Definición DEL Objetoi Y Valor Artísticos PDF

Title Definición DEL Objetoi Y Valor Artísticos
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Course Filosofía del Arte
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PROBLEMA I. LA DEFINICIÓN DE ARTE Y SU VALOR. CONFERENCIA 1. La definición del objeto y el valor artísticos a partir del análisis histórico de su función y sus modos de presentación en la Premodernidad. Uno de los problemas fundamentales que se presenta en la Historia y la teoría del arte occidental es el referido a la definición de arte, aunque necesita ser observado en su sistema de relaciones con la Estética y otras disciplinas derivadas del proceso de autonomización de los saberes propio de la Modernidad. Es una cuestión que vemos plantearse en la Filosofía de la Antigüedad, que se aborda con intensidad en los ensayos de la modernidad y hasta forma parte de las nuevas vertientes epistemológicas de nuestra contemporaneidad (pongamos por caso el tratado homónimo de Umberto Eco, de corte semiológico), y que trasciende la esfera de la producción, capaz de autodesignarse, para incorporar la percepción del arte como acto mediante el cual también se designa como tal. Íntimamente relacionado a la definición de un objeto como arte, aparece el problema del valor artístico, donde, quizás por la reminiscencia del sincretismo que caracterizó la actividad humana en sus primeros tiempos, la artisticidad es una cualidad que, tanto desde la creación del valor como del juicio de valor, se extiende más allá de la esfera denominada artística desde la clasificación de los saberes y la producción humanas de la Modernidad. Recordemos si no el arte culinario o el arte militar, y cómo al individuo sobresaliente en estos y otros menesteres, se le califica de “artista”. Sin dudas estamos hablando de destrezas o habilidades. Estas consideraciones nos advierten sobre la compleja tarea de lograr una definición que, basada en regularidades, parezca definitiva o transhistórica, es decir, que sirva para cualquier época y producto. Por lo tanto, preferimos enfocar nuestro análisis sobre la definición de arte y de su valor como arte, teniendo en cuenta cómo el objeto creado cumplía las funciones que le estaban asignadas en el momento de su producción y de acuerdo con el criterio de sus destinatarios, que no son otros que sus contemporáneos, aun cuando es sabido que muchas de estas producciones, incluso tendencias completas, sólo fueron estimadas en su valor como arte en épocas posteriores a las de su producción como resultado de una relectura o revalorización del fenómeno; es a lo que se llama “distancia estética”, o como también resulta ya familiar, es resultado de la

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relectura o revisitación, que hacen los especialistas, y entre ellos, las que hacen los artistas del futuro. Así como tendríamos que observar cómo satisfacían las necesidades representativas del dominio que ejercían socialmente los grupos de poder, quienes a su vez regían los destinos del arte en esta Premodernidad, aunque no podemos desestimar que esta sea una constante que llega hasta nuestros días, quizás camuflado a través de los mecanismos propios de la institución arte, que de hecho constituye un poder. Y he aquí otro principio: se trata de funciones sociales. No podemos olvidar que una de las grandes preocupaciones de los filósofos griegos de la Antigüedad era responder a la pregunta de para qué servía el arte, lo que indica que estaban inmersos en el problema de la función del arte, preocupación que también es abordada por los teóricos y estetas modernos y contemporáneos, con el intento de explicar y fundamentar la versatilidad de las funciones artísticas, sobre todo para entenderlas dentro de lo estético y extenderlas más allá de lo estético o hedonista, una vez asumido que lo artístico no se limita a lo estético y que tiene sus propias funciones que incluyen, fundamentalmente: la comunicativa, ilustrativa, cognitiva, educadora, la estética o hedonista, así como la singular y privativa del arte definida como educación artística (educar la percepción artística, sólo posible mediante el contacto directo y sistemático con el arte). Debe además observarse que no todas las funciones se cumplen en el mismo momento ni con la misma intensidad, ni del mismo modo, por todos los objetos que se producen en un determinado momento; esto nos lleva a concluir que las funciones del arte presentan un comportamiento variable. De modo que fue descartada la belleza como cualidad definitoria del arte, que quedó establecida desde la definición de la Estética como disciplina en el siglo XVIII, cuando hizo de la belleza y el arte su objeto de estudio, y con ello el hedonismo como función exclusiva. Sin embargo, ponemos en duda que aquellos objetos artísticos no produjeran placer sensorial a sus destinatarios. El término “Bellas Artes”, como designación de bellos oficios, es sólo una convención moderna, hija de la especialización y madre del elitismo. La movilidad o variabilidad de las funciones del arte a través de su historia, nos proporciona una alternativa para la develación y análisis del problema de la definición del objeto y el valor artísticos.

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Si asumimos entonces la histórico-funcional como perspectiva analítica, y si la función social del arte es proporcionar placer a los sentidos, lo que se reconoce como placer estético o hedonismo, podríamos estimar que, en buena parte de la Pre-modernidad, el arte no cumplía esta función. A partir de este presupuesto podríamos también considerar que estamos ante una manifestación de “no-arte”, pues, como conocemos, en este inmenso período el arte, o lo que llamamos arte, estuvo en función, no del placer estético, sino de la supervivencia, primero, y luego, con la división de la sociedad en clases, de los intereses de los grupos de poder, fueran religiosos, políticos, militares, económicos, sociales, en pleno ejercicio de lo que P. Bourdieu denominó “violencia simbólica”: la imposición del símbolo que lo representa, violencia suave, como él mismo la califica, porque no es impuesta por las armas, pero violencia al fin desde el punto de vista de la creencia de un poder como también de un valor superior y que se constituye en modelo a seguir o cumplir sin alternativas, a menos que sean concebidas, como lo hace la historia del arte moderno, como innovadoras o rupturistas, lo que significa un cambio de la norma simbólica impuesta. De ahí que parece inevitable la aceptación de que sus funciones del arte son de naturaleza inevitablemente social, y por tanto, en nuestros análisis no podemos desconocer eso que se ha denominado los “contextos sociales” y que estamos ante un tipo específico de producción humana, la simbólica (Bourdieu, García Canclini), con una importante connotación socio-cultural. Debemos insistir en que el arte tiene su propia Historia, por lo que, aun cuando no podemos desconocer los contextos sociales, hay que traer a colación, de modo predominante, lo que está sucediendo en el propio campo artístico, es decir, entre los productores, los mecanismos de circulación y los destinatarios o consumidores. Aquí cabe mencionar otra cuestión de suma importancia, y sobre la cual I. Kant nos dejó un importante legado: el problema del gusto. Con él, el componente subjetivo adquiere relevancia, y con este se enfatiza el comportamiento variable del juicio de valor. El juicio de valor estará directamente vinculado a la institucionalización del arte. Pero el asunto se complica si además incorporamos el asunto de las necesidades expresivascomunicativas del artista. De ahí que según la Teoría de la institucionalidad, que implica la designación y legitimación del arte (Danto), donde el primero que designa el objeto como arte es el propio artista, con independencia de su corroboración posterior por parte del destinatario, del campo y de la sociedad en su conjunto.

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Tanto la ontología, la fenomenología, la axiología, la semiología, la iconología, la hermenéutica, la psicología y la sociología del arte, entre otras, son disciplinas que nos proporcionan criterios y métodos para un análisis multiperspectivista y, por tanto, enriquecedor. Pero sobre todo, hay que ir al fenómeno, al objeto arte, para tratar de desentrañar desde él mismo, las razones y cualidades de su existencia. La perspectiva morfológica del análisis tiene que estar presente porque no hay manera de valorar la obra de arte si no analizamos de qué manera está hecha, y por qué está hecha de esa manera, con esos materiales, con tales recursos técnico-expresivos. Pero OJO cuidado: no me refiero al binomio forma-contenido, ya desterrado del análisis artístico, donde la forma era subordinada al contenido; al contrario, puesto que ya se ha establecido como acertada la consideración de que, en arte, la forma es contenido artístico, no podemos analizar el objeto artístico sino de manera íntegra, donde en todo caso, y contrario a la concepción filosófica anterior, la forma dicta la intención, concepto este último más adecuado que el de contenido. Más que el qué (tema, asunto o argumento), lo que más importaría es descifrar cómo es tratado, pues esto nos revela la verdadera intención que sustenta el ser de ese objeto artístico. De ahí podremos deducir el sentido y el valor de la obra. Por este camino nos adentramos en la perspectiva hermenéutica, quizás la que proporciona una mayor apertura al trata con la obra, sus posibles significados, su intencionalidad profunda. Dicho del modo más sintético posible, se trata de encontrar el sentido oculto de las cosas, en este caso, realizar un ejercicio hermenéutico es más u otra cosa que emitir un juicio valorativo, es proporcionar o construir una interpretación de la propuesta artística. En esto tenemos que recordar la recomendación de Gombrich, cuando expresaba que toda obra de arte recibe una doble mirada: una primera, desde la visión del destinatario, visión que no podemos desconocer y que debemos intentar interpretar; y una segunda, posterior en el tiempo, que es la mirada nuestra, que necesariamente trae consigo una reinterpretación de la propuesta, pues estará cargada de mucha historia, acumulación de nuevas experiencias y otra subjetividad epocal, sobre cuya base se habrá de emitir el juicio valorativo y hasta re-evaluativo actual. También esta otra carga cognitiva y apreciativa nos permite abrir el análisis a otras perspectivas derivadas de los estudios sociales contemporáneos y que son extensivas al

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campo del arte, como los de género, así como establecer los discursos a partir de las relaciones de poder, expresada por ejemplo en conceptos binarios como hegemonismo y subalternidad, elite y popular, que en cada época signa de algún modo su representación a través del arte y la formulación simbólica plástica-visual en particular, así como se hace presente en su devenir, lo que se evidencia de modo singular durante la premodernidad, largo período donde se descompone la comunidad primitiva con la división de la sociedad en clases, la humanidad occidental y su cultura atraviesa por dos formaciones económico-sociales (esclavista y feudal), y se configuran los estados nacionales o modernos capitalistas. De ahí la fundamentación de la naturaleza social de las funciones del arte. En relación con la perspectiva morfológica, podemos asegurar que el arte siempre existe de algún modo, que se nos presenta de algún modo. Entonces habría que dilucidar cómo se presenta el arte en la Premodernidad, o mejor, puesto que existe la variabilidad que hemos expuesto: ¿cuáles fueron sus diferentes modos de presentación? Y aquí llegamos a una constante de la Premodernidad, que se extendió a la Modernidad, aunque cuestionada en su final o en el pase hacia las Vanguardias. Nos referimos a la concepción del arte como representación. Qué significa representación en arte. Generalmente constituye la base de la vertiente figurativa del arte, que se opone a la abstracta o no figurativa, aunque, según Picasso, esto es rebatible, ya que las figuras geométricas son también eso, figuras. Pero su etimología permite entenderla también como estar en lugar de otra cosa o persona, a la cual representa, como un doble. Esta acepción sugiere la posibilidad de entender de modo más amplio el problema: el arte se presenta como un representante de algo o alguien, que responde a determinados intereses o finalidades. Es decir, cumple una función; pero si ya es sabido que esta no es necesaria ni exclusivamente estética, debe estar entonces asociada a la función de representar. Pero ni siquiera esto es suficiente, o por lo menos para explicar la trascendencia en tiempo y espacio de una obras y no de otras. En esto nos parece que la clave la ofrece E. Gombrich con su concepto de “decorum”, que quiere decir, lo adecuado. Según este autor, el modelo de representación egipcio se mantuvo vigente durante cinco mil años, sencillamente porque era el adecuado, es decir, exponía lo que esa cultura necesitaba y lo hacía con extrema eficiencia. Los artesanos-

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artistas egipcios no tenían nada que inventar o modificar: sólo tenían que repetir la norma establecida haciendo uso de un indiscutible dominio de las técnicas al uso. Desde esta perspectiva y asumiendo la tríada de Función-Norma-Valor que propone Mukarovski, podemos colegir que en tanto la producción egipcia cumplía la norma, estaba cumpliendo su función representacional, por lo que adquirió y mantuvo valor simbólico para sus promotores y destinatarios o perceptores (aun desde diferentes posiciones sociales, pero con igual efecto de dominación), durante la vigencia del esquema social faraónico.

Decorum: cinco milenios de permanencia de la norma egipcia: Imperio Antiguo, Imperio Medio e Imperio Nuevo.

La última observación nos permite advertir que ni siquiera el ejemplo egipcio puede establecer la posibilidad de una inmovilidad en el arte (también Hegel fue inconsecuente en su dialéctica cuando argumentó que con el Romanticismo se había alcanzado al Espíritu Absoluto y por lo tanto se había llegado al fin del arte). Entonces, ¿qué sucede en épocas de ruptura? ¿Qué es lo que cambia? Tantas cosas, intra y extra artísticas. Pero lo cierto es que el artista, sea por necesidades auto-expresivas o por representativas, rompe la norma vigente y, con ello, propone una nueva experiencia artística, y tanto a veces, que hasta puede modificar la definición de arte y toda la institución. Esto último se observa en las épocas de transformación profunda: del paso de la pre-modernidad a la modernidad, donde se establece el estatuto arte y se sacraliza su producto, y de esta a las vanguardias del siglo XX, donde emerge el concepto de anti-arte y se desacraliza el objeto artístico. No-arte, arte, anti-arte, parece constituir una secuencia denotativa de este proceso funcional del arte.

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Y si hasta ahora hemos privilegiado la variable metodológica de la función (sobre la base lógica que propone Mukarovski, de que todo lo que el hombre hace tiene una función, una utilidad), también podemos agregar que todo lo que el hombre hace tiene una intención. Así entramos en la intencionalidad o motivación, ya no sólo del agente que actúa como mecenas, promotor o destinatario, sino también del hacedor, creador, productor o artista. La diferencia básica radica en que, en el caso del artista se trata de una “intencionalidad expresiva”, tal como lo define Wolheim, porque esa pieza, aun cuando siga un mandato externo, está cargada de la intuición, la invención y la vivencia del sujeto que la crea o produce. Gombrich observa que en el acto de la percepción no hay un ojo ingenuo, porque todo perceptor viene con una carga vivencial, algo semejante a la “enciclopedia del espectador” que refiere Eco, aunque en cada sujeto varía la cantidad y calidad de volúmenes, como siempre agrego. Es decir, ningún espectador se enfrenta a la experiencia artística como un recipiente vacío que el artista debe llenar. Asimismo podemos estimar que tampoco hay artista ingenuo, que se presente al acto creativo con la mente en blanco o prescindiendo de sus vivencias de todo tipo, que no ponga parte de sí en lo que está haciendo, por muy dominado que esté por la norma al uso, o el gusto al uso, que por cierto constituye la clave de su éxito o legitimación artística y social. La intencionalidad del artista es la finalidad última o de última instancia que se plantea proyecta el artista cuando concibe el qué y el cómo de su obra, proceso del cual es plenamente consciente,

incluso cuando incorpora las fases

subconscientes de la creación. La intencionalidad del artista estará por tanto ligada también al asunto de la institucionalización del arte que habíamos referido antes. A pesar de todos los agentes que parecen volatilizar cualquier definición de arte, no es menos cierto que, como un requisito epistemológico, el arte como estatuto requiere de una generalidad o definición de invariantes. Pero observemos que por encima de cualesquiera que estas fueran, hay una cualidad que condiciona su análisis, y es su historicidad. Si el arte fuera de naturaleza estética, debemos entender que semejante cualidad sólo puede ser entendida en su variabilidad histórica: cada época tiene su propia esteticidad; si nos fijamos en la definición de cualidades propias del objeto artístico, de inmediato nos percatamos que estas sólo pueden definirse como cualidades concretas en circunstancias concretas: lo que vale para una época no tiene que ser necesariamente igual para otras; si asumimos la funcionalidad como determinante para

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la norma y el valor como arte, observamos igualmente el comportamiento histórico de esa funcionalidad: cada producción responde a las necesidades expresivas y representativas de su época. A partir de esta historicidad que atraviesa cualquier perspectiva de análisis y definición del objeto arte y de su valor, nos atenemos a la recomendación del polaco Stephan Morawski, cuando planteaba que para entender el desarrollo del objeto de estudio, hay que ir primero a su génesis.

De ahí que nos remitamos a aquellos “extraños

comienzos”, como los calificara Gombrich, al que podríamos designar, desde la variante esteticista como el “no-arte” de la Prehistoria, mientras que, desde la funcionalidad artística, existen suficientes argumentos para tratarlos como arte dentro de la cultura occidental.

H.P.C. Agosto 2016...


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