Luces y sombras del siglo Xviii - Forster PDF

Title Luces y sombras del siglo Xviii - Forster
Course Historia del Diseño I
Institution Universidad Nacional de Cuyo
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libro luces y sombras...


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Luces y sombras del siglo XVIII* Ricardo Forster * Texto extraído del libro: Casullo, Forster y Kaufman. Itinerarios de la modernidad. Buenos Aires: Eudeba, 1999.

Voy a plantear algunas ideas que había comenzado a desarrollar la clase anterior. Este teórico va a seguir trabajando la problemática de la ilustración. Me gustaría jugar en el espejo, tratar de indagar, de interrogar y probablemente también de preguntarnos qué es, qué significa, la ilustración en nuestra propia experiencia contemporánea, hasta dónde todavía las tradiciones filosóficas, políticas, ideológicas que inauguró el movimiento ilustrado, siguen habitando en nuestras propias conciencias. Hasta dónde quizás -sería también una interrogación- dos siglos de experiencia política, ideológica y filosófica agotaron el propio discurso de la ilustración. Hasta dónde somos deudores de o hasta dónde las palabras, los ideales, las ilusiones, las utopías, del pensamiento ilustrado quedaron debilitados por el propio movimiento de la historia. Hasta dónde podemos también pensar que aquellas ideas ejemplares de la tradición ilustrada, al realizarse histórico y concretamente, devinieron diferentes a lo que sus mentores imaginaron que iban ser. Yo hablaba el teórico pasado de algunas palabras claves, había mencionado que en siglo XVIII el espíritu ilustrado forjó algunas de estas palabras que habitaron las conciencias de los hombres y atravesaron los movimientos sociales y políticos de los últimos dos siglos, y prácticamente podríamos decir que con la caída del muro de Berlín, todo este periplo, ese gran itinerario de las ideas ilustradas, entró en un período de ruptura, de desagregación. Yo hablaba de algunas palabras significativas, simbólicas y casi míticas: la palabra libertad, la palabra igualdad, la palabra emancipación, autonomía, ciudadano, humanidad; y estaba tratando de señalar que una de las características centrales del momento histórico de la ilustración es el postulado del hombre como escultor de la historia, como arquitecto de la historia. Ya no se trata simplemente del viaje cartesiano hacia lo profundo de la interioridad subjetiva para fundar ontológicamente el cogito, la razón, sino que ahora se trata de liberar definitivamente a los hombres de cualquier sujeción externa, de cualquier trascendentalismo, cualquier figura paterna que por fuera de la propia voluntad, de la propia acción del hombre, imponga condiciones. Cuando hablamos de autonomía, que es una de las palabras claves de la ilustración, hacemos referencia precisamente a ese viaje de la conciencia, de la voluntad subjetiva, por liberarse de las ataduras de los dogmas, de las creencias religiosas, de los paternalismos que hasta ese momento habían impuesto sus condiciones. El individuo emerge en el interior de la experiencia ilustrada como el fundamento de una nueva praxis histórica, una nueva figura de la acción transformadora. Frente a los grandes dispositivos culturales, religiosos, político-institucionales que habían mantenido al hombre en un estado de infancia -podríamos decir, siguiendo una lectura ilustrada-, un estado de sujeción, de dependencia, de falta de ilustración, el proyecto, la ilusión, la utopía ilustrada, se fundan en un concepto de autonomía que tiene en la libertad, en la autoconciencia y en la ilustración, sus momentos ejemplares. El hombre se lanza a la aventura de la modificación radical de las condiciones históricas, sociales, culturales que fundaron su propia experiencia. Hay una petición de principios, en el pensamiento ilustrado, que

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implica, como momento fundamental y fundacional, la emancipación de cualquier tutela y como figura de la esclavitud de la conciencia. El pensamiento ilustrado implica un amanecer de una conciencia libre, implica la idea de que el hombre, la sociedad, la naturaleza, son territorios abiertos para esta nueva experiencia, para esta sed de transformación. Por lo tanto, desde las primeras construcciones de la conciencia subjetiva en la modernidad, desde el siglo XVII en adelante, hasta estos postulados de la acción y de la voluntad de la ilustración, nos encontramos con la emergencia -dentro de este momento histórico- de esta figura nueva, arquetípica, que podemos definiel hombre. El hombre que ahora adquiere una nueva universalidad, que es otro de los conceptos y las palabras centrales de la ilustración. Ya no se trata de las diferencias de nacionalidad, de religión, de etnia, sino que se trata del concepto de igualdad; un concepto unificador, abstracto, universal. Ya no se buscan las pluralidades, las diferencias, las distancias, aquello que plantea el conflicto de los hombres, sino que se postula una concepción de universalidad común, es decir, una definición de humanidad que atraviesa al conjunto de los hombres. Este es un postulado profundamente revolucionario de la ilustración, supone que los hombres son libres ante Dios y ante la naturaleza, frente a las desigualdades propias de los mundos tradicionales, de las estructuras comunitarias del mundo medieval o del régimen antiguo. La ilustración plantea -podemos pensarlo de este modo- una homologación entre hombre e igualdad. Una igualdad natural, todos los hombres son iguales ante la naturaleza; por lo tanto la ilustración plantea un combate de frente, directo, irreversible y radical contra el concepto de desigualdad. Casi todos los grandes pensadores ilustrados, desde los enciclopedistas, como Díderot y D’ Alambert, hasta Rousseau, plantean el problema de la relación entre igualdad y libertad, entre el desarrollo de las capacidades intelectivas de la individualidad y el postulado y el derecho del conjunto de los hombres a aspirar a la igualdad. Quizás uno de los problemas centrales de la tradición ilustrada es que el desarrollo histórico de los últimos dos siglos planteó una suerte de separación, de distanciamiento entre el camino de la libertad, el camino de la libertad jurídica, el camino de la ley y el camino de la igualdad. Cada vez más aparece el conflicto de aquello que para la ciencia ilustrada debía haber estado junto. Es decir, el conflicto entre un orden jurídico democrático, igualitario en relación a la ley, y el proceso creciente de las desigualdades en el orden material. El problema básico de lo que podríamos llamar el proyecto ilustrado es no haber podido lograr la correspondencia, el entrecruzamiento entre los dispositivos jurídicos que fundaban este nuevo concepto de libertad humana y el problema estructural de la desigualdad. Rousseau fue quien quizás más profundamente trabajó alrededor de esta dicotomía, de esta ruptura, de esta falta de simetría, se enfrentó al problema fundamental de la existencia de la desigualdad en el interior de la sociedad civil. El problema de la sociedad es que había nacido como desigualdad estructural; pues cuando el primer hombre -según Rousseau- alambró un pedazo de tierra, cuando el primer hombre planteó la diferencia entre lo mío y lo tuyo, y cuando surgió la división del trabajo y se inauguró el tiempo de lo social, allí ya apareció el problema de la desigualdad, que es un problema central, que va a influir notablemente sobre las ideologías, las políticas y las experiencias sociales del siglo XIX y del siglo XX. Dentro de la propia ilustración hay distintas posiciones: hay posiciones elitistas, posiciones que aceptan la desigualdad, hay posiciones radicalmente igualitarias; hay posiciones democráticas que se van a enfrentar a las posiciones elitistas; están aquéllos que sostienen que todos los hombres aspiran a la igualdad, pero no todos pueden llegar a ser ilustrados; están aquéllos que defienden la figura del filósofo ilustrado, como vanguardia pedagógica de la sociedad, como vanguardia dirigente de la sociedad, frente a una masa no ilustrada, casi bárbara, que necesita de estos

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guías. Voltaire, por ejemplo, plantea esta idea: una estructura política restringida, un movimiento de reestructuración de las conciencias, que es muy lento y por lo tanto, no puede proponer una ilustración generalizada. Todos los hombres pueden aspirar a la ilustración, pero no todos lo consiguen. De ahí que la tarea del filósofo ilustrado, de este libre pensador, sea precisamente ampliar el dispositivo ilustrado, pero teniendo conciencia de los límites de la propia ilustración. Una posición contraria a la de Voltaire es la de Rousseau, que propone la necesidad de ampliar el juego democrático, la necesidad de la autonomía de la conciencia que revierte sobre la emancipación general; que no hay emancipación general sin autonomía individual; que no hay autonomía individual sin emancipación general. En Rousseau se invierte el término voltaireano. Para Voltaire, la emancipación general, la búsqueda de la autonomía individual, la autoconciencia, la capacidad crítica, el movimiento de la razón, que piensa críticamente las cosas, que es capaz de interrogar, de cuestionar, de saber, no es correlativo a una emancipación general de las conciencias. Habría un camino paralelo, un derrotero de alguna manera paralelo, entre un individuo que puede ser libre, que privadamente puede ser autoconciente, que puede haber trabajado meticulosamente su capacidad racional, su entendimiento, pero que en términos políticos globales está sujeto a la autoridad del soberano, que es una individualidad externa a esas autonomías privadas. En ¿Qué es la ilustración?, de Kant, aparece claramente este problema, porque dentro del momento hi tórico del siglo XVIII, va a emerger la figura del soberano ilustrado, suerte de autócrata que defiende su poder no solamente sobre el dominio de la fuerza, sino también en función de una concepción ilustrada de la sociedad. Sin embargo, hay una ruptura, una dicotomía, entre la voluntad individual, la libertad privada, la capacidad critica del hombre autónomo, y la necesidad de aceptar sumisamente el poder del soberano, de “la espada pública”, como dice Kant. Rousseau se va a enfrentar radicalmente a esta concepción. Va a plantear que tiene que haber un punto de cruce, de equivalencia, de mutuo reconocimiento entre la autonomía individual como una búsqueda personal del conocimiento y de la libertad, y la construcción de una voluntad general, de un orden político donde no hay delegación. Frente a la delegación del primer momento -a la que estaba haciendo referencia recién-, delegación del poder público a un soberano, en Rousseau no hay delegación. Hay construcción común, a partir de la individualidad, de un orden político, una voluntad general. Uno podría pensar que a partir de esta disputa, del conflicto entre estas dos posiciones, lo que aparece es, probablemente, la construcción sistemática de las distintas interpretaciones y de los distintos movimientos ideológicos, que van a atravesar el siglo XIX y el siglo XX; la idea de un orden político restringido, casi de características hobbesianas, es decir, de un soberano autócrata que ha expropiado la violencia que estaba repartida en el conjunto de la sociedad y que la usa como figura coercitiva sobre el conjunto de los integrantes de la sociedad. Por lo tanto, un orden político fundado en la desigualdad, fundado en la delegación, fundado en la representación, y por otro lado, el planteo -que tiene una matriz ilustrado-rousseauniana- de un orden político instaurado en la equivalencia de las individualidades, que se funden en el interior de la voluntad general. La voluntad general no es una delegaci6n, sino el movimiento del pueblo, de la conciencia popular, que se hace cargo de la historia. Teníamos, por un lado, un concepto quizás restringido de orden político, un concepto restringido de democracia, que va a terminar en las figuras de la democracia representativa, y por otro lado, podemos hablar de una democracia de masas, casi aluvional, fundada en el concepto de voluntad. Los dos momentos son parte de la tradición ilustrada. El conflicto entre las dos posiciones va a impregnar las ideologías de los siglos XIX y XX. Sin embargo, en ambos dispositivos, en ambos

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discursos, en ambas trayectorias, está el elemento ilustrado central, que es el concepto de individualidad, unido al concepto de universalidad. Esta es una paradoja de la ilustración: por un lado, la idea de la autonomía y de la individualidad, la idea de una conciencia que trabaja en el interior, privadamente, sus propias creencias, sus propias concepciones; pero por otro lado, casi parece como incompatible, emerge el concepto de universalidad, es decir, la idea de una humanidad común, que es capaz de construirse por encima de las desigualdades, por encima de las diferencias, y que tiene como enemigo los particularismos. La diferencia es importante, porque para la ilustración, el concepto de individualidad no puede ser homologado al concepto de individualismo egocéntrico narcisista del hombre contemporáneo, porque el concepto de individualidad revierte sobre la práctica social, revierte sobre la construcción de ideas, revierte sobre mundos ideológicos. No es una práctica, una suerte de narcisismo estetizante del individuo que, casi de un modo autista, goza con sus propios placeres. No estamos en el terreno del individualismo posmodeno, sino que estamos en el terreno de la postulación de un individualismo de la libertad, de un individualismo de la autoconciencia, un individualismo de la crítica; de una individualidad que está tejiendo la idea de autonomía. Y por otro lado aparece el concepto de universalidad, que en términos del siglo XVIII y en términos de algunas ideologías filosóficopolíticas del siglo XIX, significaba la construcción de un modelo ideal de igualdad de los seres humanos, por encima de las diferencias étnicas, raciales, nacionales. Casi en términos kantianos podríamos hablar del concepto de paz universal. Y la paz universal sólo es postulable cuando desaparecen las diferencias ontológicas, nacionales, de creencias; y emerge un concepto de universalidad. Por lo tanto, nos enfrentamos con una dialéctica, con una tensión entre individualidad y universalidad. Lo que aparece como ideal en el interior de la filosofía ilustrada es la posibilidad de una conjunción entre la autonomía individual y los ideales emancipatorios que involucran a la humanidad, fundados en un concepto universal de hombre. Es decir, la figura de hombre ya no como partida por nacionalidades, creencias, etnias, sino fusionada en esta idea universal de humanidad. La paz universal, podríamos pensarla así tal cual la plantea Kant, implica la fusión de estos dos momentos centrales de la individualidad y de la universalidad; el reconocimiento, la posibilidad de eliminar conflictos que sólo nacen de las desigualdades, de las disimetrías, de las diferencias, que podrían quedar cohibidos a partir de esta postulación de universalidad e individualidad. Sin ninguna duda, el siglo XVIII, frente a la experiencia perturbadora, crítica, del siglo XVII, significó una mirada optimista respecto a la historia. El hombre ilustrado construye la idea central del futuro como tierra de promisión. La idea de que el presente puede ser aciago, que en el presente falta ilustración, falta igualdad, falta equidad, falta libertad; pero que sin ninguna duda el movimiento de la historia a través de la acción conciente de los hombres, marcha hacia un futuro mejor. Esta figura, del futuro ejemplar, mejor, va a convertirse casi en arquetipo de los discursos ideológicos, de los dos últimos siglos. Es la idea también de un hombre nuevo, que se funda en nuevos principios: un hombre ilustrado, un hombre autoconciente, un hombre capaz de construir lúcidamente una interpretación de la historia, de la naturaleza, un hombre artesano de su propia privacidad y artesano también de lo público. Estas ideas, que nacen en la ilustración, van a impregnar el siglo XIX, tanto en la tradición liberal como en la tradición socialista, con distintas características, y creando diferentes alternativas; pero sin ninguna duda, este modelo, esta visión optimista de la historia, esta suerte de teología -es decir, de finalidad necesaria- se inscribe en el interior del espíritu ilustrado.

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Paralela a esta idea, aparece la concepción de la historia como progreso . En la medida en que el futuro es convertido en tierra de promisión, en la medida en que la evolución histórica marcha hacia un estado de felicidad, la idea de progreso es el sustrato, el motor de la historia. El pensamiento ilustrado implica una emancipación de la propia historia y del propio hombre, de los designios secretos y omniscientes de la historia divina. Es una historia humana, una historia secularizada, una historia laica. Son los hombres los que la construyen, los que la modelan, los que la proyectan, sueñan el futuro; los que son capaces de diseñar la marcha de los acontecimientos. En palabras de Engels, ya entrado el siglo XIX, podríamos definir la diferencia entre los tiempos prehistóricos, cuando el hombre era ingenuo, estaba dominado por discursos totalizadores, por figuras religiosas, por estructuras dogmáticas, y la figura de la historia, es decir, la entrada del hombre al imperio de la autoconciencia, de la emancipación, liberado de la tutela de los padres y ahora constructor de su propio destino. Hay, en la tradición ilustrada, esta perspectiva de un cambio brutal en el seno del tiempo histórico. La propia Revolución Francesa, que es el momento de consumación de las ideas ilustradas, implica la invención de un nuevo calendario; implica el postulado profundo de un hombre nuevo, de una historia nueva, de una suerte de estructura virgen que no está contaminada por los vicios del pasado. En este sentido la ilustración abomina del pasado, rechaza el pasado; plantea la historia mirando hacia el futuro, proyectando hacia delante, y en el mejor de los casos, en conflicto con el propio pasado. En este sentido podríamos decir que la conciencia ilustrada es una conciencia moderna, desde la perspectiva del cambio, de lo nuevo, de la metamorfosis continua de las cosas y del rechazo a las tradiciones, del rechazo a lo establecido, el rechazo al pasado. Es una conciencia que emerge en ruptura con lo establecido, en ruptura con las tradiciones, en ruptura con el pasado. Es casi la forma paradigmática de la idea de lo nuevo como figura central de aquello que define a la modernidad. Una conciencia lanzada hacia la aventura de la producción de lo inédito, de lo que no existe; como un artesano radical de lo nuevo, como un escultor que trabaja con arcilla todavía en estado virgen. Esta es la idea de la ilustración: la historia está por hacerse, el futuro está por concretarse. Uno podría pensar, tratando de jugar con este modelo del espejo, si nosotras todavía permanecemos en el interior de esta órbita ilustrada, respecto a la idea de futuro; si somos ilustrados todavía allí donde la idea de proyecto, la idea de diseño, la idea de ideal, la idea de sentido fuerte de la historia, nos habita o no nos habita. Una de las características del discurso posmoderno es precisamente señalar la caducidad de estos elementos propios de la modernidad; la caducidad del sentido de la historia, la caducidad de aquello que se define como los grandes relatos unificadores; la caducidad de la aventura del sujeto, de los grandes actores sociales, de los grandes dispositivos ideológicos, de la idea de la historia con mayúsculas. Estos elementos que estaban insertos en el espíritu ilustrado, que eran parte esencial del pensamiento de la ilustración, han estallado en nuestra propia experiencia cotidiana. Para la ilustración, se trataba de un conflicto entre el presente y el pasado, y en el interior de ese conflicto, era posible soñar lo nuevo, soñar el futuro, por lo tanto, la negación del pasado era también reconocimiento, porque el conflicto supone identidades en pugna, supone la posibilidad de reconocer la existencia del otro, para subvertirlo, para cambiarlo, para modificarlo. El pasado habita la conciencia ilustrada, la habita como un mundo al que hay que rechazar, al que hay que transformar, pero sigue palpitando en el interior del movimiento abierto por la ilustración. Y los dos siglos posteriores se construyen precisamente en la guerra, en el conflicto de tradiciones opuestas. Octavio Paz, en un texto sobre la modernidad,

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habla de la modernidad como una tradición antitradicionalista, casi un contrasentido lógico...


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