El-jurado-seducido - LIBRO DE ESTUDIO PARA UVEG PDF

Title El-jurado-seducido - LIBRO DE ESTUDIO PARA UVEG
Author Milani Bahara
Course Derecho Constitucional
Institution Universidad Virtual del Estado de Guanajuato
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LIBRO DE ESTUDIO PARA UVEG...


Description

LUIS DE LA BARREDA SOLÓRZANO

EL JURADO SEDUCIDO LAS PASIONES ANTE LA JUSTICIA

EDITORIAL PORRÚA AV. REPÚBLICA ARGENTINA, 15 MÉXICO, 2005

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Al capitán Luis de la Barreda, mi padre

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No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres las más veces serán sin remedio... … Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia. Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha

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ÍNDICE PRESENTACIÓN PRIMERA PARTE CASOS DE AMOR Y DESAMOR El jurado seducido Ningún reloj para amar La carta misteriosa Los besos de eros y thanatos El delito de desear El impedimento de la infidelidad La absolución de Gloria Trevi Nuestras hieródulas de hoy Divorcio a la española Ausencias inconsolables SEGUNDA PARTE USANZAS CRIMINALES Violada por orden de un tribunal popular Sepultadas La ley de Alá El precio de una broma El endriago Antiguos usos bárbaros La ley de la turba La indecencia de cada día Motivos Historias de terror TERCERA PARTE MORAL, INTIMIDAD Y DERECHO Aborto por móviles pietistas Los hijos que Dios mande El regreso del doctor Frankenstein Clonación terapéutica El tabú de la clonación La sentencia del juez Hedley Morir en Holanda La policía bajo las sábanas Un obispo gay Una cierta conducta íntima Pesadillas

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CUARTA PARTE SOMBRAS... Y UN ATISBO DE LUZ El crimen, absurdo y enigmático Asesinos desinteresados Indecencia La ley del rayo Una luz, una hendidura El caballero de la triste figura

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PRESENTACION María Moliner entiende que la pasión es sentimiento o inclinación muy violentos que perturban el ánimo, tal como el amor vehemente, la ira, los celos o un vicio. Las voces que la designan -enumera la erudita lexicógrafa española en su estupendo Diccionario de uso del español - son acaloramiento, acceso, acometida, apasionamiento, efervescencia, encendimiento, fuego, gusanera, incendio, llama, paroxismo, rapto, vehemencia, volcán. Las pasiones son parte esencial de la condición humana, huéspedes turbulentos de la vida íntima del alma. Podemos negarlas, reprimirlas o encauzarlas, pero no librarnos de ellas. William Faulkner observa que la vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, el placer. Spinoza juzga que las pasiones derivan de nuestra naturaleza pulsional, afectiva, y no podemos eliminarlas porque son necesarias para vivir y perseverar en nuestro ser. Kierkegaard advierte que la pasión nos alterna y, como un arco tenso, somos quietud e inquietud, sosiego y tormento, reflexión y frenesí. En su Tratado de las pasiones, Carlos Gurméndez enlista como tales a la codicia, la envidia, los celos, el orgullo, la humildad, la ambición, la venganza, la avaricia, el trabajo, la pereza, el amor pasional, el amor paternal, el amor filial y el odio, y asevera que la pasión está escondida en la morada interior y desde allí, encerrada y oculta, clama por salir a realizarse . Ernst Jünger sostiene que el hombre no debe ser amigo del sol: debe ser sol. En las pasiones suele haber más desconcierto, incertidumbre y zozobra que felicidad, pero sus fulgores, aunque no nos hagan necesariamente más felices, nos hacen estar más intensamente vivos. Si faltan, no hay nada sublime en las costumbres, en las obras literarias, en las creaciones artísticas, pues la virtud se convierte en minucia, dice Diderot, por lo que aconseja que nos entreguemos a ellas sin temor a perdernos en sus remolinos, ya que siempre nos llevarán a buen puerto, es decir al cumplimiento personal. De esto último -que las pasiones llevarán siempre a buen puerto- no se puede estar seguro. Las pasiones son trágicas. Ninguna convicción religiosa, ninguna norma jurídica, ningún precepto moral hicieron desistir de su combustión a Francesco y Paola. Aunque ese desafuero les costó estar en el infierno, ellos no reniegan de su opción vital pues pudieron ejercer su albedrío abrazándose y abrasándose, y aun en la residencia infernal, entre los tormentos que allí se les infligen, se regodean como lo vislumbró Borges- de estar juntos. Ningún consejero matrimonial, ningún psicoanalista elocuente, ningún amigo sensato, ningún tabernero todo oídos y con sentido común hubieran podido esfumar los celos demenciales que generaron el impulso criminal de Otelo, pero éste tuvo la posibilidad de actuar como lo hizo o de otro modo. "Los dioses pueden obnubilar la mente del que se dispone a obrar, provocando su perdición, pero también pueden ser derrotados por la decisión humana", explica Fernando Savater. El dominio de las pasiones es un arte mayor, pero son ellas las que con cierta frecuencia dominan no sólo a los humanos sino a los propios dioses. La mitología griega abunda en excesos divinos motivados por la debilidad ante la punzada de alguna pasión. Los habitantes del Olimpo sienten celos, ira, envidia, deseo, y se dejan llevar por esas turbulencias del corazón. El propio Zeus cede reiteradamente a sus apetitos eróticos a sabiendas de que Hera, su esposa, reaccionará furibunda, desproporcionada y, toda vez que el blanco de sus venganzas no es su cónyuge sino quienes él elige para su placer, injustamente. En determinadas circunstancias pautadas, irrepetibles e irremplazables, las pasiones -que unas veces nos asemejan a los dioses, otras nos identifican con los demonios y otras más nos emparentan con las bestias- discurren por cauces que desembocan en los terrenos de la justicia, la cual ha de pronunciarse valorando la conducta humana que, movida pasionalmente, se da en perjuicio de otro. El drama está servido.

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La justicia ha de hacerse cargo de los distintos factores que rodean y hacen única la conducta que se juzga. Tanto los textos legislativos como las resoluciones judiciales o administrativas se enfrentan al delicado problema de deslindar qué proceder humano amerita ser sancionado. Específicamente por lo que toca a las sanciones penales, la postura ilustrada -democrática- sólo admite que se castigue la acción u omisión, -que lesiona o pone en peligro un bien jurídico sin estar amparada por causa de justificación alguna, siempre y cuando le sea reprochable al autor y se demuestre plenamente la responsabilidad de éste. Esa es la materia de las crónicas que pueblan las páginas siguientes. Hay una excepción: en "Ausencias inconsolables" está ausente el tema de la justicia. Incluyo ese texto arbitrariamente en homenaje de admiración jubilosa a las parejas protagonistas y a la emocionada reacción que suscitó en cierta lectora. Salvo la crónica que da título al libro, que apareció en la revista A pie , las demás se publicaron en mi columna del diario La Crónica de hoy. Todas aparecieron a lo largo de los últimos tres años. Los textos de este libro se presentan en cuatro secciones. La primera agrupa casos en los que el amor apasionado -no lo hay de otra índole: el amor es apasionado o no es tal- y el desamor son los protagonistas. La segunda sección comprende fenómenos criminales relacionados con usos y costumbres bárbaros -aberrantes porque cancelan derechos humanos-, tolerados o propiciados por las autoridades: los crímenes dictados por la misoginia en los regímenes que esclavizan a las mujeres y el linchamiento aquí mismo, entre nosotros. El tercer apartado contiene asuntos en los que entran en juego, por un lado, delicadas cuestiones éticas, y, por el otro, el derecho a conducir la vida íntima. La última parte aborda temas antiguos de eterna actualidad, en los que se alternan el espanto de las sombras y la esperanza de un atisbo de luz. A hora reúno esas crónicas aquí -gracias a la hospitalidad de don José Antonio Pérez Porrúa-, convencido como estoy de que se trata de casos apasionantes y con el afán, tal vez iluso, de salvarlas, por decirlo con palabras de Thomas Browne, de "la iniquidad del olvido (que) dispersa a ciegas su amapola y maneja el recuerdo de los hombres sin atenerse a méritos de perpetuidad".

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PRIMERA PARTE CASOS DE AMOR Y DESAMOR

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EL JURADO SEDUCIDO Escuchar en el antiguo Colegio de San Ildefonso –uno de los lugares sagrados de la ciudad, dice Octavio Paz, y entonces lujosa sede de la Preparatoria Uno – a la maestra María Teresa Landa, en su curso de historia universal, ha sido la experiencia más deliciosa que como alumno he tenido en mi vida. Era una espléndida narradora que, al exponernos con profunda intensidad episodios dramáticos protagonizados por importantes figuras históricas, nos remontaba a las épocas correspondientes y nos hacía estar allí como emocionados y atónitos testigos. Atrapaba desde su llegada al aula la atención de todos. Yo no me perdía una sola palabra suya. Me tenía con la boca abierta, sin pestañear y con el corazón latiéndome fuerte. Su vehemencia narrativa crecía cuando los personajes eran femeninos. Nunca la he olvidado hablándonos con pasión de las vicisitudes vividas por mujeres de sino trágico. Por encima del contexto social de los acontecimientos, enfatizaba los aspectos psicológicos y las manifestaciones de la condición humana, esencialmente invariable a través de los tiempos. La oí conmovido contarnos de las voces de origen divino que ordenaban a Juana de Arco, humilde campesina de 13 años, liberar Francia del dominio inglés, para lo cual capitaneó un pequeño ejército que consiguió que los ingleses levantaran el sitio de Orleáns e hizo coronar rey a Carlos II en Reims antes de ser hecha prisionera, acusada de herejía y condenada a morir en la hoguera. La escuché estremecido hablarnos de los mil días que Ana Bolena resistió como esposa de Enrique VIII antes de ser decapitada bajo la acusación de adulterio. Me llevó fascinado a los paseos que por los magníficos jardines del Palacio de Versalles disfrutaba, esplendorosa en su belleza y su elegancia, la reina María Antonieta sin sospechar que a la vuelta de los días la esperaba la guillotina, a la que se le condenó infligiéndosele todas las difamaciones, atribuyéndosele todos los vicios, todas las perversidades, todas las depravaciones, pues, para lacerar a la realeza, la revolución tenía que destruir a Su Majestad. A su ejecución también acudí, horrorizado, en virtud del poder de la maestra Landa de trasladarnos en el tiempo y en el espacio. Me recuerdo, después de la primera vez que la maestra nos habló de María Antonieta, corriendo, ávido, a la librería Porrúa, a unos pasos de la prepa, a comprar la vibrante biografía que sobre la reina de origen austriaco escribió Stefan Zweig. Al terminar la clase, sin pensar en que la profesora debía estar exhausta por lo vívido de sus exposiciones, yo la atosigaba con observaciones, preguntas y referencias que me permitieran prolongar el placer de aprender de su sabiduría y le demostraran que efectivamente estaba leyendo los libros que nos recomendaba. Ella siempre me soportó con gentileza, respondiendo a todo lo que yo le decía, permitiendo que la acompañara a la salida del colegio, escuchándome atentamente. No se quedó en eso su generosidad: me prestó varios de sus libros que eran verdaderos tesoros. Al devolvérselos me esmeraba en hacerle comentarios que le parecieran inteligentes. Ella recompensaba mi afán con su amabilidad indeleble. ¡Ah, la maestra María Teresa Landa, la incomparable maestra María Teresa Landa! Entonces yo no sabía nada de la historia que casi 40 años antes le había tocado protagonizar. Ella era para mí la gran profesora de historia universal. No la veía más que así, y eso era suficiente para que me tuviera alelado. Era un privilegio ser su alumno. Yo ni siquiera me había preguntado por su estado civil ni acerca de su pasado. Cuando me enteré de lo sucedido a finales de la década de los veintes –¿cómo fue que se animó a contármelo, qué momento propicio tuvo que darse para que me abriera esa puerta? –, la maestra Landa, ya admirable y entrañable, pasó a ser para mí un personaje legendario Y fascinante. Estábamos en su casa. Conversábamos de mujeres destacadas de vidas difíciles y lugares prominentes en la historia. El tema nos apasionaba. Mi bombardeo de preguntas y dudas recibía respuestas que eran piezas narrativas o ensayísticas de arte mayor. En un momento le dije que cómo podía saber tanto. Sonrió un instante antes de ponerse seria, dar un trago a su whisky y mirarme a los ojos abismalmente:

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–– ¿Sabe, De la Barreda? Hay algo en mi vida que ni usted ni sus compañeros de clase se imaginan. ¿Quiere oírlo? El episodio fue objeto de una magnífica crónica de Héctor de Mauleón, incluida en su libro El tiempo repentino (Ediciones Cal y Arena, 2000), elaborada a partir de notas periodísticas. Yo tuve el privilegio de conocer y disfrutar a la protagonista, y de escuchar de sus labios la historia, es decir, de estar allí. *

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María Teresa Landa fue la primera Señorita México de la historia al ganar, una noche de 1928, el concurso de belleza auspiciado por el diario Excélsior. La triunfadora –alta y esbelta, las suaves curvas y los finos huesos armonizando el cuerpo, la piel alabastrina, las sensuales ojeras bajo unos enormes ojos oscuros y brillantes que derretían lo que miraban, la sonrisa que era reflejo de su luz interior, el cabello de azabache y seda, el hablar fluido y gracioso, el donaire de los pasos– cautivó a los escrutadores, quienes desde el primer momento que admiraron su rostro y su silueta en la pasarela quedaron convencidos de que ninguna otra concursante podía ser la elegida. Al aparecer al día siguiente sus fotografías en los periódicos, los lectores se demoraban en la deleitosa contemplación de la imagen. Nadie puso en duda la justicia del triunfo. El país tenía una inmejorable representante de la hermosura y la gracia de sus mujeres. En ningún sitio pasaba inadvertida. Por donde andaba atraía las miradas, ya fueran de delectación, de entusiasmo, de deseo, de envidia, de asombro. La atracción crecía al escucharla, pues el ingenio y la simpatía signaban sus palabras. Como a todas las mujeres guapas, le gustaba ser vista, y también le gustaba ver el mundo que la rodeaba, observar las cosas, examinar a la gente, sumergirse en meditaciones. No había conocido el amor... hasta que se atravesó en su senda, en aquel velorio al que acudió el 3 de mayo de 1928, el general Moisés Vidal, de 35 años, 17 mayor que ella. *

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Él era un hombre difícil –¿qué hombre no lo es para quien lo ama?–, autoritario y rígido, pero no estaba desprovisto de cierta simpatía o así se lo hizo creer a María Teresa la flecha inapelable de Cupido. Ella intentaba amoldarse a su carácter, y él, para corresponderle, se quedaba hasta las tres de la madrugada al pie de la ventana de su novia. La Señorita México llegó a sospechar que lo hacía para distraer sus insomnios aunque él le juraba que era para demostrarle su constancia y su adoración. También se las demostraba escribiéndole versos. Eran de calidad mediocre, pero nadie tiene la culpa de no ser asistido por las musas. Lo importante es que expresaban la pasión que la bella joven despertaba en el militar. María Teresa Landa asistió, representando a México, al concurso internacional de belleza celebrado en Galveston, Estados Unidos. Antes de su partida, el general le hizo prometerle que se casarían en cuanto ella regresara. El certamen lo ganó una rubia que no tenía los encantos de nuestra compatriota, pero canchas vemos y árbitros no sabemos. La mexicana conquistó al público y a varios productores cuyas proposiciones de actuar en Hollywood declinó. La esperaba en su país el matrimonio. Sin avisar a sus padres, María Teresa acudió el 24 de septiembre de 1928 al juzgado donde su prometido tenía todo listo para la boda, incluyendo testigos mendaces. La recién casada tardó varios días en dar a sus padres la noticia. El padre se enfureció. Molesto e intrigado por la clandestinidad de la ceremonia, investigó las circunstancias y constató la falsedad de los testigos. No había duda: Moisés Vidal había jugado chueco. Pero estaba en riesgo el honor de su hija, que en aquellos años exigía el connubio para toda relación erótica. Entonces empezó a preparar la boda religiosa. El primero de octubre, María Teresa y Moisés contrajeron matrimonio ante un altar. El padre de la muchacha no pudo evitar la asociación de ideas: se estaban casando Venus y Marte. Al poco tiempo, los cónyuges viajaron a Veracruz, donde el general Vidal debía combatir el movimiento de Escobar. Un hermano cura del general volvió a bendecir la unión y se congratuló de que Moisés se casara con "la mujer ideal". En julio de 1929 Vidal recibió la orden de regresar a la Ciudad de México. Los esposos se alegraron. *

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La pareja instaló el domicilio conyugal en casa de los padres de María Teresa. Hombre celoso, Moisés aseguraba así que cuando él saliera ella no se quedase sola. Eran tiempos en que las mujeres no trabajaban fuera del hogar ni salían sin compañía. Sus horas transcurrían en la morada, quizá no siempre de forma amena. Ni siquiera se contaba con la televisión, cuyo invento aún estaba lejano. Pero el amor, la educación y las costumbres propiciaban en las casadas la sumisión al marido. Ejercitante de sus prejuicios y sus obsesiones, Vidal prohibió terminantemente a su mujer que hojeara el periódico. Una señora decente no tenía por qué enterarse de los crímenes y demás indecencias que llenan las páginas de los diarios. María Teresa no quería pelear respondiendo que no aceptaba la orden y acató la prohibición de dientes para fuera. Era una mujer curiosa del mundo, de la estirpe de Pandora. El domingo 25 de agosto de 1929, los padres de María Teresa salieron muy temprano, ella de compras a La Merced y él a atender la lechería de su propiedad. María Teresa se levantó media hora después que su esposo. Mientras bebía, enfundada en una bata de seda azul, una taza de chocolate, vio sobre la mesa el Excélsior. Las ocho columnas de la segunda sección dieron inicio a la pesadilla: "Acusan de bigamia al esposo de Miss México, María Teresa Landa". El día anterior, otra María Teresa, de apellido Herrejón, había acudido ante un juez a demostrar que era la legítima esposa de Vidal, con quien había procreado dos hijas, y a acusar a su marido por adulterio y bigamia. En esos momentos, la madre de la Señorita México regresó de sus compras. Alcanzó a presenciar cómo su hija, de pie, exigía una explicación al bígamo, quien, sentado en un sillón, negó que la noticia fuera cierta. *

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En abril de 1923 se casaron María Teresa Herrejón y Moisés Vidal. En Cosamaloapan, Veracruz, establecieron su domicilio conyugal y tuvieron a sus hijas. Vidal acababa de ser ascendido a general. Viajó a la Ciudad de México a realizar ciertos trámites que demorarían algún tiempo. Dejó a su mujer encargada con unos de sus hermanos. No le mandaba dinero, pero no la olvidaba: le escribía cartas en las que le refrendaba sus juramentos de amor. A principios de 1929 las epístolas cesaron. Había conocido a otra María Teresa, que robó su corazón. Aunque lejos, la cónyuge oyó los rumores y fue a buscar al ausente. Este ya no se alojaba en el hotel desde el cual había escrito las misivas. La mujer recurrió a un abogado y demandó a su esposo. Demandado, Vidal buscó a su consorte. El viernes 23 de agosto le pidió perdón, le ofreció el pago de una pensión, le suplicó que retirara los cargos y la convenció de que aceptara el divorcio voluntario. Le prometió que al día siguiente iría a ver a sus hijas, a quienes llevaría caramelos y chocolates. La visita prometida no llegó ni el sábado 24 ni después. *

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Aquel domingo 25 de agosto de 1929, al levantarse, Moisés Vidal llevó a la sala un libro, una cajetilla de cigarrillos y su pistola Smith & Wesson que tenía cacha de concha. El arma había quedado sobre una mesita. María Teresa Landa la vio, se lanzó sobre ella y se apuntó a la sien. Asustado, su marido intentó incorporarse del sillón. –– No te me acerques porque...


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