Capitulo 1-Promover La Vida M F Colliere- paginas 26-37 PDF

Title Capitulo 1-Promover La Vida M F Colliere- paginas 26-37
Course Bioetica E
Institution Universidad Nacional del Sur
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Capitulo 1-Promover La Vida M F Colliere- paginas 26-37 temas del segundo parcial...


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Origen de las prácticas de cuidadoras; su influencia en la práctica de la enfermería Las primeras relaciones que han mantenido el hombre y el dolor, las primitivas defensas que el hombre ha desarrollado contra las fuerzas que le acosan, no son fáciles de determinar. Además, hay que buscar su rastro en el propio presente. Puesto que, a pesar de sus esfuerzos por olvidar, a pesar de su deseo de devorar su pasado para negarlo, a pesar de tantos siglos de actividad científi ca, nuestras sociedades jamás han podido eliminar del comportamiento humano lo que milenios de práctica y de experiencia han enseñado a sociedades sin escritura.1

Los cuidados existen desde el comienzo de la vida, ya que es necesario “ocuparse” de la vida para que ésta pueda persistir. Los hombres, como todos los seres vivos, han tenido siempre necesidad de cuidados, ya que cuidar es un acto de vida que tiene por objetivo, en primer lugar y por encima de todo, permitir que ésta continúe y se desarrolle y, de ese modo, luchar contra la muerte: la muerte del individuo, del grupo, de la especie. Es decir que, durante millares de años, los cuidados no fueron propios de un oficio, y aún menos de una profesión. Eran los actos de cualquier persona que ayudara a otra a asegurarle todo lo necesario para continuar su vida, en relación con la supervivencia del grupo. La historia de los cuidados se perfila alrededor de dos grandes ejes que originan dos orientaciones, de las que una garantizará su predominio hasta el punto de asimilar a la otra, de absorberla, intentando incluso hacerla desaparecer. En un principio estas dos orientaciones coexisten, se complementan, se engendran mutuamente. Sólo con la aparición de un pensamiento dialéctico que revela el mal para separarlo del bien, es decir, de todo aquello que hace vivir, que aísla para analizar y comprender lo que se percibe como maléfico, como origen de la muerte, sólo así, una de estas orientaciones ha prevalecido sobre la otra hasta el punto de negarla e intentar su destrucción. 5

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Asegurar el mantenimiento, la continuidad de la vida La primera orientación es la que se inscribe en la historia de todos los seres vivos desde el principio de la historia de la humanidad: asegurar la continuidad de la vida del grupo y de la especie, teniendo en cuenta todo lo que es indispensable para asumir las funciones vitales: recursos energéticos, de ahí la necesidad de alimento, protección contra las inclemencias del frío o del calor por medio de la ropa o del refugio, que dará lugar, poco a poco, al alojamiento. Esta necesidad de asegurar el mantenimiento de estas funciones vitales de manera cotidiana da lugar a un conjunto de actividades indispensables de las que se hacen cargo hombres y mujeres que, según los recursos locales, se esfuerzan por atenderlas. De manera concreta, las tareas se organizan alrededor de una serie de necesidades fundamentales: sustentarse, protegerse de la intemperie, defender el territorio y salvaguardar los recursos. La organización de estas tareas da origen a la división sexual del trabajo que, precisándose, marcará de forma determinante, según las culturas y las épocas, el lugar del hombre y de la mujer en la vida social y económica.2 La repartición de las atribuciones garantiza la existencia y la supervivencia, pero esto no signifi ca que estén cargadas de un valor simbólico diferente: “La caza no tiene lugar sin mística: los hombres oponen su espíritu y su talento a la inteligencia y al instinto de los animales [...]. El desafío de la caza es manifiesto, impresionante de ver, tanto más cuanto más grande y fiera sea la presa. Por su lado, los innegables recursos inteligentes utilizados por las mujeres para ordenar la distribución de los productos vegetales y para saber cuál es el momento de la maduración de las plantas, son mucho más tranquilos, más humildes y menos espec3 taculares”. Asegurar la supervivencia era —y sigue siendo— un hecho cotidiano, de ahí una de las más antiguas expresiones de la historia del mundo: cuidar de. Era necesario cuidar de las mujeres de parto, los niños, los vivos, pero también de los muertos. Todo esto daba lugar a cuidar también del fuego para que no se apagara, de las plantas, de los instrumentos de caza, de las pieles, más tarde de la cosecha, de los animales domésticos, etcétera. Aún en la actualidad, esta expresión corriente, cuidar de, ocuparse de, transmite el sentido inicial y original de la palabra cuidado. Cuando le pido a alguien “que cuide de mis plantas” cuando me voy de vacaciones, a nadie le vendrá a la mente pensar que cuidar quiere decir dar medicamentos. Inmediatamente tendré que dar las indicaciones de todo lo indispensable para que las plantas sigan vivas y esto va en función de sus hábitos de vida. Todas ellas necesitan beber, pero cada una de forma diferente. Lo mismo ocurrirá con la luz, el calor, las corrientes de aire...

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Cuidar es, por tanto, mantener la vida asegurando la satisfacción de un conjunto de necesidades indispensables para la vida, pero que son diversas en su manifestación. Las diferentes posibilidades de responder a estas necesidades vitales crean e instauran hábitos de vida propios de cada grupo. Cuidar y vigilar representan un conjunto de actos de vida que tienen por finalidad y por función mantener la vida de los seres vivos para permitirles reproducirse y perpetuar la vida del grupo. Esto ha sido y seguirá siendo el fundamento de todos los cuidados. Todo ello ha dado lugar a prácticas corrientes: prácticas alimentarias, de vestimenta, de hábitat, prácticas sexuales... que a su vez forjan maneras de hacer, costumbres. Todas estas prácticas y hábitos de vida se forjan partiendo del modo en que los hombres y las mujeres aprenden y utilizan el medio de vida que les rodea, de ahí la infinita diversidad de prácticas que, cuando se perpetúan de forma duradera, generan por sí mismas ritos y creencias. Esta orientación de los cuidados basada en todo aquello que contribuye a asegurar el mantenimiento y la continuidad de la vida nace de lo que Edgar Morin llama la physis, es decir la ciencia de la naturaleza. Descubierta progresivamente por tanteos, ensayos y errores, este conocimiento de la naturaleza favorece la adquisición del “saber hacer”, del “saber usar”, que elaborándose y desarrollándose constituye un patrimonio de ritos y creencias en el seno del grupo con atribuciones de las que algunas serán más cosa de hombres, mientras que otras serán primordialmente cosa de mujeres.

Enfrentarse a la muerte Asegurar el mantenimiento, la continuidad de la vida, no es cosa fácil. “Las precarias condiciones de vida hacen a la muerte omnipresente y siempre terrorífica. Para manejar este desconocimiento, nacen entonces 4 los primeros discursos sobre el mal, los primeros conjuros del miedo”. Partiendo de esta primera orientación y para encontrar todo lo fundamental para el mantenimiento de la vida, surgen preguntas sobre lo bueno o lo malo, para permitir así que prosiga la vida de los individuos y del grupo, para rechazar la muerte. A partir de estas preguntas, surgirá la orientación metafísica, es decir, aquella que nace de discernir lo que es considerado como bueno o como malo, dando así lugar a suposiciones que a su vez darán origen a otras interpretaciones. Esta nueva orientación intenta discernir el origen del bien y del mal, interpreta y designa las fuerzas benéficas y las fuerzas maléficas portadoras del mal y, por tanto, de la enfermedad y de la muerte. Esta orientación nace y se apoya en las constataciones que se hacen a partir de lo que hombres y mujeres han descubierto del universo físi-

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co en que viven, y al mismo tiempo descubrir todo lo desconocido de este universo que es prodigioso y amenazante a la vez, que da miedo. A medida que los grupos ratificaron sus prácticas de cuidados habituales consistentes en cosas permitidas y prohibidas, las erigieron en ritos y encargaron primero al chamán y luego al sacerdote el cargo de garantizar estos ritos. Como guardián de las tradiciones y de todo lo que contribuye a mantener la vida, el sacerdote es, al mismo tiempo, el encargado de hacer de mediador entre las fuerzas benéficas y maléficas, es decir está designado para interpretar y decidir lo que es bueno o lo que es malo. Él intercede, intenta rechazar el mal procurando conciliar las fuerzas benéficas por medio de ritos, ofrendas, hechizos y sacrifi cios. Pero por su poder de mediación, es él también quien denuncia el mal y el que, al mismo tiempo, adquiere poco a poco el derecho de designar y de eliminar del grupo a todo sospechoso de ser portador del mal: ya sea por tener marcas de signos tangibles (leprosos) o bien, sin tener signos aparentes, algunos se vuelven chivo expiatorio de una perturbación económica y social del orden establecido, poniendo así en relieve un mal pernicioso oculto (gitanos, judíos, herejes, brujas, vagabundos, mendigos, locos...). Este papel mediador entre el orden físico y el del más allá del universo visible, el metafísico, se ha transformado conforme al avance de la historia 5 de la humanidad a un ritmo excesivamente lento, durante miles de años, para dar lugar posteriormente al nacimiento de nuevos descriptores del mal, los médicos. Con el nacimiento de la clínica, el médico, descendiente de sacerdotes y clérigos, aparece como un especialista, mediador de los signos y síntomas indicadores de un mal determinado, del que el enfermo es portador. La interpretación del bien y del mal que causa la muerte ya no se hace por la naturaleza de las buenas o malas relaciones que el hombre tiene con el universo en que vive, sino aislando el mal del que es portador, intentando reducirlo y tratándolo como tal. Sin embargo, hasta finales del siglo xix, tanto los métodos de investigación como las terapias médicas siguieron siendo someras y precarias, siendo también muy limitados los cuidados y tratamientos médicos. Además, recurrir a un médico es todavía un hecho aislado y sólo concierne a una clase social privilegiada del medio urbano mientras que en el medio rural sigue siendo excepcional: “De todas formas, los campesinos tenían sus propias 6 ideas sobre las enfermedades”. Los grandes descubrimientos de finales del siglo xix en el terreno de la física y la química, no hubieran podido hacer progresar la ciencia médica por sí mismos. El hospital, lugar de reagrupamiento de todos aquellos excluidos del orden público, pobres, desempleados, vagabundos, los mar-

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ginados de todas clases, hace posible el ensayo de nuevos instrumentos que servirán para explorar y tratar el cuerpo, transformando este refugio de personas sin hogar en un lugar de exploración y tratamiento de la enfermedad.7 El médico ve crecer de forma desmesurada su papel de mediador. No sólo puede advertir los signos clínicos que se exteriorizan, sino que puede ver e interpretar lo que ocurre en el interior del cuerpo del enfermo, mientras que el que se queja del mal, el que siente los efectos, no puede ver lo que ocurre en su propio cuerpo. El portador del mal forma cada vez más un bloque con el mal en sí mismo, hasta el punto de confundirse con él y convertirse en “una tuberculosis”, “un cáncer”, o en el mejor de los casos en el órgano afectado “un hígado”, “un bazo”, “una médula”...

Relatividad de la concepción moderna de los cuidados con respecto a la dimensión del tiempo Intentar aprender la práctica de cuidados exige volverlos a centrar respecto a su principal finalidad: permitir que la vida continúe y se reproduzca. Pero no sabríamos aislar esta fi nalidad de la dimensión temporal en la que se inscribe, esta dimensión cronológica de la que el mundo contemporáneo tiende a renegar, sustituyendo el incesante caminar de miles de generaciones por la modernidad científica. La historia de los cuidados, que comienza con la historia de las especies vivas, surge con la aparición del linaje Homo que los etnopaleontólogos remontan a cinco o seis millones de años. Esta historia se construye fundamentalmente en torno a la constante preocupación de asegurar la continuidad de la vida. Por ello, sin duda después del Homo Sapiens, hombres y mujeres escrutan el universo que les rodea, intentando conciliarlo, al tiempo que se esfuerzan en alejar el mal. El acto de protección refleja y el instinto de conservación que actúa por tropismo, comienzan a tambalearse, a modifi carse con la aparición de la conciencia que echa las raíces del “árbol de la ciencia del bien y del mal”,* fundamento del conocimiento y origen de todas las religiones. Con la aparición de la vida sedentaria, el hecho de discernir lo que es juzgado por el grupo como bueno o malo, se confía primero al chamán y luego al sacerdote, que se convierte en el custodio del orden del bien y del mal. * Todas las religiones retoman la imagen simbólica de la Biblia bajo otras formas: la caja de Pandora, por ejemplo.

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Sin embargo, no basta con alejar el mal o separar del grupo a aquel que es juzgado como portador del mal, de la falta o del pecado. Cercar y circunscribir el foco del mal será la principal preocupación del médico y dará lugar al nacimiento de la Clínica. Esta nueva orientación sólo podrá aparecer y empezar a desarrollarse tímidamente unos seis mil años después del comienzo de la era de la agricultura, para después extender la utilización de la aplicación durante toda la revolución urbana hasta la llegada de la Revolución Industrial. La finalidad del médico es entonces, librar un singular combate con el mal y vencerlo. Es posible producir “una separación física del mal” e intentar tratarlo para erradicar todo aquello que puede matar, con el riesgo de no poner atención en lo que aún vive, en lo que puede hacer vivir, en lo que da sentido a la vida. Como veremos posteriormente, los cuidados médicos, los únicos reconocidos como científicos, sustituyen tanto a los cuidados para el mantenimiento de la vida como a los cuidados curativos nacidos de los descubrimientos empíricos sobre dichos cuidados. A finales del siglo xix con la llegada de tecnologías muy elaboradas, los cuidados médicos se orientan hacia un restablecimiento complejo de la salud que se convertirá cada vez más en campo de especialistas. Debido a la aceleración de la dimensión del tiempo, el campo especial de los cuidados se estrecha cada vez más. Hay una desaparición, incluso una negación, de los lazos entretejidos entre el hombre y su universo, su entorno, su grupo social. El propio campo de la persona enferma está obliterado. Hay un foco en el espacio tisular e incluso en el espacio celular portador de signos del mal. El campo de los cuidados se queda aislado, parcelado, fisurado, se sustrae de las dimensiones sociales y colectivas. A excepción de todas las otras concepciones o aproximaciones de corrientes, muchas veces milenarias, que han sido elaboradas a lo largo de la historia y frente al problema de la vida y de la muerte, cuidar se convierte en tratar la enfermedad. Los especialistas por sí solos no bastan, necesitarán mano de obra adecuada para hacerse cargo de las muchas tareas, pudiendo así asegurar la investigación y el tratamiento de la enfermedad.

La práctica de la enfermería y su relación con estas dos orientaciones Las dos orientaciones anteriormente mencionadas han influido en el discurrir de la enfermería y han contribuido a dificultar la identificación de los cuidados de enfermería (véase figura de las páginas 12 y 13). La evolución de la primera orientación está vinculada a todo aquello que permite y favorece el mantenimiento y desarrollo de la vida. Los

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cuidados que siguen la línea de esta orientación se construyen esencialmente alrededor de todo aquello que da vida, que es fecundable y que da a luz. Todas las prácticas rituales desde la concepción hasta el nacimiento se elaboran alrededor de la mujer, símbolo de la fecundidad, y del niño que ella trae al mundo. Los cuidados que se tejen alrededor de todo aquello que crece y se desarrolla revierten en las mujeres y lo hacen hasta la muerte: cuidados a los niños, al igual que a los enfermos y a los moribundos, puesto que ¿acaso dándoles la vida no les comunican la muerte? Los cuidados corporales y la experiencia, con frecuencia secular, de las prácticas alimentarias, desde el origen del descubrimiento de las propiedades de las plantas, han sido la base del conjunto de cuidados desarrollados por las mujeres a lo largo de la evolución de la historia de la humanidad, siendo así hasta nuestros días. Por el contrario, los accidentes de caza o pesca y, a fortiori, de guerra no conciernen a las mujeres. Como consecuencia de la necesidad de tener que dar muerte para sobrevivir, y puesto que al requerir la utilización de instrumentos propios de hombres —instrumentos de incisión (cuchillas, escalpelos)— o de sutura (aguja de hueso), así como la utilización del fuego, algunos cuidados sólo pueden ser competencia de hombres, mostrándose como una actividad propia de ellos. Las curas del cuerpo herido son y seguirán siendo predominantemente cosa de hombres, iniciándolos a descubrir el cuerpo por dentro, a osar explorarlo, llevándolos a desarrollar una tecnología cada vez más precisa que se convertirá en la tecnología de los herreros, los barberos y los cirujanos. Por otra parte, los cuidados que exigen una importante fuerza física son también competencia de hombres: desplazamientos de articulaciones, reducción de fracturas, así como dominio físico de los agitados y personas en estado delirante, de locura o de embriaguez. Estos cuidados llevados a cabo por hombres darán lugar a otras corrientes de influencia, a otras formas de ejercicio distintas de las propias de mujeres. Así, se constituirán los cuerpos de enfermeros vinculados al ejército, ya sean los esclavos en las legiones romanas, o más tarde en el seno de órdenes guerreras hospitalarias, como los Caballeros de San Juan de Jerusalén, los Caballeros de la Orden Teutónica, los Templarios, los Caballeros de la Orden de Malta, o como los que aparecerán aún más tarde en los hospitales de campaña militares. Otros cuerpos surgirán de la necesidad de alejar de la colectividad a los portadores de males o a los sospechosos. Se encargarán de mantener el orden público encerrándolos en lazaretos, asilos y más tarde en hospitales psiquiátricos: por ejemplo, los Caballeros de la Orden de San Lázaro o

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Médicos de las escuelas de medicina

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