La lucha por la dignidad marina y de la valgoma 1 PDF

Title La lucha por la dignidad marina y de la valgoma 1
Course Derecho Constitucional
Institution Universidad del País Vasco
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5 miembros permanentes (EEUU, China, Rusia, Francia y Reino
Unido) y 10 rotatorios elegidos por un periodo de dos años (cada año cambian 5)...


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José Antonio Marina María de la Válgoma

LA LUCHA POR LA DIGNIDAD Teoría de la felicidad política

A Soledad, Eutiquiano, Teyo y Agustina, que también colaboraron a su manera en este libro. J. A. M.

A María, Beatriz, Juan, Pablo y Blanca. A mi hermana Concha por su tenaz trabajo en Amnistía Internacional, y con ella a todos los voluntarios del mundo. Y -last but not least- a José Antonio, auténtico autor de este libro, más que coautor, por su total complicidad. M. de la V.

INTRODUCCIÓN

En Sierra Leona, los guerrilleros cortan la mano derecha de los habitantes de una aldea antes de retirarse. Una niña, que está muy contenta porque ha aprendido a escribir, pide que le corten la izquierda para poder seguir haciéndolo. En respuesta, un guerrillero le amputa las dos. En Bosnia, unos soldados detienen a una muchacha con su hijo. La llevan al centro de un salón. Le ordenan que se desnude. «Puso al bebé en el suelo, a su lado. Cuatro chetniks la violaron. Ella miraba en silencio a su hijo, que lloraba. Cuando terminó la violación, la joven preguntó si podía amamantar al bebé. Entonces, un chetnik decapitó al niño con un cuchillo y dio la cabeza ensangrentada a la madre. La pobre mujer gritó. La sacaron del edificio y no se la volvió a ver más» (The New York Times, 13-12-1992). Los periódicos están llenos de horrores. La historia también. Hitler, Stalin, Pol Pot y muchos otros deberían formar parte de un retablo maldito que no olvidáramos nunca. Resulta incomprensible que ante tanta maldad, ante tanto comportamiento indigno e indignante, afirmemos que todos los seres humanos están dotados de dignidad, es decir, de un valor intrínseco, independiente de sus actos, de su barbarie, de ese inicuo refinamiento de la crueldad. Resulta incomprensible que no sigamos enarbolando el equilibrado principio del talión, culminación de la justicia conmutativa, que tengamos consideración con quien no la tuvo previamente, que nos empeñemos en librar de la pena capital a quien ha violado y matado a una niña, o en rehabilitar a quien sin razón y sin excusa nos ha destrozado la vida. ¿De dónde hemos sacado una idea tan extraña? ¿Por qué la aceptamos hasta el punto de que está recogida en muchas Constituciones modernas? ¿No va contra el sentido común, contra los sentimientos comunes, contra la sana indignación ante el salvajismo, contra el equilibrio de la justicia? Es contradictorio afirmar la dignidad de los indignos. ¿Por qué lo hacemos? Tal vez nos suceda lo mismo que a Sigmund Freud, que abrumado por su escepticismo y su enfermedad escribía a un amigo: «Durante toda mi vida me he empeñado en ser honrado y en cumplir con mis obligaciones. No sé por qué lo he hecho.» Utilizamos la palabra «dignidad» para fundar en ella nuestra clemencia, cuando en realidad deberíamos justificar primero esa presunta «dignidad» que vamos a utilizar como comodín cada vez que nos encontremos en un atolladero ético. Rorty, un prestigioso filósofo contemporáneo, comenta que la afirmación de la dignidad humana por encima de la dignidad animal no es más que la petulancia injustificada de una especie que sabe hablar. ¿Debemos entonces prescindir de ella? No hay que precipitarse, porque el concepto de dignidad está sirviendo de fundamento a muchas concepciones éticas y jurídicas, y ya vivimos bastante al descampado como para prescindir alegremente de un posible cobijo. Esperamos que al final de nuestro relato el lector sepa a qué atenerse.

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A pesar del comienzo dramático, éste es un libro sobre la felicidad política. Sobre la Ciudad feliz. Hace unos años, cuando las facultades de psicología estaban inundadas por el conductismo de Skinner, se leía mucho un libro suyo titulado Más allá de la libertad y la dignidad. En él sostenía que el ser humano sólo conseguiría la felicidad cuando se librara de esos dos mitos ensoberbecidos y absurdos. Nosotros, en cambio, consideramos que la dignidad es una invención imprescindible para alcanzar la felicidad. Estamos embarcados en un gran proyecto. No somos ilusos, aunque estemos llenos de ilusiones. Hay que tomarse en serio a Shakespeare: «La vida es un cuento absurdo, contado por un idiota sin gracia, lleno de ruido y furia.» Pero queremos añadir: «que se empeña en escribirlo de otra manera». El hombre es un animal, desdichado por comprender que es un animal, y que aspira a dejar de serlo. Ésta es la patética y parricida historia de la humanización. El hombre nuevo quiere matar al hombre viejo. Es nuestra historia común, en la que todos podemos buscar nuestra identidad. Creemos que la Humanidad navega por un mar azaroso con rumbo pero sin mapas. Su historia es la crónica de múltiples naufragios. Pero como escribió el sentencioso Séneca: «El buen piloto, aun con la vela rota y desarmado y todo, repara las reliquias de su nave para seguir su ruta.» Los autores, convencidos de que vivir navegando, cara al viento, es un bello vivir, han pretendido recuperar el cuaderno de bitácora de la Humanidad, con sus tempestades y bonanzas, mares profundos e islas emergentes, para ver de descubrir los rumbos perdidos y los rumbos logrados.

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Libro primero Que trata de la felicidad personal y de la felicidad política

Los seres humanos queremos ser felices. Este proyecto colosal, irremediable y vago dirige todas nuestras creaciones. Es un afán privado, pero que sólo puede colmarse mancomunadamente. De ahí nace nuestra «furia constructora de ciudades», que dijo Sófocles. Incompletos y débiles, edificamos las ciudades para que a su vez las ciudades nos edifiquen a nosotros, pues nuestra inteligencia e incluso nuestra libertad son creaciones sociales. La autonomía personal es el fruto más refinado de la comunidad. La necesidad de fundar nuestra felicidad individual en la felicidad de la polis, en la felicidad política, nos ha obligado a construir metafóricos puentes, albergues, murallas, soberbias torres, eficientes desagües, toda una arquitectura vital. A esta arjós-tejné, a esta técnica de los cimientos, la llamamos ética y derecho. La creación siempre produce sorpresas. Los seres humanos, creyendo que estaban proporcionándose un refugio, estaban en realidad diseñando un modo nuevo de ser hombre, una nueva Humanidad. Esto es lo que vamos a contarle.

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I. EL GRAN RELATO

1 La evolución biológica dejó al ser humano en la playa de la historia. Entonces comenzó la gran evolución cultural, la ardua humanización del hombre mismo y de la realidad. En los yacimientos arqueológicos encontramos misterios y sorpresas ordenados en estratos. Restos de una fantástica inteligencia creadora que produjo enterramientos, objetos decorativos, herramientas y suponemos que sueños. Las paredes se recubren de pinturas, una destilación de arte, magia y religión. Las cosas, dotadas de propiedades reales desde el origen de los tiempos, se completan ahora con posibilidades alumbradas por el ser humano. La piedra se hace arma o símbolo o estatua. En efecto, antes de los artificios de la cultura, estaba la realidad en estado bruto,1 aún no conocida, ni deseada, ni alterada por la inteligencia. La realidad es mucho más vieja que el hombre, ciertamente. Antes de la peluca y la casaca fueron los ríos, ríos arteriales; fueron las cordilleras, en cuya onda raída el cóndor o la nieve parecían inmóviles. Así dice Neruda. Cuando apareció el hombre, el universo se amplió con invenciones maravillosas e invenciones malvadas. En ninguna de ambas ocupaciones nos hemos concedido reposo. Apoyándonos en las cosas dadas nos empeñamos en ir más allá de las cosas dadas. El ingeniero romano Julio Cayo Lácer colocó en el puente de Alcántara esta espléndida inscripción: «Ars ubi materia vincitur ipsa sua. » Artificio mediante el cual la materia se vence a sí misma. Así obra la inteligencia, que prolonga la realidad, la transfigura, la mantiene en estado de parto. Todas las cosas son lo que son y, además, son las posibilidades que la inteligencia descubre y realiza en ellas. En este sentido, la esencia de las cosas está aún en el aire, en estado de merecer, esperando que los seres humanos acabemos de completarla dando a luz sus posibilidades. Y al hombre le sucede lo mismo. Nicht festgestelltes Tier, animal no fijado, lo llamó Nietzsche. Es lo que fue desde siempre, pero, además, está en camino de rehacerse al aumentar sus posibilidades. 2 Tenemos que comenzar por el principio. Antes de esa incansable producción creadora, que supo utilizar las propiedades de las cosas para inventar novedades, que convirtió la dureza del mármol en estatua, o el cimbreante bambú en caña de pescar, o el gruñido en palabra, tuvo lugar una creación aún más misteriosa, que no podemos contemplar ni

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datar, sino solamente inferir. En lo más íntimo del ser humano, que apenas acababa de evadirse de las certezas y automatismos animales, tuvieron que surgir habilidades gigantescas, cosmogónicas: el lenguaje, la colaboración entre grupos extensos, la capacidad de controlar los impulsos mediante profundas coacciones sociales y la inaudita facultad de anticipar el futuro. Cosas todas enigmáticas. ¡Es incomprensible que un ser prelingüístico, atrapado en la cueva de su mutismo, inventara el lenguaje! Ya lo dijo el sabio Sófocles: Muchas cosas extrañas (deinón) existen, pero ninguna más que el ser humano. Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el pensamiento alado, y la furia constructora de ciudades.2 Por lo que sabemos hasta ahora, parece claro que la sociedad, con sus ventajas y exigencias, con sus complejidades y riesgos, fue modelando, ampliando, cultivando el cerebro y el corazón humanos.3 Somos híbridos de neurología y sociedad. La cultura no es más que un cultivo mental, labranza la llamaban nuestros clásicos, siembra y cosecha de invenciones, empeño por dirigir convenientemente la fecundidad de la inteligencia, tan peligrosa a veces. Pero, hasta conseguirlo, ¡cuántos esfuerzos, dramas, titubeos, problemas! Hay razones para pensar que todas las sociedades humanas debieron de tener muy pronto sistemas normativos para organizar la convivencia y la colaboración,4 y también para poder resolver de forma adecuada los inevitables conflictos.5 Una vida tan precaria y amenazada no se podía permitir el lujo del individualismo ni del enfrentamiento. La misantropía es locura, y la soledad, la muerte. Podemos rastrear los primeros ensayos de sociabilidad en sociedades muy elementales que perviven. Catherine Lutz, una antropóloga que convivió con la tribu de los ifaluk en un atolón de la Melanesia, cuenta que ese pueblo, que vive en un clima hostil, a merced de los ciclones y del inclemente mar, desconfía de la felicidad personal, porque cree que quien se siente satisfecho con su suerte, su situación o sus propiedades, se va a desentender del destino de los demás.6 Piensan que el bienestar es egoísta y que la supervivencia del grupo está por encima de las satisfacciones particulares. Es su condición indispensable. 3 La tenaz e innovadora evolución moral tuvo que desarrollarse, pues, en dos niveles, íntimo y social, sin duda conectados. El ser humano fue creando modos más perfectos de dominar los impulsos emocionales peligrosos. Desde dentro y desde fuera de sí mismo. Es decir, mejorando sus capacidades psicológicas de control y haciendo más eficaces los sistemas normativos. La libertad está al final, no al principio. Aprendió a prometer, dice Nietzsche, es decir, aprendió a amaestrar sus impulsos. Un gran jurista, Rudolf von lhering, que escribió una interesante genealogía del derecho, cuenta en su prosa decimonónica cómo el ser humano aprendió a usar la violencia para dominar su propia violencia. Al parecer, la música aplaca a las fieras, pero no al hombre. Sólo la violencia era «capaz de resolver la tarea que importaba entonces, la de quebrantar la indomabilidad de la voluntad individual y educarla para la vida en común».7 En efecto, hay muchas razones para pensar que el comportamiento voluntario es una imposición social. La autonomía procede de la heteronomía, por decirlo en palabras requintadas. El niño aprende la libertad obedeciendo. Primero a la madre, luego a sí mismo. Es difícil que el deseo se autolimite. La presión social, el juego de jerarquías, amenazas y ayudas, la necesidad de ser aceptado por el grupo, fueron las grandes educadoras de la desmesura impulsiva. La humanidad nace con la disciplina, dijo el apasionadamente contenido Kant. La cultura es un conjunto de saberes, un gigantesco museo de creacio-

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nes, pero también una herencia ancestral de técnicas para educar al nuevo y raro animal que surgió hace cuatro millones de años.8 El hombre nace integrado en un grupo, y es probable que la noción de individuo, de ser autónomo, tardase mucho en aparecer. Rigurosos antropólogos nos dicen que la creencia en la autonomía personal es una peculiaridad occidental. Y lo dicen incluso con cierto tono de reconvención. Es cierto que nuestra cultura ha insistido -y creemos que por motivos profundamente utilitarios- en la responsabilidad individual. Y lo hizo a partir de una vaga responsabilidad comunal o mágica, que diluía los actos humanos en una red misteriosa de influencias y culpabilidades. Convenciendo a la gente de que eran responsables de sus actos -pero sólo de sus actos- se estaban construyendo los cimientos de la autonomía. Se estaban inventando formas nuevas de sobrevivir. Despojado de la certeza del instinto, el ser humano tuvo que inventar caminos en un territorio enigmático. Durante milenios, fue descubriendo o creando valores que defender o que reivindicar, y procedimientos para hacerlo. Unas veces los propusieron gentes desconocidas, otras veces las grandes personalidades religiosas, morales, intelectuales. Buda, LaoTzu, Confucio, Jesús, Mahoma, Platón, San Francisco de Asís, Lutero, George Fox, Rousseau, Gandhi, Marx y muchísimos más. Propusieron nuevas posibilidades vitales. Unas se realizaron, otras se rechazaron y otras están aún en veremos. Nuestra genealogía tiene muchos protagonistas, lejanos en el tiempo y en el espacio. Ese afán por controlar desde fuera o desde dentro la conducta humana era exigido por la inevitable aspiración a la felicidad personal, que tiene como condición previa una con vivencia aceptable. No había tanto solidaridad como privada urgencia de felicidad. Si fuéramos ángeles tal vez nos diluiríamos gozosamente en los demás, alcanzando nuestra plenitud al olvidarnos. Pero no lo somos. La sabiduría práctica lo comprendió siempre. Por este deseo irrestañable de felicidad tienen que comenzar los constituyentes franceses de 1789 cuando en plena revolución se reúnen para establecer las bases de la nueva sociedad. «La meta de la sociedad es la felicidad común», pusieron en su Constitución. «Todos los hombres tienen una inclinación invencible a la búsqueda de la felicidad», decía en su proyecto Mounier. Y Thouret quería que comenzara con una afirmación que le parecía evidente: «La naturaleza ha puesto en el corazón del hombre la necesidad y el deseo imperioso de felicidad. El estado de sociedad le conduce hacia esa meta, reuniendo las fuerzas individuales para asegurar el bien común». El ser humano es egocéntrico y altrocéntrico a la vez. Egoísta y altruista. No puede dejar de ocuparse de su corazón, pero muchas veces lo pone en tierra extraña, con lo que vive una bilocación comprometida y a veces desgarrada. Ahora, que necesitamos imperiosamente reconstruir la ética pública, tenemos que volver a esos orígenes de nuestro mundo personal y social. «Nadie se une a los otros para ser desdichado», decían los filósofos ilustrados de la política. Bella filosofía. 4 Vamos, pues, a hacer la crónica de la invención moral, la más apasionada página de una historia de la inteligencia creadora. La especie humana es de una fertilidad incansable. Ha creado miles de lenguas, de creencias, de costumbres, de músicas, de formas plásticas. Y también de modos de vivir y de resolver conflictos. Los expertos dicen que existen en el mundo 12.000 sistemas legales distintos.9 En el origen de la moral y el derecho encontramos, como motor inventivo, un afán solucionador. Los problemas son universales, las soluciones son locales. Al revisar compendios de normas morales, como el de Summer o el de Westermack,10 encontramos

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grandes diferencias sobre casi todo, salvo en los conflictos, que son comunes. Tomemos como ejemplo la moral sexual. El cómo, dónde, cuándo, con quién, por cuánto tiempo, son temas universales. Y también la procreación, la fidelidad, la herencia y muchas otras cosas que se han resuelto de variadas y a veces sorprendentes maneras. La llamada sociedad !kung tiene una costumbre, llamada kamheru, según la cual dos hombres pueden intercambiar sus respectivas mujeres, con tal que ellas consientan. Entre los esquimales se considera un gesto de hospitalidad ofrecer al huésped la propia esposa. El domicilio del matrimonio -si se vive con la familia del marido o de la mujer- es fuente de tensiones en muchos pueblos.11 Los seres humanos han ensayado la monogamia, la poliandria, la poliginia. En este momento, Occidente ha optado por la monogamia sucesiva. La diferencia está en las soluciones, no en los conflictos. Otro ejemplo de diversidad se da en los modos de resolver el problema de los ancianos. Los pueblos esquimales los abandonan en el hielo. En el sur del Pacífico los enterraban vivos. En cambio, en Roma el parricidio se consideraba el peor de los crímenes, y quien lo hubiera cometido era introducido en un saco de cuero cosido, junto a un perro de mala casta, un gallo, una víbora y un mono, y en tan desagradable compañía era lanzado al mar. Occidente confía ahora en la Seguridad Social, la máxima creación poética del siglo XX. 5 Además de ese dinamismo solucionador, encontramos otro dinamismo emancipador, reivindicativo, fácil de descubrir en la historia de los movimientos sociales. Una situación dolorosa o insatisfactoria provoca un movimiento de rebeldía contra el sufrimiento. Hasta aquí no hay más que una reacción de supervivencia. La huida del dolor no es todavía una reivindicación. Tiene que haber primero una conciencia de echar en falta, de haber sido privado de algo, una necesidad de justificación. A veces se necesita que un visionario alerte acerca de esa carencia. Es preciso comprender primero que las cosas pueden ser de otra manera. Desde el futuro percibimos la índole del presente. Ésta ha sido siempre la función iluminadora de las utopías. 12 La experiencia de humillación, ofensa o injusticia distingue las reivindicaciones morales de las luchas por los nudos intereses. Aquéllas apelan a un derecho, éstas simplemente a un deseo.13 Las reivindicaciones morales pelean tanto por el huevo como por el fuero. La lucha por la independencia americana comenzó como una protesta contra un impuesto decidido por el Parlamento inglés, que a juicio de las colonias no estaba capacitado para imponerlo. Habrían podido tolerar fácilmente las 12.000 libras al año que suponía. Pero no fue un movimiento para ahorrarse ese dinero, sino por un principio: el derecho a ejercer un control sobre el propio gobierno.14 Las reivindicaciones morales buscan el reconocimiento de un derecho, el acceso a un valor merecido, la abolición de una presunta injusticia. Ponen de manifiesto una carencia indebida. No pretenden simplemente conquistar una situación, o aceptar un privilegio, sino que se les devuelva algo que les pertenece. Esta referencia a una situación ideal perdida, conculcada, es sorprendente porque no es real. Nunca hubo esa edad dorada donde los hombres poseían una libertad que después perdieron.15 Es difícil creer en un paraíso terrenal, pero es fácil entender por qué se cree en él. Se trata de una esperanza retroactiva. Si existió, puede volver, y eso encandila el corazón humano. Es una creencia de conmovedora ingenuidad, porque atrás sólo hay una selva ambigua, que ha producido flora de todos los colores y fauna de todos los pelajes. Pero el dinamismo reivindicativo, emancipador, se apoya siempre en esa esperanza convertida en historia, en ese futuro anhelado transformado por la esperanza misma en pasado perdido.

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El mundo construido por estos dinamismos, con minuciosidad de panal, se ve a veces conmovido por el aletear ...


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