Prologo a Simon Frith, Ritos de Interpretación. In Spanish. 2014. PDF

Title Prologo a Simon Frith, Ritos de Interpretación. In Spanish. 2014.
Author Claudio Benzecry
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Prólogo Primer amor, últimos ritos Seamos estupendos amigos dejemos la crítica de lado la música no tiene moral la música no tiene mensaje para dar y sin embargo te lo doy. Adrián Dárgelos Es el rock rockrock en mi forma de amar. Es el rock rockrock en mi forma de ser. Roberto Jacoby Federico Moura ...


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Prologo a Simon Frith, Ritos de Interpretación. In Spanish. 2014. Claudio Benzecry

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Prólogo Primer amor, últimos ritos

Seamos estupendos amigos dejemos la crítica de lado la música no tiene moral la música no tiene mensaje para dar y sin embargo te lo doy. Adrián Dárgelos Es el rock rockrock en mi forma de amar. Es el rock rockrock en mi forma de ser. Roberto Jacoby Federico Moura

Simon Frith ha navegado como un anibio a lo largo de su carrera. Ha sido el más rockero de los críticos académicos, y el más sociológico de los críticos de rock. Ha empujado a los sociólogos a estudiar desde adentro la industria que produce el rock, y utilizado el esponsoreo de la propia industria para consagrar a lo más interesante e innovador de la música británica (el Mercury Prize). Ha escrito sobre música inglesa para los lectores estadounidenses en el Village Voice, en ese entonces ícono contracultural, y para el público ampliado londinense en el Sunday Times. Cuando no tenía un periódico mainstream interesado en lo que tenía para decir, se dedicó a vocear en pasquines y fanzines, o en revistas académicas. Cuando estas aún no existían para hablar sobre música pop, las fundó; ha sido el miembro fundador de la Asociación Internacional para el Estudio de la Música Popular y de la revista Popular Music. Lo interesante es que en su propia visión, todo esto ha dado por resultado un escenario en el que en vez de acumular, ha sido una máquina de dejar ir. Para los músicos es un nombre que existe casi exclusivamente por su inclusión en el canon académico, y dada la lógica de la autenticidad como moneda que rige en el rock, esto ha contribuido a la pérdida de legitimidad de su posición como crítico, así como su práctica pe-

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riodística ha erosionado su lugar como sociólogo. Esto no impidió que Frith se dedicara con generosidad a la escritura, sin esperar el reconocimiento completo de los dos polos que tensan su obra. Más allá de todas estas distinciones, quizá sea esta anécdota la que nos ayude a comprender su lugar al mismo tiempo fundacional y, sin embargo, siempre dislocado. Cuenta que cuando estaba en Berkeley haciendo su doctorado, estaba fascinado con la forma en que la cultura popular de su tiempo producía algo particular en que argumentos estéticos y políticos se fundían en un horizonte común. Pero California lo hacía sentirse demasiado inglés. El individualismo estadounidense y la empecinada búsqueda por la autenticidad terminaron por asustarlo, y no fue sino hasta que volvió a Gran Bretaña que encontró las herramientas para hacer algo con la fusión de lo político y lo musical, gracias a su entrada a un grupo marxista de crítica de rock. Si los Estados Unidos le dieron la conianza como para tomarse el rock en serio, solo cuando volvió al pago pudo contar aquello que vio. Esta doble vida de Frith es algo peculiarmente británico. Más allá de que su crítica se haya corrido de algunas de las coordenadas caras a los estudios culturales, él siempre ha sido un crítico en la tradición de los estudios materialistas de la cultura de la Escuela de Birmingham, que navega entre dos orillas intentando que nunca se lo devoren (casi como cuando Raymond Williams escribía una columna sobre televisión en The Listener, una revista de la BBC, u obras de teatro para TV). Y aunque Frith no es ahora un crítico de rock, sino un profesor de Teoría Musical en Escocia –antes lo fue de Letras, de Comunicación y de Medios–, este libro disuelve la frontera irme y usual entre crítica aplicada y teorización académica, y se propone ser una investigación de la estética de la música pop desde una perspectiva sociológica, así como una sociología del pop musical desde una mirada estética. Es un punto de llegada donde se produce el encuentro dialéctico entre las dos posiciones ilosóicas y profesionales que Frith ha ocupado, así como un punto de partida que constituye una teoría propia y original. Ritos de la interpretación es la culminación de una lenta transformación en la perspectiva de Frith. Un giro que deja atrás el foco original de “el rock como resistencia”, que dominó por años los estudios de música popular, y lo sustituye por una mirada sociológica más amplia, anclada en la escena, en lo valorativo, en el marco inter-

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pretativo que producen los géneros, y con una mirada aguda sobre cuánto hay de popular en lo que produce la industria masiva y hasta cuándo podemos dedicarnos solamente a celebrarlo. En esa vuelta de tuerca, el libro se sacude y se saca de encima la lógica que pensaba lo popular como eternamente inscripto en un ciclo neogramsciano de resistencia-incorporación-resistencia. El “valor” que aparece en el subtítulo del libro es entonces menos el relejo de la búsqueda de un locus propio de lo popular, y más la indagación para entender por qué nos interesa tanto la música como para popularizarla. Como quien no quiere la cosa, el autor aprovecha para fustigar tanto los enfoques sociológicos como los musicológicos. Si los primeros suelen pensar solo en los contextos que organizan prácticas y sentidos, hundiéndose en lo paramusical, los segundos –en su excesivo afán formalista– hacen de lo musical letra muerta y transcripciones. Sin embargo, el problema para él va más allá: lejos de ser complementarios, los enfoques parecen alienarse apenas entran en contacto. Frith culpa al enfoque esteticista porque falla en comprender cuáles son las comunidades interpretativas que dan sentido al gusto. Sin embargo, el crítico de rock en él tampoco está del todo satisfecho con un análisis meramente sociológico. Es que después de años de publicar reseñas de discos, si Frith no pensara que puede convencer al mundo de que su propio gusto es algo más que el resultado de una posición en la estructura social y el campo musical, tendríamos derecho a sospechar acerca de cuánto le importa realmente aquello sobre lo que escribe. Este es un punto central para el libro: intentar hablar y convencer a otros sobre qué nos gusta de un grupo, una canción o un cantante es la principal pista para entender cómo funcionan los ritos de escena y por qué nos enganchan. Como en un cuadrilátero interdisciplinario y casi airmando “para vos también hay”, Frith se guarda un último mandoble para los estudios culturales sobre la música pop. A estos les dedica dos críticas certeras. Si ya en Sound Effects, Frith parafraseaba al decano de la crítica Greil Marcus al escribir “antes de ser enunciados que podamos comprender, las palabras son sonidos que podemos sentir”, en este libro ahonda en esta cuestión y dice que no tiene ningún sentido estudiar las letras de las canciones en sí mismas. El nudo de la música popular está en la performance. Si hay un mensaje para dar –como dice la canción de Babasónicos–, este aparece tanto en lo que pasa en escena como en el trabajo performativo de escucha (y conversación)

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que llevamos a cabo como fans. Importa el cantante, no el letrista. La segunda crítica está dirigida al desplazamiento acrítico y celebratorio de lo popular hacia lo masivo, que termina en el relativismo total que no distingue a Shakira de Pulp. Esta visión monolítica de lo popular es desarmada en el libro desde el vamos, al airmar que la esencia de lo popular no está en el vale todo, sino en las prácticas de juzgar y comparar las diferencias. Es por todo esto que el volumen comienza con la pregunta: ¿qué queremos decir cuando hablamos de música buena y música mala? Esto involucra ir, más allá de las preguntas obviamente sociológicas como “buena para quién” o “buena bajo qué condiciones”, hacia el largo plazo historiográico de cuándo comenzó a importar el valor de la música popular. Y si bien la respuesta es compleja y nos pasea por clásicos brits como Hoggart o Hall, semiólogos como Paolo Fabbri y Wolfang Iser, sociólogos como Bourdieu o Becker, o por el trabajo del crítico cultural Frederic Jameson, hay algo de simple en ella. Si hablar sobre música nos importa tanto más que hablar sobre danza o escultura, es porque el valor que le damos a la música va más allá de otras prácticas simbólicas eicaces. La música nos importa porque en el runruneo incesante al que nos invita se juega algo acerca de quiénes pensamos que somos o quiénes desearíamos ser, aun a sabiendas de que al hablar sobre la música siempre hay algo que se nos escurre, se nos escapa, tanto sobre la música como respecto de quiénes somos. Esa conversación sin in nos ayuda a pensar acerca de cómo habitamos este mundo y de la forma en que usamos las canciones para rehacer nuestros mundos inmediatos. El sentido de la música popular es inseparable de los juicios de valor, de los miles de actos de discernimiento que acompañan su consumo y puesta en escena. El movimiento de reemplazo de estética por valor conduce del foco en lo musicológico textual hacia el estudio empírico atento y minucioso de los procesos sociales de producción y recepción. Al in y al cabo Frith siempre ha sido un escucha (y un lector) cuidadoso. Y es en esos procesos que el libro apronta dos polémicas más: que aun si mantenemos el foco en el valor de lo popular y lo miramos sociológicamente, podemos escapar al relativismo y que la distinción categórica a priori entre las músicas clásica y popular no describe prácticas tan distintas como piensan aquellos que sostienen la barrera entre ambas. A diferencia de Bourdieu, para Frith no somos tanto lo que escuchamos, sino cómo lo hacemos. Al miserabilismo

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sobre lo popular del mandarín francés, que hace de lo popular un gusto kantiano de necesidad, Frith responde que, si bien es cierto que las posiciones sociales condicionan el gusto, este se desarrolla a través de una elección hecha de múltiples actividades, incluso de la conversación con amigos. Parte de su diferencia con Bourdieu o Becker es que la mayoría de los sociólogos son sociólogos DE la música. En esa fórmula siempre hay algo más, por fuera, que explica la música. En este libro, por el contrario, uno aprende que la música es una clave de entrada privilegiada para comprender la sociedad, si respetamos su especiicidad y comprendemos su funcionamiento. En este punto casi antropológico, entender la música es entender la sociedad, a condición de que nos dediquemos empíricamente a discernir qué es lo que nos hace humanos a partir de la experiencia musical. Si bien las elecciones particulares que hacemos cuando interactuamos con objetos culturales nos marcan para ocupar un espacio social necesariamente delimitado, ese proceso de producir distinciones puede también generar una experiencia más liberadora de ser-en-el-mundo con otros. Aun las experiencias musicales más individualizadas, como encerrarse en un cuarto enfrente de la compu, caminar, andar solo en el auto o en el subte con un iPod, o sentarse en un cuarto hi-i con los auriculares de Dr. Dre, participan de un sistema de sentidos sociales implícitos. En las coordenadas del mapa teórico que dibuja Frith, siempre hay una comunidad interpretativa que ayuda a reunir a la banda con los escuchas, a separar la música del ruido, a completar los aspectos de la escena que no están presentes en la escucha silenciosa e individual de una grabación. Aun cuando el cantante no está en la escena (como solía hacer Federico Moura al dar la espalda al público o salir del foco de luz en los interludios instrumentales) y lo único que tenemos es el dato de quién escribió la canción (en el caso de la canción de Virus que comienza con esta introducción, el letrista es Roberto Jacoby), el valor de lo popular está en que entre nosotros y las canciones siempre nos las arreglamos para completar lo que (nos) falta para sentir que el rock es nuestra forma de amar. Claudio E. Benzecry Nueva York, febrero de 2014

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