Confesiones de un pequeño filósofo Resumen PDF

Title Confesiones de un pequeño filósofo Resumen
Course Lengua Castellana y Literatura
Institution Bachillerato (España)
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Summary

Resumen de dicho libro, escrito por Azorín....


Description

“Confesiones de un pequeño filósofo” Azorín. I: Yo no sé escribir. Dirigiéndose al lector comienza a escribir, anunciando que lo hace, a medianoche, en una biblioteca de Collado de Salinas, en el campo, y que pretende recordar su vida en su escrito. Se lo nota melancólico por los tiempos pasados de su niñez y adolescencia; de su juventud. Se pregunta si alguien tan insignificante como él, a nivel existencial, merece plasmar su vida en papel.

II: Escribiré. Se pregunta qué importancia tienen los logros que produjo como escritor/periodista si no puede ser capaz de plasmar su vida en papel como él quiere y de manera que el lector lo entienda como él quiere, es decir, de manera vivaz e inconexa “como la vida misma”. Así se desligará de las etiquetas que se le atribuyendo a lo largo de su vida y se mostrará con su mejor temple. Por último, pide que el lector lo comprenda en las acciones llevadas a cabo en su juventud, y afirma que estas son el prologo para hazañas a cumplir, si es que uno las llega a cumplir, en la cumbre de la vida.

III: La escuela. Recuerda cuando iba a la escuela de pequeño, con un sentimiento de aborrecimiento hacia su profesor, un hombre inflexible que lo “adoctrinaba con ahínco”. El sentimiento de molesta se incrementa al recordar que él recibía una lección especial por ser hijo del alcalde. Recuerda las características religiosas que poseía la escuela. Reafirma la incapacidad de su antiguo profesor de enseñar.

IV: La alegría. Azorín recuerda que el momento de la noche era su favorito, pues, después de vagar por la escuela y por su casa, podía jugar con su vecino a la lunita, único juego que practicaba y que además recuerda con mucho cariño. También recuerda, con muchísimo afecto, a una mujer, criada, que vestía de manera muy peculiar, causándole risa, y que los llevaba hacía un rincón de tierra dónde podían revolcarse libremente.

V: El solitario. Añade que la mujer que él tanto recuerda con estima tenía un patrón completamente diferente a ella: solitario e introvertido. Recuerda que este señor siempre a la misma hora, sentado en el jardín del casino con sus dos perros a los costados y con un silbido, llamaba a los pájaros que se hallaban cerca y procedía a alimentarlos. Agrega que el hombre en cuestión había hecho cosas por la ciudad, pero que, sin embargo, el pueblo había sido malagradecido y que por ello el señor se fue a vivir al campo, sin nunca más pisar la ciudad. Lo único que lo mantenía conectado al poblado era el periódico que le llevaban.

VI: “Es ya tarde”. Azorín rezonga de que de joven se le recrimine llegar tarde a su casa, alegando que en el campo el tiempo pasa tan lentamente que no se sabe que hacer con él, pero que siempre terminaba siendo “tarde”.

Se pregunta a cuento de qué debe uno preocuparse por el tiempo, cual es aquel trámite que nos requerirá de nuestro tiempo. Añade que esta incertidumbre conformó el eje de su vida y que gracias a ella se halla ansioso y preocupado por el suceder de las cosas a través de los tiempos. Anima al lector que nunca violente un niño, aclarando que él nunca ha sufrido maltrato infantil. Dice que con las primeras lágrimas derramadas de un niño a este se le borra la perspectiva risueña de la vida y se planta en él sentimientos negativos, como la tristeza, la venganza, la ira…

VII: Camino del colegio. Recuerda que, con la llegada del otoño, se ponía triste, pues se acercaba el momento de asistir a la escuela. Recuerda también cómo se preparaba su familia para partir, planchando ropa y doblándola pulcramente, además de llevar un cubierto de plata, el cual Azorin aún conserva y observa con simpatía. Evoca el viaje, de largas horas, que debían hacer en carro para llegar hasta la escuela.

VIII: El colegio. Azorín comienza narrando, describiendo, un antiguo convento franciscano, al que le agregaron construcciones y así pasó a ser el colegio en el que él estudiaría. Describe su exterior e interior. Menciona un jardín en el que estuvo pocas veces, pero del cual disfrutó mucho.

IX: La vida en el colegio. Azorín narra como eran sus mañanas en el colegio, empezando su día desde antes del alba. Después de ponerse presentable para el día se ponía a rezar. Cuenta que esa rutina dejó en él el elemento de la ansiedad y las ansias de conocer el por qué… Cuenta el afanoso horario que poseía, junto a sus compañeros de estudio. Cuenta que el método de enseñanza tan primitivo, rústico, inflexible, que recibía en su virgen cerebro era como una tortura.

X: La vega. Cuenta que, a pesar de estar encerrado allí, pudo explorar mínimamente su lado artístico mirando, durante 8 años, a través de la ventana que estaba frente a su pupitre un hermoso paisaje con riachuelos, follaje y de fondo una pequeña casa que lo inspiró. Derrama así, y con la escusa del paisaje, su amor por la Naturaleza.

XI: El padre Carlos. Azorín recuerda al primer escolapio que vio cuando llegó a la escuela: el padre Carlos Lasalde, arqueólogo, a quien aguarda con dulzura y cariño. Lo describe como un hombre inteligente y silenciosos, con un enorme aire de melancolía, que hacía sumirse en un silencio oyente hasta a los niños mas revoltosos. Reflexiona que cree que el destino le ha puesto frente suya a estos hombres taciturnos en su vida. Posee un viejo recuerdo del padre hablándole con tranquilidad y estima, para después irse. Azorín recuerda haberlo visto con veneración. Comenta que el padre Carlos duró poco en el colegio. Añade que unas antiguas estatuas egipcias que él había desenterrado quedaron allí. Alega que la melancolía del padre se debía a la añoranza de las épocas pasadas.

XII: La lección. Azorín recuerda una lección sobre algoritmos que le fue difícil de aprender, distrayéndose con un cuaderno con recortes de periódicos que tenía en el pupitre. No pudo aprenderse lección en ese período de tiempo, y al momento en el que tuvo que pasar frente al salón a exponerla, no pudo. A causa de eso, el profesor le quitó la merienda.

XIII: La luna. Azorín evoca la memoria de estar recorriendo un lago salón y observar desde lejos un anemómetro que giraba encima de un techo. Comenta que sentía cierta admiración por este artefacto. Añade que aquella torre, donde estaba el anemómetro era el observatorio. Describe, deslumbrado, cómo por la noche salía un telescopio por dicha torre. Cuenta como una noche subió allí y vio la luna mediante el telescopio. Esa misma noche sintió como en él entraba la esencia de la poesía y el anhelo.

XIV: Yecla. Comienza relatando con la cita de un autor, el cual dice que el pueblo en el que Azorín se crió es terrible. Azorín confirma esto, añadiendo descripciones del lugar. Cuenta que su pueblo, naturalmente triste y melancólico, acentúa su esencia en días religiosos (Semana Santa) con bríos. Concluye que aquel es un pueblo pobre, devoto, frío, hambriento y resignado.

XV: La misteriosa Elo. Azorín pregunta CÓMO explicar la índole de su pueblo, único en su especie, dice. Se pregunta cómo llegó a ser lo que fue. Deja en claro que le dicen a su pueblo “la ciudad de las campanas” (por la cantidad de iglesias que posee y que recobran vida durante vísperas religiosas). Teoriza sobra la posibilidad de que su pueblo posea sangre asiática, debido a la proximidad con Oriente Medio. Con Elo quizá hacer referencia a la ciudad lejana asiática con la relaciona su pueblo.

XVI: Mi primera obra literaria. Azorín rememora el primer escrito que produjo: un corto discurso, que tuvo que leer, de pequeño, frente a religiosos de su escuela, en el largo comedor. Comenta que no recuerda mucho de este suceso, pero que le gusta como lo evoca: de manera caótica, indefinida. También recuerda cómo uno de esto religiosos le halagó y Azorín pensó que lo hacía porque lo veía pronunciando importantes discursos en el Parlamento. Azorín se entristece ante la realidad que le precedió, lejos de ser aquello, y en su lugar se un hombre que no logró ni una acta de diputado.

XVII: Mis aficiones bibliográficas. Azorín evoca los gloriosos momentos en la escuela cuando el maestro salía del salón, cómo todos sus compañeros se volvían locos (pues de estar obligados a quedarse quietos pasaban a hacer lo que querían). Azorín dice que él solo se quedaba sentado, leyendo un libro sobre artes mágicas. Cuenta que, tan embebido se hallaba en el libro, que no se dio cuenta cuando llegó el maestro, quien le arrebató el libro de manera brusca. Azorín cuenta que nunca pudo olvidar ese acto que presenció; pasar del placer al dolor en un segundo.

XVIII: El padre Peña. Azorín recuerda una clase de francés, donde su maestro, el padre Peña, le pregunta si sabe del tema. Azorín comienza a leer su libro de francés y a traducirlo, con incongruencias que el profesor le resalta, pero sin embargo no corrige, pues se vuelve a embarcar en su lectura del periódico.

XIX: El padre Miranda. Azorín evoca as profesor de Historia Universal, el padre Miranda, quien les dejaba hora libre si tenía algún discurso que hacer. Además, cuenta, que mientras explicaba cosas de la historia se quedaba dormido. Cuenta que cuando dejó de ser rector en la escuela, lo miraban con cierto desdén, como a un se débil, que no podía más con su desgracia. Azorín recuerda que, ya de más grande, paseando por el cementerio de Yecla, se topó con la tumba del padre Miranda.

XX: La propiedad es sagrada e inviolable. Cuenta que es lo que llevaba en su arquilla, que es como un lonchera: lapices, membrillo, calcomanías, un pequeño libro… Cuenta cuanto amaba el olor de membrillo que salía de su arquilla. Sin embargo, prosigue, un escolapio, un religioso, un día decidió suprimir estas arquillas, pues le parecían abominables. Cuenta que este es uno de los recuerdos mas ominosos de su infancia.

XXI: Cánovas no traía chaleco. Azorín recuerda como frente a su colegio había una pequeña casa, humilde, pobre, donde vivía una mujer pecaminosa, a la que todos los escolares miraban. Un día, un estudiante de los grandes fue hasta su casa, saltando el tapial, justo cuando no tenían quien los estuviera mirando, y volvió sin chaleco, pálido y emocionado.

XXII: El padre Joaquín. Azorín recuerda con gran cariño al padre Joaquín. Lo admiraba porque leía un periódico liberal. Describe brevemente la habitación del padre. Recuerda un apelativo cariñoso que el padre le dedicaba “silbantillo”. Comenta que muchas veces, debido a las cuantiosas horas libres que el padre les dejaba libre, a final de curso debía aprenderse a la fuerza todo lo que no había aprendido durante el curso.

XXIII: Los buenos modos. Azorín evoca las clases de modales, donde el profesor le recriminaba su forma de sentarse. Además, comenta, aún guarda el libro de modales con cariño, como una reliquia.

XXIV: Las tenerías. Azorín cuenta que siente curiosidad por las tenerías, y emoción por los oficios de pueblo de los pueblos, como curtidores y tejedores.

XXV: La sequía. Azorín afirma que hay momentos en nuestras vidas que son efímeros y únicos, pero que somos capaces de recordar con gran lucidez. Evoca, entonces, un recuerdo suyo. Este consiste en un paisaje de Yecla. Recuerda el sol candente que dibujaba sombras en las blancas fachadas y recuerda a los religiosos con su típica vestimenta. Dice no recordar más que eso, sin embargo a partir de ese recuerdo y con su conocimiento puede recrear y añadir un poco más de información al recuerdo. Recuerda el clima seco y caluroso, mortífero para la vegetación, ya seca.

XXVI: Mi tío Antonio. Azorín evoca a su tío, un hombre dulce y amable. Relata ciertos hábitos que poseía (como ir de determinada manera a comprar o hamacarse en la mecedora mientras escucha el piano, tarareando). Comenta que no sabe si él cursó estudios universitarios, pero que sin importar eso, poseía algo más invaluable: una perspicacia natural. Comenta que no era un hombre de riqueza, sin embargo lo poco que poseía, lo amaba. Añade que también solía practicar juegos lícitos, como los dados. Conmemora cuando su tía le comentaba cosas de sus andaduras por Madrid, y que eso, a su corta edad, lo fascinaba.

XXVII: Mi tía Bárbara. Azorín no está muy seguro del parentesco que lo une con su tía Bárbara, sin embargo la recuerda como una anciana siempre vestida de negro, con un rosario en la mano. Comenta que muy escasas veces la escuchó decir algo que no sea referente a expresiones como “¡Ay, Señor!”. Cuando no tenía que ir a misa, caminaba de casa en casa escuchando chisme y diciendo “¡Ay, Señor!”.

XXVIII: El abuelo Azorín. Azorín narra como, un día, un pintor pasó por Yecla y le realizó un retrato a su bisabuelo paterno. Esta obra cautivó a un gran admirador del Greco. Narra brevemente el cuadro, y añade que su bisabuelo era un filosofo teólogo que siempre miraba la esencia de Dios. Cuenta que posee libros de él, inéditos. Pero hubo dos excepciones: publicó un libro porque su gente cercana se lo pidió, y publicó un segundo libro porque escuchó decir barbaridades a un obispo en Francia y decidió opinarse sobre la cuestión. Azorín comenta que leyó este libro y, sin bien al momento en el que el mismo Azorín se pronuncia sobre la cuestión resulta anticuada, declara que en el libro presenta hay cierta esencia de su bisabuelo.

XXIX: Mi tío Antonio en el comedor. Azorín comienza describiendo brevemente el comedor de su tío. Narra que el mayor gusto de su tío es seleccionar los ingredientes en el mercado con los que hará guiso. Azorín confirma esto, añadiendo que los días en los que podía comer natilla eran los mejores, porque la satisfacción era plena.

XXX: Los despertadores. Azorín recuerda que aquellos días en los que se quedaba a dormir en la casa de su tío, por las mañanas, pasaba los labriegos de la Cofradía de Rosario, los comúnmente llamados los despertadores. Esta gente pasaba cantando de manera monótona.

XXXI: El monstruo y la vieja. Azorín recuerda estar en la casa de su tío Antonio con un libro entre manos, el cual poseía ilustraciones de animales. Azorín recuerda estar en el salón de su tío, escuchando el metal siendo trabajado en la herrería. Recuerda la presencia del aparcero, quien aparece diciendo que con las lluvias su cultivo se arruinó y no tiene con qué subsistir. Termina su lamento relegándole a Dios su destino. Recuerda escuchar un grito en la calle que anunciaba el entierro de un hombre. Añade el recuerdo de una anciana viuda, la cual clamaba, enlutada y rezando, por todos los muertos de su familia. Seguidamente, pide limosna. Recuerda la presencia de un reloj cú—cú, cuyo pajarito, que salía cada tanto, nombró “pequeño monstruo”, atribuyéndole características de algo inexorable y eterno.

XXXII: Mi tía Águeda. Azorín evoca a su tía Águeda, a quien conoció solo un año después de que esta muriera. Dice que ella se retiró a su pueblo natal para morir. Comenta que se hallaba muy enferma. Finaliza comentando que, cuando la iba a visitar, lo recibía dulcemente y él, aún siendo un niño pequeño, sentía la tristeza que la envolvía, sin embargo no era capaz de explicarlo.

XXXIII: Encubrid vuestros dolores. Haced fuerte y bien a la vida. Azorín recuerda la enfermedad que aquejó a su tío Antonio: el mal de piedra. Comenta que su tío siempre intento tomarlo con humor, traduciendo, para su tierna edad, la situación mediante metáforas. Añade que momentos antes de morir, le dedicó a su familia bellas palabras. Azorín afirma que su excelente tío se halla en un mejor lugar.

XXXIV: La ironía. Azorín comienza proponiendo un viaje hacia un destino desconocido, hecho encantador de los viajes, afirma. Comenta que, cada vez que ve un medio de transporte partir, le dan ganas de partir él también. Comenta haber tenido un barco de juguete y después haber visto barcos de verdad sobre el mar. Dice sentir simpatía por los barcos. Los observaba y se cuestionaba a dónde iban. Recuerda recorrer un barco en desudo junto a un marinero. Azorín dice haber encontrado en él un tipo de ironía que más nunca pudo hallar en los grandes maestros.

XXXV: ¡Mechirón! Azorín comienza narrando, describiendo, una cas, la casa de Mechirón, un hidalgo triste y pobre, empequeñecido. Azorín cuenta que le sorprendía verlo vestido tan pobremente siendo de alta alcurnia. Luego supo que su hija había fallecido y que dejó sus pertenencias intactas. Azorín rememora, que años después, cuando hubo visto la lapida en el cementerio (esta rezaba que el fallecido era un ser ilustre y con varios títulos), él habría escrito una fantasía heroica caballeresca.

XXXVI: “Azorín es un hombre raro.” Azorín recuerda, ya entrado en edad y con bastón, el momento en el que hizo una visita a una casa elegante, con muebles de moda, los cuales tildó de banales. Comenta que durante la visita no supo que decir y que esta transcurrió en silencio. Los señores de la casa le alababan su talento, el cual Azorín piensa no poseer, y añaden que “Azorín es un hombre raro”.

XXXVII: Los tres cofrecillos. Azorín dice que resumiría en muy pocas palabras las sensaciones que tuvo de pequeño en su pueblo. Comenta que estos mismos valores que lo rigieron los comparte con el resto del pueblo español: la inercia, resignación, miedo a la muerte. Comenta que repugna las teorías y leyes, y que cada uno debe hacer sus propias reflexiones filosóficas. Finaliza diciendo que lo cofres guardan, cada uno, estos tres valores: • ¡Es ya tarde! • ¡Qué le vamos a hacer! • ¡Ahora se tenía que morir! En estos se reúne la mentalidad del español.

XXXVIII: Las vidas opacas. Azorín dice que no tiene espíritu de hombre mediocre y capaz de ignorar lo que sucede a su alrededor. Evoca la magia nocturna que algunas antiguas tiendas, ubicadas en callejuelas de la ciudad, poseen.

XXXIX: Las ventanas. Azorín comienza dirigiéndose al lector, preguntándole si alguna vez vio una ventana desde un monte. Comienza a narrar el paisaje, tardío, que él admira desde una montaña alta. Con un catalejo, dice, se debe observar las casas lejanas, blancas. Estas poseen ventanas, pero Azorín apunta a una que es pequeña. El carácter misterioso que poseen estas ventanas pequeñas inquietan profundamente a Azorín.

XL: Esas mujeres… Azorín comienza preguntándole al lector si alguna vez conoció a una mujer que haya provocado un hechizo momentáneo, para después desaparecer. Añade que este tipo de mujeres son como una revelación. Escenifica una situación donde el lector se puede encontrar con una de estas mujeres y propone un análisis de ella, simpatizando con las imperfecciones encontradas en ella, sintiendo angustia al momento en el que ella se marche, pues dejó un huella en quien la observó detenidamente. Azorín concluye añadiendo un recuerdo de su juventud, donde, sentado junto al mar, observaba a mujeres “sugestionadoras” que lo ponían en un estado contemplativo.

XLI: Las puertas. Azorín se muestra emocionado, ahora, por las puertas. Se pregunta si las cosas tienen alma. Deja en claro que cada puerta es diferente, que cada puerta posee sus propias características y

funciones. Finalmente, pide respeto para las puertas, pues siente gran veneración por ellas, pues alega que detrás de cada una puede haber un cambio importante.

XLII: María Rosario. Azorín evoca, posiblemente, a su primer amor: María Rosario. La recuerda tierna y joven, con quince años. La recuerda cosiendo, en el patio. Comenta que le gustaría volver a esos tiempos pasados. No obstante, intentando ser realista, se la imagina en la actualidad como una madre ama de casa en un hogar oscuro, con un hombre monótono y con los encantos de la juventud ya lejanos. Azorín siente angustia al evocar aquellos momentos que no volverán.

YO. PEQUEÑO FILÓSOFO. I Ya dejando atrás sus memorias, comienza a narrar, en su tiempo presente, que viajó, después de muchos años, a Yecla, su ciudad natal. Comenta haber recorrido el pueblo y haberse quedado en la casa que antaño fue de su tío Antonio, donde comienza a escribir este libro. Dice sentir la típica tristeza y resignación que aquel pueblo siempre brindó, siempre igual, pues Azorín añad...


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