2. Literatura española del siglo XVI PDF

Title 2. Literatura española del siglo XVI
Course Literatura Española del Siglo XVI
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1. CONTEXTO HISTÓRICO Y CULTURAL LA HEGEMONÍA ESPAÑOLA El reinado de los Reyes Católicos, con el añadido de la regencia castellana de Fernando, puso las bases del predominio español en el orbe occidental. La política matrimonial se dirigió a crear lazos de unión con otros Estados europeos: Portugal, Inglaterra, Países Bajos... La política de expansión había dado como fruto el descubrimiento de América, cuya conquista y colonización se consolidarán en los reinados centrales del siglo XVI. Esta presencia universal de la monarquía hispánica se vincula a un ciclo expansivo en lo demográfico y en lo económico, lo que permitirá consolidar un Imperio que durará más de tres siglos y crear una comunidad cultural y lingüística que parece llamada a pervivir a lo largo del tiempo y que ha dado en el campo que nos ocupa, la literatura, frutos de extraordinario relieve. Sin embargo, esa misma hegemonía se reveló pronto gravosa y difícilmente sostenible para un reino de las dimensiones, la demografía y las posibilidades económicas de Castilla, que cargó en lo esencial con las ventajas y los inconvenientes de esa posición de privilegio. De ahí que la dilatada historia imperial de España, esos tres siglos a que antes nos hemos referido, no coincidan con el período de hegemonía, que hay que reducir a los ochenta años de los reinados de Carlos I (1516-1556) y Felipe II (1556-1598). Incluso esas décadas estuvieron salpicadas de crisis económicas, cuyas raíces y sentido siguen discutiendo los especialistas. El reflejo literario de estas penurias ha dado origen al nacimiento de una novela singular, Lazarillo de Tormes, expresión de la vida cotidiana del país. A pesar de esas dificultades, la etapa de la hegemonía española significa en el terreno del arte y la cultura el acercamiento y la asimilación de los más valiosos movimientos de la época. Gracias a estos influjos asistimos a la aparición de grandes

creaciones literarias, arquitectónicas, musicales, pictóricas... y al desarrollo de la conquista americana, empresa que solo puede encontrar parangón en la expansión del Imperio romano.

EL REINADO DE CARLOS I Tras la muerte de Fernando el Católico, concluyen los períodos de regencia en la Corona de Castilla. El jovencísimo nieto de los Reyes Católicos hereda el trono con el nombre de Carlos I. El nuevo rey había nacido en Gante en 1500. No había vivido en España ni conocía sus gentes y costumbres. Su mirada estaba puesta en preparar su elección como emperador; el séquito lo formaban sus consejeros flamencos y no llegó a sintonizar con sus súbditos españoles. Estas circunstancias, unidas a otras de mayor calado social y económico, desataron la primera crisis y un conjunto de guerras civiles: la de las Comunidades en Castilla (1520-1521) y la de las Germanías en Valencia y Mallorca (15211523). Mucho se ha discutido sobre el sentido de estos movimientos. Unos han interpretado las Comunidades como conatos de revoluciones burguesas frente a las corrientes centralizadoras y absolutistas. Otros han visto en ellas la resistencia de la aristocracia feudalizante que intenta volver a la situación anterior a los Reyes Católicos. Probablemente, en estas violentas sacudidas participaron representantes de ideas y actitudes distintas, unidos por el rechazo a la política imperial del joven rey. No es raro el caso de miembros de una misma familia, a los que hay que suponer unos intereses parejos, que militan en bandos contrarios. Así, el poeta Garcilaso de la Vega peleó junto al emperador, mientras que su hermano Pedro estuvo en el de las Comunidades. Es verdad -y este detalle avala la tesis de la revolución burguesa y antiabsolutista- que el movimiento de rebeldía nació en las ciudades y que la alta nobleza estuvo mayoritariamente al lado del rey.

Las Germanías ofrecen menos dudas: expresan el malestar de los sectores urbanos y en especial de la burguesía comerciante y de los gremios. A la victoria imperial siguió una violenta represión que se mantuvo durante años, hasta que la afirmación del absolutismo monárquico fue completa. La política de Carlos I de España y V del Imperio Romano-Germánico aspiró a establecer la unidad europea y cristiana. Esta pretensión chocaba con los intereses franceses. No es extraño, pues, que se sucedieran las guerras. La primera se desató en 1521 por el dominio del Ducado de Milán, esencial para garantizar las comunicaciones entre los dos grandes territorios sobre los que reinaba Carlos (el meridional: España e Italia, y el centroeuropeo: Alemania y los Países Bajos). Derrotado Francisco I, se firmó el Pacto de Madrid (1526), por el que el emperador conseguía sus objetivos. Inmediatamente después, un conjunto de naciones europeas, incluido el Papado, se coaligaron contra la hegemonía carolina. El episodio más escandaloso de esta guerra fue el saco de Roma por las tropas del emperador (1527). El reinado de Carlos I fue un pulso permanente con Francia y con sus ocasionales aliados, los turcos, que también amenazaron por tierra y mar los territorios de su Imperio. Sin embargo, los dos asuntos más importantes, que merecen capítulo aparte, fueron las guerras de religión que se desataron en Centroeuropa y la conquista y colonización de América. Con cincuenta y seis años, el monarca abdicó y se retiró al Monasterio de Yuste, en Extremadura, donde murió. Antes había dividido sus posesiones entre su hermano Fernando, que le sucedió en el trono imperial, y su hijo Felipe, que heredó la Corona española.

LA REFORMA Y LAS GUERRAS DE RELIGIÓN Las transformaciones y rápidos cambios que se dieron en el siglo XVI alcanzaron, como era lógico, a la religión, elemento esencial en la vida y la organización social de aquel

tiempo. La Iglesia procedente de los siglos medios precisaba una profunda reforma para adecuarse a las nuevas realidades sociales que podemos simbolizar en dos fenómenos complementarios y contradictorios:el auge de la burguesía capitalista y el autoritarismo y la centralización monárquica. Para jugar un papel relevante en la sociedad, la religión tenía que recuperar el prestigio perdido a causa de las prácticas simoníacas, los abusos feudales, la ignorancia del clero y el excesivo ceremonial externo. La Roma papal de los albores de la Edad Moderna fundió los vicios y corruptelas medievales con el lujo y el depravado hedonismo de los nuevos tiempos, de modo que se convirtió en piedra de escándalo para cuantos aspiraban a la regeneración de la Iglesia y propugnaban una nueva espiritualidad. La necesidad de la restitución del cristianismo tuvo expresiones muy diversas. Una de las más interesantes fue el erasmismo, que toma su nombre del humanista flamenco Erasmo de Rotterdam (1466-1536). En sus escritos critica con humor y agudeza los vicios eclesiásticos, defiende una nueva y más rigurosa lectura de las Sagradas Escrituras, antepone la enseñanza evangélica a la tradición católica, sitúa a Cristo en el centro de la vida religiosa y aboga por una vivencia íntima y directa de la relación con la Divinidad. Erasmo coincidía, salvo en el tono jocoso e irreverente de algunos de sus escritos (Elogio de la locura, 1511), con muchas de las voces reformadoras que se alzaron dentro de la Iglesia. Fue protegido por el emperador, al que dedicó una Educación del príncipe cristiano (1516), y sus enseñanzas constituyeron durante unos años el norte de las élites intelectuales y políticas de España. Erasmistas fueron Alfonso de Valdés, secretario de Carlos V, numerosos profesores de la Universidad de Alcalá, el obispo Alfonso de Fonseca e incluso el inquisidor general Alonso Manrique, hermano del célebre autor de las Coplas a la muerte de su padre. Las obras del holandés se tradujeron del latín al español y circularon con libertad y aplauso. Sin embargo, las propuestas erasmianas se vieron desbordadas por los acontecimientos. En 1517 el agustino alemán Martín Lutero (1483-1546) inició una rebelión contra el Papado a propósito, en principio, de una cuestión de simonía: la venta de bulas. De ahí se pasó a poner en entredicho la autoridad del pontífice, a rechazar el

sacramento de la confesión, a propugnar la doctrina de la predestinación y a negar al hombre la capacidad para intervenir en su propia redención: solo la fe en Cristo salva. Las doctrinas luteranas cayeron sobre una realidad social necesitada de cambio y encontraron el apoyo de sectores contrapuestos: para los grandes aristócratas alemanes eran una vía de emancipación frente a los conatos centralizadores del Imperio; para las ciudades burguesas, una palanca desde la que transformar las rígidas estructuras estamentales; para los creyentes, el camino hacia una religiosidad más directa y sincera. La Reforma tuvo continuadores que la extendieron y racionalizaron: Jean Calvin -españolizado en Calvino- (1509-1564), Philipp Schwarzerd, que helenizó su apellido en Melanchton (1497-1560), Huldreich Zwingli (1484-1531)..., todos ellos humanistas y la mayoría próximos a las ideas de Erasmo. El emperador primero optó por reprimir el luteranismo (Dieta de Worms, 1521); se vio envuelto en una larga y sangrienta guerra que no concluyó, a pesar de su victoria en Mühlberg (1547), y alcanzó al final una suerte de compromiso (Dieta de Augsburgo, 1555). En medio de la contienda, se convocó el Concilio de Trento (1545-1563), que tenía en su origen fines reunificadores, pero que concluyó con la división definitiva de los cristianos de Occidente entre los partidarios del Papa y las Iglesias reformadas.

EL REINADO DE FELIPE II Es tópico contrastar la vida viajera de Carlos I con la sedentaria de su hijo, y poner esto en relación con una España abierta a todos los influjos frente a otra cerrada a cal y canto, en la que se ejerció un control riguroso sobre las publicaciones y se prohibió que se pudiera estudiar en universidades extranjeras, con excepciones como las de Bolonia o Lovaina, que se presumían fieles a la ortodoxia católica. Lo cierto es que el príncipe Felipe (Valladolid, 1527-1598) vivió una juventud viajera (Italia, los Países Bajos), fue rey consorte de Inglaterra por breve tiempo y tuvo un

interés personal por la cultura realmente fuera de lo común: creó la extraordinaria Biblioteca de El Escorial, patrocinó la edición de la Biblia Regia o de Amberes (15681572), dirigida por el humanista Benito Arias Montano, protegió a artistas españoles, flamencos e italianos y tuvo extraordinaria afición a los jardines y los estudios botánicos. Los asuntos pendientes de la época del emperador pesaron sobre su reinado. Pervivió el enfrentamiento con Francia, que parecía resuelto al principio con la victoria de San Quintín (1557). La amenaza turca se detuvo tras la batalla naval de Lepanto (1571). En cambio, Flandes entró en la espiral de las guerras de religión desde 1565, lo que determinaría la secesión de facto de las Provincias Unidas (la actual Holanda) y la cesión, en los últimos años de vida del rey, del gobierno de Flandes a su hija Isabel Clara Eugenia. El mayor enemigo de la España de Felipe II fue la Inglaterra de Isabel I, que se estaba convirtiendo en una potencia y amenazaba el dominio español en el mar. Contra ella se organizó la Jornada de Inglaterra (1588), una magna expedición marítima que acabó en desastre, a la que sus enemigos llamaron irónicamente la Armada invencible. En el interior, Felipe II continuó la represión contra la disidencia religiosa. A pesar de la propaganda de sus enemigos, los excesos cometidos por el tribunal inquisitorial son poca cosa si se comparan con las matanzas y los terribles abusos que se dan, por ejemplo, en la Francia coetánea. Con todo, aunque las violencias efectivas fueron relativamente escasas, las trabas a la difusión de nuevas ideas fueron muy severas. A raíz de la publicación del índice del inquisidor Valdés (1559) se impusieron serias limitaciones a la circulación de las obras literarias. Las finanzas sufrieron graves dificultades, debidas a las empresas bélicas, cuyo coste excedía incluso a las grandes rentas obtenidas en América. En tres ocasiones (1557, 1576 y 1596) la Corona se declaró en bancarrota. Conservando la estructura pluriestatal de los reinos heredados, Felipe II aspiró a una centralización burocrática, a la que él mismo se consagró en cuerpo y alma. Desde Madrid o El Escorial pretendió llevar de forma casi personal los asuntos relevantes de su inmenso Imperio. Todo indica que este propósito pudo contribuir al anquilosamiento de un Estado que, por sus compromisos internacionales, necesitaba una administración ágil y en constante renovación.

LA REALIDAD SOCIAL: LA EDAD CONFLICTIVA La hegemonía española, como se ha visto en las páginas precedentes, no estuvo exenta de serios problemas políticos y económicos. Su posterior caída se ha querido explicar por causas fantásticas y poco sólidas. Se ha llegado a tachar a Felipe II de persona inculta y oscurantista y se ha pintado su gobierno como una feroz máquina represiva contra el progreso de la humanidad. Sinceramente, no creemos que fuera así, al menos en contraste con sus coetáneos y rivales, como Isabel I de Inglaterra. Sí es cierto que la sociedad española emprendió un camino equivocado en la construcción de su futuro. El dinámico siglo XVI cayó en una paulatina deactivación de la industria. Incluso el comercio que generaba la conquista y colonización de América derivó hacia la burocratización y el control paralizador. Además, el aluvión de metales preciosos procedentes de América provocó una inflación que dañó gravemente las posibilidades de crear riqueza. La riqueza estaba creada: venía de América y la distribuían el Estado y la Iglesia a los servidores de sus inabarcables empresas políticas y militares. El dicho “Iglesia, mar o casa real, quien quiera medrar” resume eficazmente el panorama que se ofrecía a los españoles: el abandono de las actividades productivas para encauzar la vida hacia la burocracia (eclesiástica o estatal), el ejército o la emigración a las Indias. En los dominios intelectuales, a la vista de esta expectativas, predominaron los estudios teológicos y jurídicos, en detrimento de las ciencias experimentales y productivas. La universidad española se puso al servicio de una sociedad que estaba convencida de que su misión era organizar la vida política y espiritual del orbe. Esta errónea percepción de la realidad convirtió pronto el Imperio español en un gigante con pies de barro. En el siglo siguiente se vería amenazado por minúsculos Estados como Holanda, que había dado la debida importancia al trabajo y a las ciencias positivas.

Américo Castro vinculó los fenómenos que hemos descrito a los conflictos entre castas. Desde 1492 no quedan oficialmente judíos en España. Sin embargo, persisten los enfrentamientos entre cristianos nuevos (descendientes de judíos conversos) y cristianos viejos, que hacen ostentación de su sangre limpia, sin contagio de moros ni hebreos. Este choque no tiene solo un sentido religioso sino también social. Los descendientes de conversos constituyen una clase rica que con facilidad tiende a coaligarse y alzarse con el poder económico y político. Sus relaciones con la nobleza acostumbran a ser buenas e incluso son numerosos los lazos de parentesco. Frente a esta situación, que sienten como amenaza otros grupos sociales, se promueven los estatutos de limpieza de sangre, un perverso mecanismo que excluye de los cargos públicos y eclesiásticos, e incluso del ingreso en algunas órdenes religiosas, a aquellos que no puedan demostrar que toda su ascendencia es cristiana. Su primer promotor en 1545 es el cardenal de Toledo Juan Martínez Silíceo, un hombre de origen humilde, hijo de labradores, que llega por sus méritos a la sede primada. Unos años más tarde, la limpieza de sangre será sancionada por el Papa y por el rey Felipe II.

LA EMPRESA AMERICANA Aunque se descubrió en 1492, la verdadera incorporación del territorio americano no se produjo hasta tiempos de Carlos I. El rey, consciente de este hecho, añadió al escudo de España la leyenda Plus Ultra para indicar que los límites del mundo se habían extendido más allá de las míticas columnas de Hércules (en el Estrecho de Gibraltar), donde los antiguos situaban su fin. En muy pocos años, con un número exiguo de soldados, Hernán Cortés conquistó el inmenso Imperio de los aztecas (1519-1521) y Francisco Pizarro el de los incas (15311535). Tan inverosímiles empresas hubieran fracasado de no contar con los conflictos internos de las sociedades indígenas, poco cohesionadas y sustentadas en el dominio de unas etnias sobre otras. También jugó un importante papel a favor de los conquistadores la

superioridad de su armamento. Disponían de pólvora, mosquetes y cañones, y de caballos, convertidos en eficaz instrumento bélico. El triunfo militar de los españoles tuvo un aliado ingobernable y desconocido: las enfermedades que se contagiaron mutuamente los autóctonos y los recién llegados. Los europeos sufrieron diversos tipos de malaria, importaron la sífilis... Los indígenas se vieron diezmados por la viruela, contra la que su organismo no tenía defensas. En la España de Carlos I y Felipe II la conquista se impulsó y se aprovechó, a través del flujo de metales preciosos; pero, al mismo tiempo, se consideró críticamente. Desde la metrópoli se sometió a juicio la obra de los conquistadores, se desvelaron sus crueldades, se permitió e incluso alentó la denuncia pública de las mismas (piénsese en Fray Bartolomé de las Casas) y se dictaron leyes para limitar los excesos. La Corona española y los mismos colonos no se propusieron la destrucción de la población indígena, por varias razones contradictorias o, al menos, no coherentes entre sí. Por un lado, estaba la justificación moral del proyecto: evangelizar a los indios y ganarlos para el cristianismo. Por otro, la necesidad de mano de obra para explotar las riquezas agrícolas, ganaderas y mineras. En tercer lugar, la imagen ideal de la empresa que manejaban aquellos hombres del Renacimiento era la del Imperio Romano. Contradictoriamente, se soñaba con una población autóctona sojuzgada y asimilada lentamente por la cultura de la metrópoli. Las leyes trataron de atender a estos objetivos difícilmente conciliables en todos sus extremos. La realidad nos ofrece datos y resultados que avalan todo tipo de juicios. El régimen creado en la América española, la encomienda, tuvo rasgos feudales y patriarcales. Esto permitió, en ocasiones, la explotación inhumana del indígena y, al mismo tiempo, impidió su aniquilación. La Iglesia puso particular empeño en acercarse a las civilizaciones prehispánicas, aprender sus lenguas, convertir a los nativos y erradicar las creencias preexistentes. La colonización no fue solo del territorio y las riquezas; también se trató de extender la civilización de la metrópoli. Los criollos se formaron en los modelos europeos. Aprendían el mismo latín que se estudiaba en Salamanca. Leían los mismos autores y adoptaron una actitud imitatoria de cuanto se hacía en la Península. Las dificultades para

conseguir libros y las largas travesías y viajes determinaron la inclinación de ciertos poetas afincados en América por las traducciones: un quehacer paciente que no precisaba mucho material de consulta y que permitía recrear en la imaginación el mundo cultural dejado en la Península. A estas circunstancias debemos probablemente la traducción de Petrarca en 1591 por el portugués Enrique Garcés o de las Heroidas ovidianas de Diego Mexía de Fernangil, que se publicaron en Sevilla en 1608. La organización administrativa tiende a reproducir la española y en los primeros momentos surgen choques, a menudo sangrientos, entre diversas facciones de conquistadores (las guerras civiles del Perú entre los Pizarro y Diego de Almagro) o entre estos y los funcionarios regios que vienen a desplazarlos de un poder que creen ocupar legítimamente. Surgen sublevaciones radicales como la de Lope de Aguirre, que son sofocadas. Es sorprendente que, a tanta distancia, con las menguadas posibilidades de comunicación, lograra afianzarse una estructura política y jurídica que resistió la decadencia militar y económica de la metrópoli. El vasto territorio se organizó, en la época que ahora nos ocupa, en dos virreinatos: el de Nueva España, con capital en México (1535), y el de Perú, con ca...


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