El Olvido que Seremos - Hector Abad Faciolince PDF

Title El Olvido que Seremos - Hector Abad Faciolince
Author Anonymous User
Course Latín I
Institution Bachillerato (España)
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Héctor Abad Gómez dedicó los últimos años de su vida, hasta la misma noche en que cayó asesinado en pleno centro de Medellín, a la defensa d los derechos humanos. Este libro es la reconstrucción amorosa, paciente y detallada de un personaje. Pero es también el recuerdo de una ciudad, d una familia y una evocación melancólica de la niñez. Está lleno de sonrisas canta el placer de vivir pero también muestra la tristeza y la rabia qu provoca el asesinato de este personaje, que no es otro que el padre de autor.

Héctor Abad Faciolince El olvido que seremos

A Alberto Aguirre y Carlos Gaviria, sobrevivientes.

Un niño de la mano de su padre

1 EN LA casa vivían diez muj eres, un niño y un señor. Las muj eres eran Tata, que había sido la niñera de m i abuela, tenía casi cien años, y estaba m edio sorda y medio ciega; dos muchachas del servicio —Emm a y Teresa—; mis cinco herm anas —Mary luz, Clara, Eva, Marta, Sol—; mi m amá y una monj a. El niño y o, am aba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba m ás que a Dios Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá. Fue la prim era discusión teológica de mi vida y la tuve con la herm anita Josefa, la monj a que nos cuidaba a Sol y a m í, los hermanos menores. Si cierro los oj os puedo oír su voz recia, gruesa, enfrentada a mi voz infantil. Era una mañana luminosa y estábamos en el patio, al sol, mirando los colibríes que venían a hace el recorrido de las flores. De un mom ento a otro la herm anita me dijo: —Su papá se va a ir para el Infierno. —¿Por qué? —le pregunté y o. —Porque no va a m isa. —¿Y y o? —Usted va a irse para el Cielo, porque reza todas las noches conm igo. Por las noches, m ientras ella se cam biaba detrás del biombo de lo unicornios, rezábamos padrenuestros y avem arías. Al final, antes de dormirnos rezábam os el credo: « Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, de todo lo visible y lo invisible…» . Ella se quitaba el hábito detrás de biombo para que no le viéram os el pelo; nos había advertido que verle el pelo a una monj a era pecado mortal. Yo, que entiendo las cosas bien, pero despacio había estado imaginándome todo el día en el Cielo sin mi papá (m e asomaba desde una ventana del Paraíso y lo veía a él allá abajo, pidiendo auxilio mientra se quem aba en las llam as del Infierno), y esa noche, cuando ella empezó a entonar las oraciones detrás del biombo de los unicornios, le dije: —No voy a volver a rezar. —¿Ah, no? —me retó ella. —No. Yo y a no m e quiero ir para el Cielo. A m í no m e gusta el Cielo sin m papá. Prefiero irm e para el Infierno con él. La herm anita Josefa asom ó la cabeza (fue la única vez que la vim os sin velo es decir, la única vez que com etim os el pecado de verle sus m echas sin encanto

y gritó: « ¡Chito!» . Después se dio la bendición. Yo quería a mi papá con un am or que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con m i papá. Y siento que a m is hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, y o sé que antes m e haría matar, sin dudarlo un instante, por defender a m is hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderm e a mí. La idea más insoportable de m infancia era imaginar que m i papá se pudiera m orir, y por eso y o había resuelto tirarm e al río Medellín si él llegaba a morirse. Y tam bién sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la m uerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se piensa, sino que sencillamente e así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas. Yo am aba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y tam bién e recuerdo de su olor, sobre la cam a, cuando se iba de viaj e, y y o les rogaba a la muchachas y a mi mam á que no cam biaran las sábanas ni la funda de la almohada. Me gustaba su voz, m e gustaban sus m anos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo. Cuando me daba m iedo, por la noche, m e pasaba para su cama y siem pre me abría un cam po a su lado para que y o me acostara. Nunca dijo que no. Mi m amá protestaba, decía que me estaba malcriando, pero mi papá se corría hasta el borde del colchón y me dejaba quedar. Yo sentía por mi papá lo mismo que m is am igos decían que sentían por la mam á. Yo olía a m i papá, le ponía un brazo encima, me metía el dedo pulgar e la boca, y me dorm ía profundo hasta que el ruido de los cascos de los caballos y las campanadas del carro de la leche anunciaban el amanecer.

2 MI PAPÁ me dej aba hacer todo lo que y o quisiera. Decir todo es una exageración. No podía hacer porquerías com o hurgarm e la nariz o com er tierra no podía pegarle a m i hermana menor ni-con-el-pétalo-de-una-rosa; no podía salir sin avisar que iba a salir, ni cruzar la calle sin mirar a los dos lados; tenía qu ser m ás respetuoso con Em ma y Teresa —o con cualquiera de las otra empleadas que tuvimos en aquellos años: Mariela, Rosa, Margarita— que con cualquier visita o pariente; tenía que bañarme todos los días, lavarme las mano antes y los dientes después de comer, y m antener las uñas limpias… Pero com o y o era de una índole mansa, esas cosas elementales las aprendí muy rápido. A lo que m e refiero con todo, por ejem plo, es a que y o podía coger sus libros o sus discos, sin restricciones, y tocar todas sus cosas (la brocha de afeitar, los pañuelos, el frasco de agua de colonia, el tocadiscos, la m áquina de escribir, e bolígrafo) sin pedir permiso. Tampoco tenía que pedirle plata. Él m e lo habí explicado así: —Todo lo mío es tuy o. Ahí está m i cartera, coge lo que necesites. Y ahí estaba, siempre, en el bolsillo de atrás de los pantalones. Yo cogía la billetera de mi papá y contaba la plata que tenía. Nunca sabía si coger un peso dos pesos o cinco pesos. Lo pensaba un m omento y resolvía no coger nada. M mam á nos había advertido muchas veces: —¡Niñas! Mi m amá decía siempre « niñas» porque las niñas eran m ás y entonces esa regla gramatical (un hombre entre m il m uj eres convierte todo al géner masculino) para ella no contaba. —¡Niñas! A los profesores aquí les pagan m uy mal, no ganan casi nada. No abusen de su papá que él es bobo y les da lo que le pidan, sin poder. Yo pensaba que toda la plata que había en la billetera la podía coger. A veces cuando estaba m ás llena, a principios del m es, cogía un billete de veinte pesos mientras mi papá hacía la siesta, y m e lo llevaba para el cuarto. Jugaba un rat con él, sabiendo que era mío, e iba com prando cosas en la imaginación (una bicicleta, un balón de fútbol, una pista de carritos eléctrica, un m icroscopio, un telescopio, un caballo) com o si m e hubiera ganado la lotería. Pero después iba y lo volvía a poner en su sitio. Casi nunca había muchos billetes, y a finales de mes

a veces, no había ni uno, y a que no éramos ricos, aunque lo pareciera porque teníamos finca, carro, m uchachas del servicio y hasta m onja de com pañía Cuando nosotros le preguntábamos a mi mamá si éramos ricos o pobres, ella siem pre contestaba lo m ism o: « Niñas: ni lo uno ni lo otro; som os acom odados» Muchas veces m i papá me daba plata sin que se la pidiera, y entonces y o no tenía ningún reparo en recibirla. Según mi m amá, y tenía razón, m i papá era incapaz de entender la economí doméstica. Ella se había puesto a trabaj ar en una oficinita por el centro —contr el parecer de su m arido— en vista de que la plata del profesor nunca alcanzaba para llegar a fin de m es y no se podía recurrir a ninguna reserva puesto que m papá nunca tuvo ninguna noción del ahorro. Cuando llegaban las cuentas de servicios, o cuando m i m am á le decía que era necesario pagarle al albañil qu había cogido unas goteras en el techo, o al electricista que había arreglado u cortocircuito, mi papá se ponía de m al genio y se encerraba en la biblioteca leer y a oír música clásica a todo volumen, para calmarse. Él mismo habí contratado al albañil, pero siem pre se le olvidaba preguntar, antes, cuánto iban cobrar por el trabaj o, así que al final cobraban lo que les daba la gana. Si m mam á hacía el contrato, en cam bio, pedía dos presupuestos, regateaba, y nunca había sorpresas al final. Mi papá nunca tenía dinero suficiente porque siem pre le daba o le prestaba plata a cualquiera que se la pidiera, parientes, conocidos, extraños, mendigos. Lo estudiantes en la universidad se aprovechaban de él. Y tam bién abusaba e may ordom o de la finca, don Dionisio, un y ugoeslavo descarado que hacía que mi papá le diera anticipos por la ilusión de unas m anzanas, unas peras y uno higos mediterráneos que jam ás llegaron a darse en la huerta de la finca. Al fin logró que pelecharan las fresas y las hortalizas, montó un negocio aparte, en una tierra que com pró con los anticipos que m i papá le daba, y progresó bastante Entonces mi papá contrató de m ay ordom os a don Feliciano y a doña Rosa, lo papas de Teresa, la muchacha, que se estaban muriendo de hambre en un pueblo del nordeste, Am alfi. Sólo que don Feliciano tenía casi ochenta años, estaba enferm o de artritis, y no podía trabajar la huerta, por lo que las verduras y la fresas de don Dionisio se perdieron y la finca, a los seis meses, estaba hecha un rastroj o. Pero no íbam os a dej ar m orir de hambre a doña Rosa y a don Feliciano porque eso habría sido peor. Había que esperar a que se murieran de viej os para contratar a otros m ay ordomos, y así fue. Después vinieron Edilso y Belén, que allá siguen, treinta años después, con un contrato muy raro que se inventó m papá: nosotros ponemos la tierra, pero las vacas y la leche son de ellos. Yo sabía que los estudiantes le pedían plata prestada porque m uchas veces lo acompañaba a la Universidad y su oficina parecía un sitio de peregrinación. Lo estudiantes hacían fila afuera; algunos, sí, para consultarle asuntos académicos o personales, pero la may oría para pedirle plata prestada. Siempre que y o fui

varias veces mi papá sacaba la cartera y les entregaba a los estudiantes billete que j am ás le devolvían, y por eso alrededor de él había siempre un enj ambre de pedigüeños. —Pobres m uchachos —decía—, ni siquiera tienen para el almuerzo; y con hambre es im posible estudiar.

3 ANTES de entrar al kínder, a m í no me gustaba quedarme todos los días en la casa con Sol y con la monj a. Cuando se me acababan los juegos de niño solitario (fantasías en el suelo, con castillos y soldados), lo más entretenido que se le ocurría hacer a la herm anita Josefa, fuera de rezar, era salir al patio de la casa mirar los colibríes que chupaban las flores, o dar paseos por el barrio en e cochecito donde sentaba a mi herm ana, que se dorm ía en el acto, y donde me llevaba a m í, de pie sobre las varillas de atrás, si me cansaba de caminar mientras la m onja empuj aba el coche por las aceras. Como esa rutina diaria m aburría, entonces y o le pedía a m i papá que m e llevara a la oficina. Él trabajaba en la Facultad de Medicina, al lado del Hospital de San Vicent de Paúl, en el Departam ento de Salud Pública y Medicina Preventiva. Si no podía ir con él, porque tenía mucho que hacer esa m añana, al menos me llevaba a da una vuelta a la m anzana en el carro. Me sentaba sobre las rodillas y y o manej aba la dirección, vigilado por él. Era un paquidermo viejo, grande, ruidoso azul celeste, marca Ply mouth, de caja autom ática, que se recalentaba y empezaba a echar humo por delante a la primera loma que encontraba. Cuand podía, al menos una vez a la sem ana, mi papá me llevaba a la Universidad. A entrar pasábam os al lado del anfiteatro, donde se dictaban las clases de anatom ía y y o le rogaba que m e mostrara los cadáveres. Él siempre me respondía: « No todavía no» . Todas las semanas lo mismo: —Papi, quiero conocer un muerto. —No, todavía no. Una vez que él sabía que no había clases, ni m uerto, entram os al anfiteatro que era m uy antiguo, de ésos con graderías alrededor para que los estudiante pudieran ver bien la disección de los cadáveres. En el centro del salón había una mesa de mármol, donde se ponía al protagonista de la clase, igual que en e cuadro de Rembrandt. Pero ese día el anfiteatro estaba vacío de cadáver, d estudiantes y de profesor de anatomía. En ese vacío, sin em bargo, persistía un cierto olor a muerte, com o una im palpable presencia fantasmal que me hiz tener conciencia, en ese m ismo mom ento, de que en el pecho m e palpitaba e corazón. Mientras mi papá daba clase, y o lo esperaba sentado en su escritorio y me

ponía a dibuj ar, o al frente de la máquina de escribir, a fingir que escribía com él, con el dedo índice de las dos m anos. Desde lejos, Gilma Eusse, la secretaria me miraba sonriendo con picardía. Por qué sonreía, y o no sé. Tenía una foto enmarcada de su m atrimonio en la que ella aparecía vestida de novia casándos con m i papá. Yo le preguntaba una y otra vez por qué se había casado con m papá, y ella m e explicaba, sonriendo, que se había casado con un mexicano, Iván Restrepo, por poder, y que mi papá lo había representado a él en la iglesia Mientras me contaba ese m atrimonio para mí incom prensible (tan incom prensible com o el de m is propios padres, que tam bién se habían casado po poder, y en las únicas fotos de su matrimonio se veía a m i mam á casándose con el tío Bernardo) Gilma Eusse sonreía, sonreía, con la cara más alegre y cordia que uno se pudiera imaginar. Parecía la m ujer m ás feliz del m undo hasta que un día, sin dej ar de sonreír, se pegó un tiro en el paladar, y nadie supo por qué. Pero en esas mañanas de m i niñez ella me ay udaba a poner el papel en el rodillo de l máquina de escribir, para que y o escribiera. Yo no sabía escribir, pero escribía y a, y cuando mi papá volvía de clase le mostraba el resultado. —Mira lo que escribí. Eran unas pocas líneas llenas de garabatos: Jasiewiokkejjmdero jikemehoqpicñq.zkc ollq2"sa91okjdoooo —¡Muy bien! —decía mi papá con una carcajada de satisfacción, y me felicitaba con un gran beso en la mej illa, al lado de la oreja. Sus besos, grandes y sonoros, nos aturdían y se quedaban retumbando en el tímpano, como un recuerdo doloroso y feliz, durante mucho tiem po. A la semana siguiente me ponía de tarea, antes de salir para su clase, una plana de vocales, primero la A después la E, y así, y en las sem anas sucesivas, más y más consonantes, las m ás comunes para em pezar, la C, la P, la T, y luego todas, hasta la equis y la hache que aunque era muda y poco usada, era tam bién m uy importante porque era la letra con que em pezaba el nombre de nosotros dos. Por eso, cuando entré a colegio, y o y a sabía distinguir todas las letras del abecedario, no con su nom bre sino con su sonido, y cuando la profesora de primero, Lyda Ruth Espinosa, nos enseñó a leer y escribir, y o aprendí en un segundo, y entendí de inmediato e mecanismo, como por encanto, com o si hubiera nacido sabiendo leer. Hubo una palabra, sin em bargo, que no entraba en m i cabeza, y que tardé años en aprender a leer correctamente. Siem pre que aparecía en algún escrito (y menos mal que era escasa) m e bloqueaba, no m e salía la voz. Si me topaba con ella, tem blaba, seguro de no ser capaz de pronunciarla bien: era la palabra « párroco» . Yo no sabía dónde ponerle el acento, y casi siem pre, por absurdo, en

vez de ponerlo en alguna vocal (que además siem pre resultaba ser una o), ponía todo el énfasis en la erre: parrrrrroco. Y me salía grave, parróco, o aguda parrocó, en todo caso nunca esdrújula. Mi herm ana Clara vivía burlándose de m por este bloqueo, y siempre que podía me la escribía en un papel y me preguntaba, con una sonrisa radiante: « Gordo, ¿qué dice aquí?» . A m í me bastaba verla para ponerme roj o y no poderla leer. Exactam ente lo mismo m e pasó, años después, con el baile. Mis herm ana eran todas grandes bailarinas, y y o tenía también buen oído, como ellas, a menos para cantar, pero cuando ellas me invitaban a bailar, y o ponía el acent del baile donde no era, con una arritmia total, o con el m ism o ritmo de las risa de ellas cuando m e veían m over los pies. Y aunque llegó el día en que aprendí a leer párroco sin equivocarm e, los pasos del baile, en cam bio, me quedaron vedados para siem pre. Tener una madre es difícil; ni les cuento lo que era tene seis. Creo que m i papá comprendió pronto que había una manera para impedirm e hacer alguna cosa definitivam ente: burlarse de m í. Si yo llegaba a percibir que l que estaba haciendo podía parecer ridículo, risible, no volvería a intentarl jam ás. Tal vez por eso celebraba, en m i escritura, hasta los garabatos sin sentido y m e enseñó m uy despacio la manera en que las letras representaban lo sonidos, para que mis errores iniciales no produj eran risa. Yo aprendí, gracias a su paciencia, todo el abecedario, los núm eros y los signos de puntuación en su máquina de escribir. Tal vez por eso un teclado —mucho m ás que un lápiz o un bolígrafo— es para m í la representación más fidedigna de la escritura. Esa manera de ir hundiendo sonidos, como en un piano, para convertir las ideas en letras y en palabras, me pareció desde el principio —y me sigue pareciendo— una de las magias más extraordinarias del mundo. Adem ás, con esa pasmosa habilidad lingüística que tienen las muj eres, m i herm anas nunca m e dej aban hablar. Apenas y o abría la boca para intentar deci algo, ellas y a lo habían dicho, m ás largo y m ucho m ejor, con m ás gracia y má inteligencia. Creo que tuve que aprender a escribir para poder com unicarme de vez en cuando, y desde muy pequeño le mandaba cartas a m i papá, que la celebraba com o si fueran epístolas de Séneca u obras maestras de la literatura. Cuando m e doy cuenta de lo lim itado que es m i talento para escribir (cas nunca consigo que las palabras suenen tan nítidas com o están las ideas en e pensam iento; lo que hago m e parece un balbuceo pobre y torpe al lado de lo que hubieran podido decir m is hermanas), recuerdo la confianza que mi papá tenía en mí. Entonces levanto los hom bros y sigo adelante. Si a él le gustaban hasta mi renglones de garabatos, qué importa si lo que escribo no acaba de satisfacerme a mí. Creo que el único m otivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todo estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá hubiera gozado más que nadie al leer todas estas páginas m ías que no alcanzó a

leer. Que no leerá nunca. Es una de las paradoj as más tristes de m i vida: casi tod lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este m ism libro no es otra cosa que la carta a una sombra.

4 MIS AMIGOS y m is compañeros se reían de m í por otra costumbre de mi casa que, sin embargo, esas burlas no pudieron extirpar. Cuando y o llegaba a la casa mi papá, para saludarm e, me abrazaba, me besaba, me decía un m ontón d frases cariñosas y además, al final, soltaba una carcaj ada. La primera vez que se rieron de m í por « ese saludo de m ariquita y niño consentido» , y o no me esperaba sem ejante burla. Hasta ese instante y o estaba seguro de que ésa era la form a normal y corriente en que todos los padres saludaban a sus hijos. Pues no resulta que en Antioquia no era así. Un saludo entre machos, padre e hijo, tenía que ser distante, bronco y sin afecto aparente. Durante un tiem po evité esos saludos tan efusivos si había extraños por ahí pues me daba pena y no quería que se burlaran de mí. Lo malo era que, aun s estaba acom pañado, ese saludo a m í m e hacía falta, m e daba seguridad, así que al cabo de algún tiempo de fingim iento, resolví dej ar que m e volviera a saluda igual que siempre, aunque m is com pañeros se rieran y dij eran lo que les diera la gana. Al fin y al cabo ese saludo cariñoso era una cosa de él, no m ía, y y o lo único que hacía era dejarlo hacer. Pero no todo fue burla entre mis compañeros recuerdo que una vez, y a casi al final...


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