La muerte tiene permiso y mas PDF

Title La muerte tiene permiso y mas
Course Ciencias
Institution Servicio Nacional de Bachillerato en Línea de la Secretaría de Educación Pública
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Trata de como la sociedad marca un estatus en que no todas las personas saben manejar situaciones que les permitan vivir con libertad de expresión....


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LA MUERTE TIENE PERMISO Y MÁS... antología de cuentos

EDMUNDO VALADÉS

© Edmundo Valadés Noviembre 2017 Descarga gratis éste y otros libros en formato digital en: www.brigadaparaleerenlibertad.com Cuidado de la edición: Alicia Rodríguez. Diseño de interiores y portada: Daniela Campero. @BRIGADACULTURAL Esta publicación es financiada con los recursos de la RLS con fondos del BMZ y Para Leer en Libertad AC. Es de distribución gratuita. Agradecemos a Adriana Quiroz por permitirnos la publicación de los textos que integran esta antología.

LA MUERTE TIENE PERMISO Y MÁS... antología de cuentos

EDMUNDO VALADÉS

PRóLOgO Sin Edmundo Valadés la literatura mexicana no habría podido madurar como se debe. A mediados del siglo XX impulsó al cuento como género madre para una genuina apropiación por las letras, de lo que el movimiento armado desató en 1910. Nuestra posrevolución conservaba las cicatrices que produjeron diez años de lucha sin cuartel y añadía nuevas, resultado de un proceso inacabado cuando el Constitucionalismo se levantó triunfante. Las décadas de 1920 y 1930 fueron casi tan intensas como aquél y la Dictadura perfecta que nacía a continuación estaba también atravesada por gruesas heridas. Si la narrativa era incapaz de traducir procesos de tales dimensiones, ¿cuándo daría el salto que necesitaba? En 1939 Valadés fundó una revista llamada, justamente, El cuento, en la cual, empezando por él mismo, reuniría a una espléndida generación de escritores (Juan Rulfo, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Octavio Paz, entre otros muchos), que luego de una relativa corta vida volvería a editar en 1964. Con ello se comprometía a la necesaria labor complementaria: crear lectores. Antologaría cuanto pudiese, tejiendo puentes hacia la literatura universal (Jacinto Benavente, Thomas Mann, Anatole France, Rudyard Kipling, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez…). La muerte tiene permiso, el cuento que más sigue identificándolo, es una obra maestra del género en México. Nuestro pueblo rebelde asoma allí mejor que nunca, quizá. Ese pequeño, maravilloso texto, preside la antología que

presentamos. Un misterio en el aire es una mirada desde la modernidad. La muerte vuelve a sentar sus reales entre los vivos durante el soplo (página y media) de Estuvo en la guerra, otros relatos avanzan sobre el microcuento, así tal vez más eficientes, y algunos más, como Todos se han ido a otro planeta, muestran cuán lejos llegó nuestro autor en su búsqueda. Don Edmundo (1915-1994) nació en Guaymas, Sonora. Agradecemos a Adriana Quiroz, su viuda, por permitirnos la publicación de los textos que integran la antología.

PARA LEER EN LIBERTAD AC Noviembre 2017

LA MUERTE TIENE PERMISO

S

obre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos. —Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro... —Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución. —¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras. —Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y 7

qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso? El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos. Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano. Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia. El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades. —Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros. 8

Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil. Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar la palabra. —Yo crioque Jilipe: sabe mucho... —Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez... No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide: —Pos que le toque a Sacramento... Sacramento espera. —Ándale, levanta la mano... La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida. —Órale, párate. La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa: 9

—A ver ése que pidió la palabra, lo estamos esperando. Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala. —Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja contra el Presidente Municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al Presidente Municipal. Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin. —Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos... 10

Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar. —Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, pa reclamarle... Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada... La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa. —Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el Presidente Municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos... Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto. —Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el Presidente Municipal con los suyos, que son gente mala, y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio, y a la hija 11

de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad. Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa. —Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes —y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía—, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano... Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin. —Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición. —No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia, ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden. 12

—Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado. —Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley. —¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta. —Yo pienso como usted, compañero. —Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta. Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable. —Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad. Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos. Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al Presidente Municipal, que levanten la mano... Todos los brazos se tienden a lo alto. También las de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa. —La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan. 13

Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple. —Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.

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UN MISTERIO EN EL AIRE A Mempo Giardinelli

L

a aeromoza, arreglándose el cabello, llegó con retraso al aeropuerto y con prisa nerviosa, cuidando la estabilidad de sus pasos, se dirigió al avión en que daría servicio. Los pasajeros, ya instalados en sus sitios, cerraban los cinturones de seguridad, pues acababan de subir al bimotor Hawter Sidley, que los llevaría de Seattle a Miami en un viaje particular. Reprendida por el piloto, que esperaba, en punto de impacientarse en lo alto de la escalerilla, pero más en actitud amistosa que severa, asumió sus tareas. Comprobó el número de personas enlistadas, diez nada más, y acomodadas a su gusto, ante las opciones que permitían asientos vacíos. Ella había pasado la noche en una larga reunión muy divertida, casi destrampada, con consumo excesivo de bebidas y pase de cigarrillos de mariguana. El ambiente, tan15

to por la intención provocativa de las conversaciones, casi siempre en el tema de las cuestiones sexuales o eróticas, como por incitaciones en los momentos bailables, propicios a los apretones corpóreos y a los besos y a los tocamientos audaces, estimulaba convertirse en orgía. La hora avanzada, —casi amanecía—, y el compromiso de cumplir un vuelo poco después, la armaron de resistencia —con gran esfuerzo— para no irse al departamento de quien acabó por ser su pareja, oponiendo un no desesperado a la invitación para acostarse juntos. Encanto preparaba el servicio, su ánimo, por la resaca alcohólica, el estímulo de la yerba y la desvelada era, al mismo tiempo, como estar en una irrealidad y mantener una lucidez capaz de ver su entorno con otros ojos, con el deseo de acercarse a experiencias fascinantes —así fueran inconcretas— y confundirse con la novedad existencial que parecía rodearla ahora, en dilatada dimensión, allí en el aire, en el espacio lejos de lo terreno, de lo rutinario, del mundo estrecho de abajo. Era tener la llave para abrir las puertas de lo dionisiaco, de lo mágico, en donde lo más inesperado podría suceder. Después de que el avión se elevó, recorrió el pasillo ofreciendo bebidas, café y sandwiches. Los pasajeros, en grupos aislados de conversaciones, indicaban una familiaridad o relaciones amistosas de quienes se reúnen para un viaje de placer o de negocios. Poco a poco, los fue ubicando, sin poner atención especial en alguno de ellos, salvo en el pasajero instalado en uno de los últimos asientos, cerca del lavabo, porque a pesar de los grandes anteojos oscuros que le velaban media cara, tuvo la impresión momentánea, ante 16

ciertos rasgos perceptibles, de recordarle a alguien conocido. Su duda fue fugaz, sin atinar en la identidad de quien le había despertado volátil curiosidad, incapaz de concentrarse en averiguarla, curiosidad que se disipó del todo, atraída por sus íntimas sensaciones. Cuando uno de los pasajeros le solicitó un café, al volver con la charola en que puso la jarra y la taza, le pareció extraño que no estuviera en su asiento. No lo había visto pasar, si es que había ido al baño. Regresó al gabinete de servicio, y desprendida de lo cercano, con ganas de salir del avión y flotar sobre las sedantes nubes, las contempló un instante por una de las ventanillas, viendo cómo navegaban en el espacio, y calculando en ellas colchones prodigiosos que alentaban a caer en ellas y compartir su bello viaje. La sensación de irrealidad que seguía invadiéndola, tuvo un corte súbito: mirando hacia el pasillo cayó en extraña confusión, pues las cabezas salientes en el borde de los asientos ocupados y visibles desde su sitio, no aparecían ya. No era posible que los pasajeros estuvieran juntos en el baño. No. Con azoro, su desconcierto le produjo un sobresalto, inicial alarma, porque lo que pudo verificar, al recorrer el pasillo en urgente averiguación, era que los pasajeros habían desaparecido, esfumados increíblemente, con excepción del único localizable: el de los grandes anteojos, y a quien pensó recurrir para juntarle la ausencia absurda de los demás. Sin cumplir su impulso, por una involuntaria reserva de último momento, y en trance de vivir lo más incomprensible, con un temor creciente de quizás padecer una alucinación o de estar perdiendo el control de los sentidos, se encaminó casi corriendo, exhausta, hacia el 17

comando de la nave, para frenar el alud de la angustia que la torturaba, en busca de una explicación liberadora. Lo más terrible, y que la empujó al umbral de la histeria, fue lo que vio: la cabina estaba vacía, vacíos los asientos del piloto y el copiloto. El avión volaba por sí solo, sin guía humana, como fantasma metálico en la inmensidad del cielo. Haciendo un esfuerzo inconmensurable, porque cerrar los ojos o caer desvanecida era como morir, sin tener respuesta que equivalía a su razón de vivir, la última esperanza de no gritar y perderse en el pánico, tuvo ánimos para volver a la última y única posibilidad de librar la locura y el espanto: al hombre de los anteojos oscuros. Él estaba allí, en su asiento, y se los había quitado, viéndola con una semisonrisa entre apenada y explicativa, como pidiendo excusas. De golpe, con el corazón para estallarle, al poder ella ver su rostro entero, su identidad se le restituyó, íntegra, cabal, esa identidad difundida en la televisión tantas veces. En una vuelta resucitadora a la realidad, a la lógica del mundo conocido, a su comprensión, disuelto el turbador misterio, sólo pudo balbucir, como oración salvadora: —¡David Copperfield, el mago!

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ESTUvO EN LA gUERRA

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e pronto, todas las cabezas desaparecieron. Abrió más los ojos. Trató de perforar con la mirada la luz de los reflectores implacables. Sobre el campo, los jugadores corrían. De pronto, todas las cabezas desaparecieron. Abrió más los ojos. Trató de ver en todas direcciones. Un sordo, pavoroso clamor envolvía sus cuerpos sin cabezas. Agitaban sus brazos confusamente. Como si dirigieran su propia macabra danza. La danza macabra. Él estaba tenso. El ruido martilleaba sus tímpanos. Creció su miedo. Ahora los rostros giraban en la cancha. Reflejaban un terror indescriptible. Su propio terror. No perseguían la pelota. Huían desesperados. Brincaban absurdamente. Con el salto mortal del soldado. Desaparecían. Volvían a emerger. Volaban. Destruidos en pedazos al chocar unos contra otros. Empezó a oír el graznido de las ametralladoras. El ruido del mar. El ruido del miedo. El silbatazo de ataque. 19

Y gritos. Gritos espantosos que le taladraban la espina dorsal. ¿Llegaría a disparar por fin el cañón camuflado bajo la malla del arco? Reaparecieron las cabezas y los cuerpos. Las cabezas subían y bajaban las gradas. Saltaban a la izquierda y a la derecha. Uno, dos. Uno, dos. A la derecha y a la izquierda. Uno, dos. Rodaban unas sobre otras. Saltaban unas sobre otras. Uno, dos. Lo aplastaban. Iban a aplastarlo. Uno, dos. Y los gritos… Se lanzó por las escaleras. A ganar la playa. A esconderse en las trincheras. La salida. A empellones. Empujando los cadáveres móviles que cerraban el paso. La puerta. La plaza. Arriba, siempre el cielo. El cielo. Detuvo el taxi: al hotel....


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