagonistas sociales: el inmigrante europeo, principalmente italiano y español, y el criollo argentino emigrado a las áreas en proceso de rápida urbanización. Se estaba gestando una sociedad urbana, prohijada por el rápido progreso material.
Almafuerte aceptaba su tiempo a regañadientes y con nostalgia, como todo
hombre que cree que nació demasiado tarde y se siente privado de vivir los hechos heroicos que se cuentan del pasado.3 El tiempo del heroísmo criollo había terminado, dando lugar a la formación de una sociedad de cambio, en que se estaba creando un tipo diverso de hombre. Almafuerte era consciente de ello y, a pesar de saberse criollo, y muy cerca, por su sensibilidad, de los héroes de la gauchesca,
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abrazó, llevado por sus sentimientos compasivos y cristianos, la causa de ese ser anónimo en gestación, a quien reconocía como un nuevo sujeto social: el “hijo” de las multitudes argentinas, la masa, la chusma formada de inmigrantes y criollos desplazados a las ciudades. A diferencia de Manuel Gálvez y Ricardo Rojas, que desconfiaban de los cambios sociales que podían traer los inmigrantes (los veían como amenazadores para la sociedad nacional y sentían que eran una fuerza disolvente para la unidad del idioma), Almafuerte los respetaba y admiraba, los veía como parte de su “chusma” querida: no diferenciaba, no quería diferenciar, a los criollos pobres de los extranjeros pobres.4
Tenía un sentido abierto inclusivo (ni selectivo, ni elitista) del futuro
nacional. La sociedad “decadente” del presente daría lugar a la sociedad “elevada” del futuro. Las generaciones por venir representarían lo más noble del ser nacional. El había nacido en una época de transición social. Vivía en un mundo desvalorizado. Su punto de vista coincidía con el del sociólogo positivista José María Ramos Mejía: no había que desconfiar de las multitudes, las masas populares argentinas. Eran ellas las que estaban forjando el país moderno (Ramos Mejía 12-‐13). Las masas no eran fuerzas oscuras destructivas. Llevaban dentro de sí el amor a la libertad y poseían una enorme voluntad de acción. Para Almafuerte, la fuerza de las masas populares y nacionales era incontenible. Por eso, él -‐ Pedro B. Palacios -‐ era un alma fuerte, para alentar poéticamente a las multitudes que necesitaban un líder, un “pastor”, un “profeta”. Buscaba transformarse en ese profeta, que las guiara a su liberación, y cantaba para alentarlas, para devolverles la esperanza.
Almafuerte no se preocupará en su poesía por la forma en sí: no era un poeta
exquisito, ni un poeta meramente “romántico”. No era un poeta culto “literario” en un sentido tradicional. Aquellos que lo conocieron testimoniaron que Almafuerte leía poco, y que su principal libro de cabecera era la Biblia, el libro de libros. Como Whitman, Almafuerte se inspiró en el aliento épico-‐religioso del versículo bíblico y, a semejanza del gran Baudelaire, se sentía atraído por las complejidades del mal y del
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pecado. Tenía la mirada fija en la salvación, en la redención del género humano. He mencionado a Baudelaire: esto no significa que Almafuerte lo tomara como modelo intencional. Sólo demuestra que Almafuerte fue un poeta indiscutiblemente moderno. No moderno como lo fueron los Modernistas. Almafuerte representa la otra modernidad: la modernidad positivista, desarrollista. Discutirá en su obra grandes problemas que preocuparon a los hombres del fin de siglo, como la falta de fe en el dios cristiano tradicional y la soledad del individuo frente a la creación.
Mientras los Modernistas se oponían al espíritu materialista del positivismo
y buscaban un nuevo tipo de espiritualismo esteticista, en que el arte mismo reemplazara a la religión, Almafuerte quería religar al hombre nuevo en gestación, a la “chusma”, consigo misma: por eso se autodefine como “madre”, madre de la chusma (dice en “Confiteor Deo”: “Por más que me comparo con todo el mundo,/ yo no doy con el tipo que bien me cuadre:/ soy el llanto que rueda sobre lo inmundo.../ ¡Yo he nacido, sin duda, para ser madre!” O.C. 285). Podemos imaginar a Almafuerte como una especie de espíritu antiarielista. El no clama por una sociedad de escogidos, de discípulos del espíritu elevado. Su sociedad no tiene por fin la belleza, sino el bien y la justicia. Pero mientras Rodó consideraba a las masas una fuerza ciega, que amenazaba al hombre “superior” modernista, de sensibilidad ilimitada, para Almafuerte las masas eran las protagonistas de una sociedad de trabajo. Rodó sentía repulsión hacia las masas, las observaba con disgusto y soñaba con elevarlas, cambiándoles su identidad. Reconocía a su cultura como una cultura occidental, cristiana y latina. Reafirmaba los vínculos eurocéntricos con el viejo continente madre. Almafuerte, en cambio, creía en una cultura americana, la cultura que surgiría de esa chusma. La madre de esa chusma era él mismo. Por eso su profesía y su mesianismo. Estaba anunciando el advenimiento de esa chusma nueva argentina y americana de la cual él era madre. Esa chusma era nada más y nada menos que el pueblo argentino. Era un pueblo nuevo. Un pueblo radicalmente diferente al pueblo gaucho de José Hernández. Era el pueblo de criollos e inmigrantes urbanos.
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Consecuentemente, Almafuerte emprende un “viaje cultural” en sentido
contrario al de los modernistas. Si Darío, Jaimes Freyre y Lugones pensaban que París era el centro cultural del Modernismo y anhelaban viajar a la ciudad luz, Almafuerte cree en la diseminación de la cultura y hace su viaje americano hacia la periferia. Se desplazaba constantemente, de la ciudad de Buenos Aires a pueblos como Chacabuco y Mercedes, y a una ciudad, fundada recientemente por voluntad política, adonde acudían los inmigrantes: La Plata, nueva capital de la provincia de Buenos Aires. Almafuerte, como Borges luego, se desplazó hacia el suburbio. Hacia lo heterogéneo. Mientras los modernistas buscaban un eje y un centro, Almafuerte deseaba la dispersión. No necesitaba una cultura paterna ni se reconocía hijo de Europa o París, por la sencilla razón que no tenía miedo de ser madre. Es la madre de América o de una nueva Argentina: la patria criollo-‐inmigrante. El pueblo en gestación al que llama su chusma.
Si el viaje de Almafuerte hacia la cultura difiere, tanto en lo ideológico
(Rodó), como en lo estético-‐poético (Darío), de los modernistas, también se aleja de los románticos (Olegario V. Andrade, Carlos Guido y Spano), precisamente en virtud de su espíritu popular. Almafuerte ha descubierto un sujeto poético y un público que los poetas románticos argentinos ignoraban: las masas, la chusma nacional argentina. Los románticos de la llamada “segunda generación romántica” eran poetas patricios, que se dirigían a su público lector liberal, elevado e instruido, con vuelo épico. Eran poetas ideólogos. Almafuerte le habla a un público totalmente nuevo y para esto se tiene que forjar un vocabulario poético original. No “importa” el lenguaje de los románticos europeos. Por supuesto que conoce y ama a Víctor Hugo. Como poeta “americano” y poeta “madre”, Almafuerte crea su propio género, amasa su propio barro. Es un poeta hornero, que hace su nido. ¿Cómo hablarle a la chusma y llamarle, como lo hace, “chusma amiga”? Dice en “Confiteor Deo”: “Para mí las palabras siempre son bellas/ y siempre de cualquiera se saca fruto:/ la más vil, la más vana de todas ellas/ contiene la
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presencia de lo Absoluto./ Como las vibraciones de un necio ruido,/ ni Wagner ni Rossini me dicen nada;/ pero, si por acaso, gime un gemido.../ ¡me traspasa las carnes como una espada!” (O.C. 282) Se vale de un lenguaje radicalmente distinto al de los poetas cultos anteriores y contemporáneos, románticos o modernistas. Su concepción del uso de la lengua está más cerca de la de aquellos poetas criollos que lo precedieron: los gauchescos. Escoge el lenguaje más acorde con sus fines. Las palabras en sí son bellas porque dan frutos, pueden enseñar y comunicar.
El tipo de belleza que concibe Almafuerte no es la belleza contemplativa de
los poetas cultos modernistas, no es una belleza preciosista. Es una belleza práctica. ¿Qué es lo que la define? La acción. Una acción cristiana y humanista. Si a un poeta modernista lo que más lo conmueve es contemplar una obra de arte, un cuadro bello o escuchar una composición musical del gran Wagner, a Almafuerte lo conmueve el gemido de dolor de otro ser humano. Crea aquí una conexión espiritual con el dolor y aún con el mal que no había logrado hasta ese momento la poesía argentina e hispanoamericana en lengua culta (la poesía popular gauchesca, especialmente el Martín Fierro, ya había llegado a estas profundidades). Habla desde el mal y en nombre de los doloridos y los castigados. Se vincula aquí, espiritualmente, con la gran labor poética de Baudelaire. Los poetas románticos argentinos hablaban desde el bien condenando al mal. Darío podía a veces confesar los aspectos perversos de su sujeto poético. Pero Almafuerte va más lejos: celebra el mal, canta al dolor con inmenso vitalismo. Es un héroe y un santo del dolor, se transforma en una lección de esperanza y un modelo para los vencidos, para la chusma moralmente acosada. Dice: “A mí no me consternan mis amarguras,/ a mí no me interesa mi propia vida:/ lloro mis admirables prédicas puras/ que pierden su prestigio con mi caída./ Yo soy el Indomado, soy un completo/ que se adora a sí mismo y en sí se absorbe:/ me basta mi profundo propio respeto/ bajo los salivazos de todo el Orbe” (O.C. 285). Podemos aún escuchar aquí las bravatas del criollo, del viejo espíritu gaucho incontenible. Es un ejemplo de valor moral.
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Su poesía no consiente el sentimentalismo porque lo considera destructivo.
Almafuerte tiene que dar la lección. Brughetti comenta que fue maestro de una generación de poetas populares, como Evaristo Carriego, quien, demostrándole su admiración, le pidió que prologase Misas herejes. Almafuerte rehusó hacerlo y Brughetti conjetura que fue por el excesivo sentimentalismo y el tono quejumbroso del libro (78-‐9).5
Almafuerte creó para su poesía una imaginería poética original y personal,
que se adecuaba a la sicología del argentino, era una respuesta a la necesidad de las masas y la “chusma” local. Esta imaginería no es una elaboración libresca, sino el resultado de la observación de las pasiones argentinas que realiza un buen orador y poet...