Los origenes de Roma en la Edad Antigua PDF

Title Los origenes de Roma en la Edad Antigua
Course Historia Universal Antigua
Institution Universidad de Castilla La Mancha
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Libro dedicado al analisis de las practicas. Usalo como consulta a la hora de hacer analisis de textos....


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La Italia primitiva y los orígenes de Roma Isbn- 84-96359-18-2 José Manuel Roldán Hervás 1. La protohistoria italiana Italia como concepto geográfico, hasta el siglo I a. C., sólo abarcaba parte de la península italiana, limitada al norte por una línea que corría de Rímini a Pisa. Excluía, por consiguiente, tanto la llanura del Po y el territorio hasta los Alpes, como las islas de Sicilia y Cerdeña. El nombre parece proceder de un pueblo de la Italia meridional, los itali (de vitulus, ’ternero”), con el que los griegos llamaron a los habitantes autóctonos y a su territorio, cuando establecieron las primeras colonias en la Italia meridional. Esta denominación, posteriormente, se extendió al resto de la península. Ya desde el Paleolítico se rastrean huellas humanas en la península Itálica, que apuntan, por un lado, a una relación con África; por otra, a contactos, al menos desde el Neolítico, con Europa central. Pero es a mediados de esta etapa, hacia 2500 a.C., cuando se observa una división cultural de la península en dos zonas diferenciadas, separadas por la cadena montañosa de los Apeninos, con restos que muestran semejanzas con dos ámbitos distintos de Europa: el norte, entre la barrera de los Alpes y los Apeninos, está ligado a Centroeuropa, mientras el territorio al sur de esta cordillera es típicamente mediterráneo. Estas diferencias entre las dos zonas aún serán más marcadas a partir de los comienzos del metal (ca. 1800 a.C.) y a lo largo de la Edad del Bronce. Desde entonces Italia refleja

las innovaciones de las culturas que la rodean, aunque son

frecuentes entre las distintas regiones peninsulares

fenómenos de ósmosis, que

contribuyen a hacer más complejos los distintos ámbitos. A partir del 1400 a.C. en el Bronce Pleno las distintas influencias y su impacto en las diferentes regiones de Italia generan en el sur la llamada civilización apenínica y en el norte, entre otras manifestaciones, una muy original entre los Apeninos y el Po, en la Emilia, conocida con el nombre de cultura de terramare. La primera, extendida a lo largo de la cadena apenínica, con

rasgos primitivos

ligados a la tradición

neolítica, es una cultura de pastores trashumantes, que practican el rito de la inhumación en tumbas dolménicas y que utilizan una cerámica a mano de color negro con decoración en zig-zag y punteado. La segunda, extendida por el valle del Po, muestra un original tipo de asentamiento en poblados levantados sobre estacas en tierra firme y rodeados de un foso protector, cuya cronología se extiende desde comienzos del II milenio a.C. y la Edad del Hierro, y que se explica por el carácter pantanoso del terreno. Las excavaciones han sacado a la luz numerosos restos de

cerámica de color negro, armas de bronces y utensilios, que señalan una población de agricultores. Habría que señalr finalmente en esta primera mitad del II milenio a.C. la presencia en las costas del sur de Italia, en especial, en torno a Tarento, de comerciantes micénicos, en establecimientos que alcanzan su plenitud en torno a los siglos XIV y XIII a.C., cuya influencia sobre los pueblos y culturas indígenas aún no ha sido suficientemente calibrada. Con el Bronce final y la transición a la Edad del Hierro, a finales del siglo XIII, se producen en Italia, como en otros ámbitos del Mediterráneo y del Oriente Próximo, importantes cambios, ligados a desplazamientos de pueblos. En el norte, desaparece la cultura de las terramare; en el sur, cesan los intercambios con los micénicos, como consecuencia de las migraciones dorias que conmueven Grecia. Por toda Italia se extiende un nuevo tipo de enterramiento: la inhumación es sustituida por la incineración. Recipientes de cerámica, que contienen las cenizas de los cadáveres, se entierran en pequeños pozos, formando extensos cementerios, los llamados Campos de Urnas, difundidos por toda Europa, desde Cataluña a los Balcanes. El nuevo rito es consecuencia de la llegada a Italia, en diferentes momentos, de nuevos elementos de población, procedentes de Europa central y del área del Egeo, que se expanden por distintas regiones en un proceso mal conocido, pero decisivo para la configuración del mapa étnico

y cultural italiano, precisado a partir del siglo IX, en la Edad del

Hierro. El fenómeno más evidente de estos cambios es de carácter lingüístico y se manifiesta en la imposición progresiva de idiomas indoeuropeos sobre otros, más antiguos, no indoeuropeos. Durante un tiempo, se consideró que el carácter indoeuropeo de gran parte de los idiomas y dialectos de la Italia antigua suponía la existencia de un hipotético lenguaje común, el ’itálico”, del que habrían derivado aquellos. A esta lengua itálica debía corresponder un pueblo itálico, con rasgos culturales propios. Hoy sabemos que, si bien la indoeuropeización de Italia comportó la presencia de inmigrantes, las vías de penetración fueron múltiples y extendidas en un amplio espacio de tiempo. Este proceso de migración escapa, en su mayor parte, a nuestro conocimiento, pero lo importante es que esta serie de aportaciones sucesivas terminaron por configurar los distintos pueblos, con rasgos culturales definidos, que encontramos en época histórica. La manifestación más rica e importante de la Edad del Hierro en Italia es el villanoviano, una cultura así llamada por una aldea, Villanova, cercana a Bolonia, cuyos inicios se remontan a la mitad del siglo X y que se extiende en una serie de fases hasta el último cuarto del siglo VI. Su núcleo fundamental se encuentra en las

regiones de Emilia y Toscana, aunque se expandió por otras regiones de Italia. Sus características fundamentales son las tumbas de cremación en grandes urnas bicónicas y el extraordinario desarrollo de la metalurgia. Los villanovianos construían sus aldeas de cabañas en lugares elevados, entre dos cursos de agua, que fueron evolucionando, como consecuencia del crecimiento demográfico, la mejora de la tecnología y el desarrollo de los intercambios, hasta convertirse en el germen de auténticas ciudades. Paralelamente se produjo una progresiva transformación hacia formas sociales y políticas más complejas, que documentan las necrópolis. Hasta el siglo IX, los ajuares de las tumbas son escasos y, en general, uniformes, lo que indica una escasa diferenciación social, que sólo tenía en cuenta, en el reparto del trabajo, el sexo y la edad. Pero a partir del siglo VIII se observan importantes cambios. Algunas tumbas se destacan del resto por la riqueza de los objetos depositados en ellas, como armas de metal, adornos de oro y objetos de uso refinado, que incluyen productos de importación egeos y orientales y, sobre todo, cerámica griega. Asistimos al nacimiento de una aristocracia, que se eleva sobre una sociedad más compleja y estratificada, en la que se produce una división y especialización del trabajo. La agricultura se organiza con métodos más racionales y las actividades artesanales pasan a manos de especialistas, capaces de producir cerámicas a torno, elaborar objetos de metal y trabajar la madera, bajo la influencia de los contactos con las primeras colonias griegas establecidas en territorio itálico. Las restantes culturas de la Edad del Hierro en Italia tienen como principal característica su apego a las antiguas formas apenínicas, en una muy lenta evolución. Citemos, entre ellas, la cultura de fosa, llamada así por la forma de sus tumbas, que se desarrolla en la costa tirrena, al sur del Lacio; la cultura del Lacio, sobre la que insistiremos más adelante; la civilización del Piceno, en la costa adriática, y las manifestaciones culturales del valle del Po, englobadas bajo el nombre de cultura de Golasecca. Frente a estas culturas, a partir del siglo VII a. C., es posible individualizar en Italia una serie de pueblos, con rasgos culturales y lingüísticos precisos, decantados como consecuencia de la incidencia de distintos elementos étnicos, lingüísticos y culturales, a lo largo de varios siglos, sobre la base autóctona de la población. En el norte se individualizan los ligures y los vénetos. Los ligures, establecidos en la costa tirrena, entre el Arno y el Ródano, presionados por otros pueblos, quedaron restringidos a las regiones montañosas de los Alpes y del Apenino septentrional. La base de su población era preindoeuropea, sobre la que incidieron luego elementos indoeuropeos. Los vénetos, por su parte, población claramente indoeuropea,

ocupaban el ámbito nororiental, con fachada al Adriático, en la región de Venecia, a la que dieron nombre. En el centro de Italia, en la región entre el Arno y el Tíber, que mira hacia el mar Tirreno, donde se había desarrollado la brillante cultura de Villanova, se asentarán los etruscos, sobre cuyo origen insistiremos más adelante. El resto de la península aparece habitada por poblaciones que, con el nombre genérico de itálicos, tienen en común la utilización de lenguas de tipo indoeuropeo, agrupadas en dos familias de muy distinta extensión territorial, el latino-falisco y el osco-umbro. Al primer grupo pertenece el pueblo latino, asentado en la llanura del Lacio y en el curso bajo del Tíber, y la pequeña comunidad falisca, en la orilla derecha del río. El segundo grupo itálico se extendía, a lo largo de la cadena apenínica, por toda la península, desde Umbria hasta Lucania y el Brucio, en la punta sur. Eran poblaciones montañesas, dedicadas al pastoreo trashumante y poco estables. La más importante en extensión y en historia es la samnita, en los Abruzzos. Alrededor del Lacio y empujándolo contra el mar, se individualizaban los grupos de marsos, ecuos, volscos, sabinos y hérnicos, y, al norte de ellos, los umbros. Finalmente, en la costa adriática, de norte a sur, se desplegaba una serie de pueblos, como los picenos, frentanos, apulios, yápigos y mesapios. Las últimas migraciones en Italia llegaron desde los Alpes occidentales, en el siglo VI a. C. Se trataba de poblaciones celtas, a las que los romanos llamaron galos. Agrupados en bandas armadas, se extendieron por el valle del Po y la costa septentrional del Adriático y dieron origen a una serie de tribus, como los ínsubros, cenomanos, boyos y senones. Sobre este fragmentado y heterogéneo mapa etno-lingüístico, a partir del siglo VIII a C., ejercerán una profunda influencia cultural etruscos y griegos.

2. Griegos y etruscos La presencia de griegos en Italia es consecuencia del vasto movimiento de colonización que, entre los siglos VIII y V a. C.,

abarcó a todas las costas del

Mediterráneo. La colonia más antigua de Italia es Cumas, al norte de Nápoles (ca. 770 a. C.), fundada por los calcidios, que trataron con ello de asegurarse el monopolio de las riquezas metalúrgicas de Etruria, mediante el control de las rutas que conducían a estas riquezas. Así, establecieron otros puntos de apoyo a lo largo de las costas tirrena y oriental siciliana, que sirvieron de intermediarios en el tráfico comercial entre Italia y Grecia. El ejemplo de los calcidios fue seguido por otras ciudades griegas, que fueron fundando colonias por las costas sicilianas y de Italia meridional hasta transformar

estas regiones en una nueva Grecia, la ‘Magna Grecia’, con sus mismas fórmulas políticosociales evolucionadas y su avanzada técnica y cultura, aunque también con sus mismos problemas políticos, económicos y sociales. La aportación de estos ’griegos occidentales” para el desarrollo histórico de Italia se cumplió, sobre todo, en el campo cultural y de forma indirecta. Sus huellas se aprecian en los campos de las instituciones político-sociales, como la propia concepción de la polis ; en la economía, con la extensión del cultivo científico de la vid y el olivo, y en diversas manifestaciones de la cultura: religión, arte, escritura... La influencia griega alcanzó a amplias regiones de Italia a través de un pueblo itálico,

los etruscos, cuyo desarrollo abre el primer capítulo de la historia de la

península. En la Antigüedad, se les daba esta denominación a los habitantes de

la

Toscana, la región italiana comprendida entre los ríos Arno y Tíber, de los Apeninos al mar Tirreno, donde precedentemente, desde comienzos de la Edad del Hierro, se había desarrollado la cultura villanoviana. Se trata de un territorio privilegiado desde el punto de vista físico, con llanuras y suaves colinas, bien provistas de agua, aptas para la agricultura y la ganadería, abundantes bosques y buenos yacimientos mineros, especialmente ricos en mineral de hierro. En el siglo VIII, en los asentamientos villanovianos de la Toscana, se produjo una evolución que condujo a la aparición de las primeras estructuras urbanas, proceso ligado a un importante crecimiento económico y a una mayor complejidad en la estructura social. La agricultura, dotada de nuevos adelantos técnicos, como la construcción de obras hidráulicas, produjo cultivos más rentables; se incrementó la explotación de los yacimientos mineros de la costa y de la vecina isla de Elba, que favoreció el desarrollo de la industria metalúrgica, y se potenciaron los intercambios de productos con otros pueblos mediterráneos. Paralelamente, la población de las antiguas aldeas villanovianas se concentró en ciudades, tanto en la costa (Cere, Tarquinia, Vulci, Vetulonia...), como en el interior (Chiusi, Volsinii, Perugia, Cortona...). En el marco de la ciudad, la primitiva sociedad, asentada sobre bases gentilicias, sufrió un proceso de jerarquización, manifestado en el nacimiento de una aristocracia, acumuladora de riquezas, que pasó a ejercer el control sobre el resto de la población. Todo este proceso coincide con una transformación de los rasgos característicos de la cultura villanoviana, que se abrió a influencias orientalizantes, es decir, a elementos culturales procedentes de Oriente, predominantes en toda la cuenca del Mediterráneo desde finales del siglo VIII. Es a partir de esta fecha cuando se sedimentan las características propias del pueblo etrusco.

La brusca aparición de un pueblo, con una cultura muy superior a la de las restantes comunidades itálicas, hizo surgir ya en la Antigüedad (Heródoto, Dionisio de Halicarnaso) el llamado ’problema etrusco”, polarizado fundamentalmente en dos cuestiones, sus orígenes y su lengua, sobre los que la ciencia moderna aún discute. Incluso el propio nombre del pueblo no está bien determinado: los griegos los conocían como tirsenoi o tirrenoi ; los romanos, como tusci ; ellos, a sí mismos, se daban el nombre de rasenna. El problema de los orígenes se centra fundamentalmente en el dilema de considerar a los etruscos como un pueblo, procedente de Oriente, con rasgos definidos, que emigró a la península itálica en una época determinada, o suponer que la cultura etrusca es el resultado de transformaciones internas de la población autóctona villanoviana, al entrar en contacto con las influencias culturales orientalizantes, que manifiesta la comunidad (koiné) mediterránea a partir de finales del siglo VIII. No puede negarse el paralelismo de muchos rasgos artísticos, religiosos y lingüísticos de los etruscos con Oriente y, más precisamente, con Asia Menor. Pero, aun reconociendo la existencia de todos estos elementos orientales en la cultura etrusca, no es necesario considerar como determinante la presencia de un factor étnico nuevo. En la formación de cualquier pueblo intervienen elementos étnicos de muy distinta procedencia, pero el factor determinante es el suelo en el cual adquiere su conciencia histórica. Desde este punto de vista, el pueblo etrusco sólo alcanzó su carácter de tal en Etruria, donde la incidencia de factores económicos y sociales precisos, hizo surgir un conglomerado de ciudades-estado, que, a partir de finales del siglo VIII, crearon una unidad cultural a partir de distintos elementos, étnicos, lingüísticos, políticos y culturales. En cuanto a la lengua, aunque conocemos más de 10.000 inscripciones etruscas, escritas en un alfabeto de tipo griego, y, por ello, sin dificultades de lectura, no ha sido posible hasta el momento lograr un satisfactorio desciframiento. En el estado actual de la investigación, sólo es posible constatar que no está emparentada con ninguna de las lenguas conocidas de la Italia antigua y, aunque su estructura básica parece preindoeuropea, contiene componentes de tipo indoeuropeo. Así, la lengua etrusca, en la que se unen rasgos autóctonos con otros procedentes del Mediterráneo oriental, vendría a ser un producto histórico, resultado también del complejo proceso de formación del propio pueblo etrusco. El comienzo de la historia etrusca está ligado a la aparición en la Toscana de los motivos de decoración, ricos y complejos, de la koiné orientalizante mediterránea, que sustituyen a la decoración geométrica lineal villanoviana. Su explicación se

encuentra en el súbito enriquecimiento del país, ligado a la explotación y al tráfico del abundante metal -cobre y hierro - de la Toscana. Gracias a esta riqueza, las ciudades etruscas estuvieron pronto en condiciones de competir en el mar con los pueblos colonizadores del Mediterráneo occidental, fenicios -sustituidos a partir del siglo VI por los cartagineses - y griegos, mientras extendían por el interior de la península sus intereses políticos y económicos fuera de sus propias fronteras. La presencia etrusca en el Tirreno chocó con los intereses de los griegos, que también buscaban una expansión por el Mediterráneo occidental, y condujo a un conflicto abierto cuando, en el siglo VI, grupos de griegos, procedentes de Focea, dieron un nuevo impulso a la colonización con la fundación de centros en las costas de Francia, Cataluña y Córcega, de los que Massalía (Marsella) sería el más importante. Esta presencia griega en el ámbito de acción etrusco llevó a un entendimiento entre etruscos y cartagineses, a los que, en otros radios de acción, también estorbaba la actividad griega. Hacia el año 540 a. C., esta alianza púnico-etrusca dirimió sus diferencias con los griegos en el mar Tirreno, en aguas de Alalía, cuyos resultados, no suficientemente claros, significaron un nuevo reparto de influencias en el Mediterráneo occidental. Cartago fue el auténtico vencedor, al lograr ampliar su esfera de influencia en el sur del mar, que quedó cerrado tanto a las empresas etruscas como a las griegas. Etruria, aislada y limitada al norte del mar Tirreno, hubo de aceptar la competencia griega, que terminaría incluso por arruinar su hegemonía sobre las costas de Italia. La fuerza de expansión de las ciudades etruscas no quedó limitada a su dominio del Tirreno durante los siglos VII y VI. Paralelamente tuvo lugar una extensión política y cultural al otro lado de sus fronteras, tanto en el norte como en el sur. La expansión por el sur llevó a los etruscos hasta las fértiles tierras de Campania, donde fundaron nuevas ciudades como Capua, Pompeya, Nola o Acerrae. La ruta terrestre hacia Campania pasaba necesariamente por el Lacio, y los etruscos no descuidaron su control, al ocupar los puntos estratégicos más importantes, como Tusculum, Praeneste y Roma, que, en contacto con los etruscos, se convirtieron, de simples aldeas, en incipientes ciudades. Por el norte, la expansión llevó a los etruscos por la llanura del Po hasta la costa adriática y también estuvo acompañada por fundaciones de ciudades, entre las que sobresalen Mantua, Plasencia, Módena, Rávena, Felsina (Bolonia) y Spina. Pero en la primera mitad del siglo V,

las nueva coyuntura de la política

internacional significó el comienzo de la decadencia etrusca. Las ciudades griegas de Italia y Sicilia, bajo la hegemonía de Siracusa, vencieron al gran aliado etrusco, Cartago, en Himera (480), y se dispusieron a luchar contra la competencia etrusca. El

tirano de Siracusa, Hierón, derrotó a los etruscos en aguas de Cumas, lo que significó el desmoronamiento de la influencia etrusca en el sur de Italia. En el Lacio, las ciudades latinas -entre ellas, Roma- se independizaron, y, en la Campania, el vacío político dejado por la debilidad etrusca fue aprovechado por los pueblos del interior, oscos y samnitas, que ocuparon la fértil llanura. Más tarde, a comienzos del siglo IV, la invasión de los galos puso fin a la i...


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