HYF MED Taller XII Medicina Cristiana ANRH 2019 42715 PDF

Title HYF MED Taller XII Medicina Cristiana ANRH 2019 42715
Course Historia y Filosofia de la Medicina
Institution Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
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BENEMÉRITA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE PUEBLA Facultad de Medicina Licenciatura en Medicina Medicina.. Plan de Estudi Estudios os 2016 Asignatura de Historia y Filosofía de la Medicina Semestre primavera 2021 Diseño; pr profesor ofesor Dr. Domingo Pé Pérez rez Gonzál González ez TALLER DE HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA MEDICINA TALLER XII: MEDIC MEDICINA INA CRISTIANA

Instruccion Instrucciones es Lea rápidamente el texto que se encu encuentra entra por debajo de las inst instrucciones rucciones rucciones,, enfoque su lectu lectura ra en loca localizar lizar lo corr correspondiente espondiente a EL ENFERMO, LA ENFERMEDAD, EL MÉDICO, EL DIAGNÓSTICO O LA TERAPEUTICA TERAPEUTICA.. Al terminar la lectura vaya a la tabla que se encuentra al final del documento yy,, COPIE Y PEGUE DOS ENUNCIADOS (uno en cada celda) por de cada uno de los tópicos señalados anteriormente (total 10 enunciados) en las celdas correspondientes de l a columna 2. En la columna número 3 es escriba criba un comentario de cada uno de los enunciados en la celda correspondiente. Al fi final nal de la tabla escri escriba ba sus conclusiones sobre la medicina cristiana primitiva.

EL CRISTIANISMO Y LA RELACIÓN MEDICA

La predicación del cristianismo no tuvo entre sus fines inmediatos, claro está, proponer a los hombres un nuevo modo de entender y practicar la relación entre médicos y enfermos. La reiterada mención del enfermo en los textos neotestamentarios es directa unas veces y metafórica otras. Jesús cura milagrosamente a los más diversos enfermos. Las palabras de Jesús en el texto escatológico de San Mateo prescriben del modo más explícito el deber de la asistencia caritativa a los enfermos, y San Pablo repite luego el mandamiento. «Enfermos», en fin, son metafóricamente llamados los hombres menesterosos de la salvación que el Evangelio promete. Tan cierto es esto que los traductores del Nuevo Testamento al griego se sentirán íntimamente obligados a emplear, para designar el amor, una palabra helénica distinta de érôs, y de modo sistemático usarán el término agápe, que bajo forma verbal (agapaô), desde los tiempos homéricos venía significando «acoger con amistad». Desde el seno mismo de la concepción cristiana de la vida, la relación entre el médico y el enfermo había de ser entendida como un acto de amor, como una expresión particular de la idea cristiana, agapética (“acoger con amistad”), de la philia. Asistir a un enfermo con alguna voluntad de perfección es, debe ser siempre, sea médico o profano quien practique esa obra de asistencia, un acto de amor, un ejercicio de agápé. En el profano, según lo que su vida y la ocasión en aquel momento permitan y aconsejen. En el médico, según las dos operaciones técnicas que los asclepíadas griegos habían enseñado a la humanidad: la operación cognoscitiva a que helénicamente damos el nombre de «diagnóstico» y la operación operativa, valga la redundancia, que los helenos llamaron therapeia y nosotros llamamos «tratamiento». Para un médico cristiano, diagnosticar y tratar al enfermo debe ser expresión y consecuencia de un amor previo al conocimiento técnico y a la prescripción de fármacos. Convicción «técnicamente» robustecida luego, cuando el naciente cristianismo haga suya la tékhnê iatrikê de Hipócrates y Galeno y aprenda que también para los griegos —aunque con bien distinta idea del amor—el «arte» del terapeuta debe tener como fundamento la philia. El cristianismo enseñará que Dios es una realidad espiritual, trascendente al mundo, personal, omnipotente, creadora del mundo desde la nada y humanamente encarnada a través de una de sus personas.

Para los cristianos, el mundo ha sido creado por Dios ex nihilo en el origen de los tiempos, y al término de estos conocerá un «fin del mundo»; no como retorno a la nada originaria, sino como transfiguración hacia un modo de ser inédito e imperecedero. El cristianismo afirmará desde su origen mismo que el hombre, entre todas las criaturas del mundo, es la única creada «a imagen y semejanza de Dios». Por tanto, que de algún modo y en alguna medida —en cuanto «imagen y semejanza» de la realidad divina— su realidad es supramundana, espiritual, creadora e infinita. Además de ser material, orgánico y viviente —además de pertenecer a la naturaleza cósmica—, el hombre se halla dotado de inteligencia, intimidad y libertad propias; es, pues, «persona», además de ser «naturaleza». Para los cristianos, el amor humano —la agápe— posee la consistencia religiosa y metafísica que desde su seno mismo exige un triple mandamiento. «Ama a tu prójimo como a ti mismo». «Ama a tu prójimo como si tu prójimo fuese Cristo». «Ama a tu prójimo como si tú mismo fueses Cristo». El cristiano debe amar al otro como Cristo amó a los suyos. Más ampliamente: el cristiano debe amar a cualquier hombre como Cristo amó a los hombres. Afirmase con ellas, por un lado, que el cristiano verdaderamente fiel a Cristo logra en su realidad personal cierta deificación o cristíficación. Siendo «como Cristo», el cristiano se eleva a la condición de «cooperador de Cristo», cooperator veritatis. En la estructura del amor cristiano se articulan y aúnan dos movimientos: uno ascendente o de aspiración, un érôs sobrenaturalmente trascendido, puesto que el acto de amor aspira en último término a la perfección de las dos personas en Dios, y otro descendente o de efusión, el amor más específicamente cristiano o agápe, porque el acto amoroso del cristiano es y tiene que ser donación efusiva del amante hacia la realidad personal del amado. La actitud cristiana ante la realidad del enfermo, en definitiva, frente al cuerpo humano, pensaremos: 1 Que, desde un punto de vista cristiano, la perfección de la naturaleza -y, por tanto, la perfección del cuerpo, sensible epifanía de la physis del hombre- no es condición suficiente para la perfección de la persona. Un individuo excelente en su naturaleza —sano, bello, inteligente— puede ser a la vez un malvado. La bondad moral del hombre —en definitiva, la perfección de su persona— no puede ser mera consecuencia de la perfección de su naturaleza. 2 Para el cristiano, objeto formal del acto amoroso (lo que en ese acto ama) es la perfección de la persona amada y, a título de condición eficaz, la perfección de su naturaleza, a la cual pertenece en primer término la perfección del cuerpo. Imaginemos una comunidad cristiana primitiva, una ekklesia de Efeso, de Corinto o de la Roma anterior a Constantino. Sin mengua de la unidad espiritual y de la comunicación física entre todas ellas, cada una es como una pequeña isla de entusiasta y abnegada vida nueva en el mar de la paganidad. No faltan en ellas los médicos. Alejandro el Frigio y Zenobio, médicos ambos, fueron mártires del cristianismo. Teodoto de Laodicea — «eminente en la curación del cuerpo humano y sin igual en la cura de las almas, en el amor al prójimo, en la nobleza del ánimo y en la compasión por los demás», según el testimonio de Eusebio de Cesárea — fue médico y obispo. Como ellos, Eustacio, médico de Basilio de Cesárea, y tantos más. La sensación de vivir y difundir un nuevo modo de vivir es general y vehemente. Dios, un Dios que a través de Cristo se ha revelado como amor o agápe, es el fundamento creencial y real de esa vida inédita. Los hipocráticos habían enseñado que el fundamento de una relación médica fiel a su propia esencia y no corrompida por los vicios que tantas veces la afectan, es la philía, la amistad. El médico es amigo de su arte, porque es amigo del hombre en cuanto tal, y por consiguiente del hombre a quien ha de atender; y, viceversa, es amigo del hombre, de ese hombre enfermo, a través de su arte y del amor que a su arte profesa. Regido por su novísima idea del amor interhumano, lo mismo va a sentir y pensar el médico cristiano. Lo sentirá y lo pensará espontáneamente, porque a una y otra cosa le mueven el espíritu y la letra de los textos que dan principio y

fundamento a su fe religiosa; mas también de una manera elaborada y reflexiva, cuando lleguen a su mano los escritos del saber antiguo y trate de hacerlos suyos. Movido por ese espíritu, el médico cristiano verá en su técnica un instrumento al servicio de la agápe o, como entre los latinos se dirá más tarde, de la caritas o caridad. Concebido desde dentro del cristianismo, al margen, por tanto, de cualquier influencia helénica, el fundamento propio de la relación médico enfermo es una especificación médica y técnica de la amistad cristiana entre hombre y hombre; considerado desde los conceptos y las prácticas de la têkhnê iatrikê griega —esto es, desde la medicina vigente en el área geográfica y cultural que dio marco al cristianismo primitivo— ese fundamento va a ser inicialmente entendido como una ampliación innovadora de la philanthrópía helenística. Tal es el sentido de las palabras que Basilio de Cesárea dirigirá, en torno al año 350, a su médico Eustacio: «En ti la ciencia es ambidextra, y dilatas los términos de la philanthrópía, no circunscribiendo a los cuerpos el beneficio del arte, sino atendiendo también a la curación de los espíritus». Muy probablemente, esos médicos no se propusieron el empeño de elaborar una concepción cristiana de la tékhnê, se limitaron a adoptar, con mejor o peor acierto, el arte de curar que su mundo les ofrecía. Sólo bien avanzada la Edad Media se comenzará a reflexionar cristianamente acerca del «arte», sólo entonces empezará a existir con cierta formalidad una ars medica christians. En Bizancio, donde la tradición de la cultura helénica no sufrió rotura, Oribasio, cristiano al fin de su vida, recopila en sus Synagôgai y en su Synopsis pros Eustáthion el saber médico de la Antigüedad pagana, y muy en primer término el del gran Galeno. Poco antes, Orígenes había escrito que «sólo llega a ser hábil en medicina quien ha estudiado las distintas escuelas y, tras cuidadoso examen, se adhiere a la mejor entre todas». A través de dificultades diversas, y en virtud de una asunción todavía no bien elaborada, casi por mera yuxtaposición del cristianismo y la medicina griega, va constituyéndose el primer galenismo cristiano de la historia. En la amistad que vincula al médico y al enfermo, la parte del médico es una versión cristiana y técnica de la philanthrôpia. En la amistad del enfermo cristiano hacia su médico se articularon hasta cuatro momentos cualitativamente distintos entre sí: 1) la confianza en el saber técnico de quien le atendía, y por tanto, en la persona del médico; 2) la fe y la esperanza en la posible eficacia preter-técnica o supra-técnica del remedio que el terapeuta administra, si Dios ha querido en aquel caso concederla; 3) la gratitud, cristianamente sentida, a quien con amor y arte le asiste en su dolencia; y 4) en determinados casos, un sutil amor de efusión desde la «distinción» espiritual o sobrenatural que la enfermedad otorga a quien resignada y oblativamente la padece. En la actitud del cristiano fervoroso frente a la enfermedad, y por consiguiente en su relación, como tal enfermo, con el médico que le asiste, opera siempre, más o menos firme, según los casos, esa secreta esperanza en la providencia de Dios. La actitud que, frente al hombre sano, médico o no, adopta quien siente su enfermedad como distinción. Así la ha sentido siempre —cristianamente— el cristiano fervoroso; así la siente a veces —mundanamente— el hombre secularizado. Sea cristiano o mundano el modo de interpretar tal distinción, junto a la preeminencia del médico sobre el enfermo en el orden natural y en el orden técnico de la existencia, entra en juego cierta preeminencia transnatural y transtécnica del enfermo sobre el médico, puesto que la enfermedad añade a la vida terrena del paciente algo que la ennoblece; y cuando esta penosa superioridad existe cual sea cristianamente vivida, dará lugar al amor de efusión. El enfermo ama con amor de aspiración (con amor-órár) la salud a que aspira, y ve en el médico al técnico del quehacer terapéutico que dicha aspiración exige; y ama con amor de efusión a quienes, siendo superiores a él en el orden de la naturaleza, porque están sanos, no han sido «distinguidos» con la ardua prueba de un dolor no merecido y azaroso. La relación entre el enfermo y el médico gana así una delicada dimensión nueva.

Puesto que era técnica, la amistosa voluntad de ayuda del médico cristiano tuvo que expresarse como conocimiento universal y causal, esto es, según el qué (qué es la enfermedad tratada, qué es el remedio) y según el por qué (por qué en el tratamiento se hace lo que se hace); y puesto que era cristiano, ese conocimiento tuvo que referirse, en lo que al enfermar atañe, a todo lo que la enfermedad es para quien con mente cristiana contempla la realidad del hombre y la vicisitud del accidente morboso. Quiere esto decir que la expresión cognoscitiva de la amistad médica cristiana —el diagnóstico— hubo de tener en su estructura dos momentos distintos, concernientes uno a lo que la enfermedad es en el orden natural (el accidente morboso como perturbación de la naturaleza humana y de la individual naturaleza del paciente: 1) diagnóstico (técnicofisiológico), y 2) relativo el otro a lo que la dolencia padecida es en el orden espiritual (el accidente morboso como vicisitud del ser humano, en cuanto éste es titular y protagonista de un destino sobrenatural: diagnóstico religiosopersonal). En los siglos iniciales del cristianismo, el primero de esos dos momentos del diagnóstico tuvo como pauta la escuela técnica a que por su formación perteneciera el médico; y puesto que el galenismo fue, desde el siglo ni, la doctrina imperante, así en Bizancio como en Roma, en el galenismo vino a tener de ordinario su pauta el aspecto técnicofisiológico del conocimiento de la enfermedad. El médico cristiano aparece en la escena histórica haciendo suyas la nosología, la nosognóstica y la nosotaxia de la medicina antigua; repitiendo con mayor o menor fidelidad la nosología, la nosognóstica y la nosotaxia del galenismo. Los textos del cristianismo antiguo manifiestan de la manera más explícita tal aspecto del «diagnóstico». Tres notas caben discernir en la primitiva visión cristiana de la enfermedad como vicisitud de la existencia personal: 1. La enfermedad es causa de aflicción: «Lo más precioso de todo, a vida, es aborrecible y molesta si falta en ella la salud», dice San Basilio de Cesárea a su médico Eustacio. 2. La enfermedad es ocasión de mérito o de caída: «A la enfermedad la reciben los justos —escribe a Anfiloquio el mismo San Basilio— como un certamen atlético, esperando grandes coronas por obra de la paciencia». 3. Rectamente soportada, la enfermedad es signo de distinción sobrenatural: en el cuerpo del enfermo, aunque éste sea un leproso, resplandece la imagen de Dios, declara Gregorio de Nisa. La amistad médica alcanza su culminación cuando se realiza y manifiesta como tratamiento. No pudieron ser excepción a esta regla los primitivos médicos cristianos; y no sólo porque así lo exige la esencia misma de la relación medicinal, sino porque la operación de ayuda —la «obra de misericordia»— es para el cristiano, desde que la parábola del Samaritano fue pronunciada, la expresión más genuina y fehaciente de su modo de entender el amor. ¿Qué es lo que cura, cuando el tratamiento médico parece ser eficaz? Tres respuestas aparecen entonces y mutuamente pugnan: 1. Lo que cura es la voluntad sanadora de Dios; por lo tanto, es inútil, y hasta irreverente o profanador, el empleo de los remedios naturales que ha inventado el arte de los médicos paganos. Tal es la postura de Taciano el Asirio y Tertuliano. «La curación con remedios —escribe el primero— procede, en todas sus formas, del engaño; pues si alguien es curado con la materia, confiando en ella, tanto más lo será abandonándose al poder de Dios… Quien se confía a las propiedades de la materia, ¿por qué no ha de confiar en Dios?». 2. Lo que cura es la virtud sanadora de Asclepio. Polemizando contra Orígenes, esto afirmará el Celso. En él pervive fielmente, pese a la hazaña racionalizadora y técnica de los hipocráticos, el espíritu de la teúrgia antigua. 3. Lo que cura es la virtud sanadora del remedio, y éste actúa según las propiedades naturales que Dios, su creador, ha querido concederle, responderá, asumiendo cristianamente la lección de la physiología antigua, el griego y cristiano Orígenes: «Esta fuerza de la curación de las enfermedades —dice Orígenes— no es en sí buena ni mala, y es cosa concedida, no sólo a los justos, mas también a los impíos… Podrían citarse muchos ejemplos de hombres que sanaron, aun cuando no mereciesen vivir… En sí, la potestad de curar enfermos no manifiesta nada divino».

Pero el médico cristiano no podía limitarse a un tratamiento técnico y natural de sus pacientes, y menos aún si éstos, como él, confesaban a Cristo. Su idea del hombre y de la enfermedad le movió a ampliar y renovar la práctica del tratamiento, tanto en lo que éste tiene de operaLas novedades de orden social que el cristianismo introdujo en el tratamiento médico fueron: 1. La condición igualitaria del tratamiento. Puesto que el amor de caridad no debe hacer acepción de personas, y puesto que en tal amor debe tener su primer fundamento, para el cristiano, la asistencia técnica al enfermo, ésta debe ser, en principio, igual para todos. Bajo las diferencias accidentales que la situación social del paciente pueda imponer, el tratamiento médico ha de ser igualitario. La acción misericordiosa del médico cristiano debe tener por término la persona del enfermo —ama persona doliente—, cualquiera que ésta sea, y no la personalidad o el personaje en que socialmente se haya realizado esa persona. 2. La valoración terapéutica y moral de la convivencia del dolor. Escribe San Gregorio Nacianceno: «La enfermedad era allí pacientemente sobrellevada; considerábase dichosa la desgracia y se ponía a prueba la compasión ante el sufrimiento ajeno». «Sufro dolor en mi enfermedad, y me alegro, no por el dolor, sino porque enseño a otros a sobrellevar paciente y resignadamente el suyo». La convivencia cristiana de la enfermedad permitiría aunar —en cuanto la condición terrenal de la existencia humana hace posible tan hermoso empeño— los dos modos cardinales de la convivencia humana que discierne San Pablo: el «compadecerse» (sympáskhein) y el «congratularse» (synkhaírein). No parece del todo ilícito incurrir en un anacronismo deliberado y decir que en las instituciones hospitalarias del cristianismo primitivo se practicaba —con una intención primaria o exclusivamente religiosa y moral— una suerte de psicagogia colectiva o de «psicoterapia de grupo». En el caso del tratamiento, fue en la realización social o eclesial de la ayuda al enfermo donde la nueva actitud moral cristiana de la relación médico-enfermo cobró más visible relieve. Tres rasgos deben consignarse especialmente: 1. La asistencia a los enfermos incurables moribundos. El médico cristiano —y, como él, todos los miembros de su comunidad, médicos o no— se creyó en el deber de prestar una ayuda trans-técnica, caritativa, a los pacientes en cuya dolencia ya nada era capaz de hacer el arte de curar. 2. La asistencia gratuita, sólo por caridad, al enfermo menesteroso. Sin perjuicio de la índole profesional, y por lo tanto económica de la asistencia médica, ésta no tiene todavía un carácter primariamente contractual. El hospital cristiano es, sin duda, el signo más visible de esta importante novedad social del ejercicio médico. 3. La incorporación de prácticas religiosas al cuidado de los enfermos: la oración, la unción sacramental y, en determinados casos, el exorcismo. Así fue, en sus líneas generales, la relación médica en las comunidades del cristianismo primitivo. He aquí, concisa y sistemáticamente expuestos, los puntos principales de la «teología de la enfermedad» que como momento del diagnóstico -esto es, como expresión cognoscitiva de la relación médica- late en la patología de la Baja Edad Media. 1. La enfermabilidad del hombre —su constante disposición a padecer enfermedad— sería consecuencia de la vulnerario que a causa del pecado original padeció la naturaleza humana. Una humanidad exenta de pecado original no habría padecido enfermedad, como no la padeció Adán —por los dones preternaturales y sobrenaturales que perfeccionaban su naturaleza, no por lo que ésta era en sí misma— en estado de justicia original. 2. La en...


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