Capitulo 11 - Apuntes Historia del Delito y del Castigo en la Edad Contemporánea PDF

Title Capitulo 11 - Apuntes Historia del Delito y del Castigo en la Edad Contemporánea
Course Historia del Delito y del Castigo en la Edad Contemporánea
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Apuntes Historia del Delito y del Castigo en la Edad Contemporánea...


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Capitulo 11. La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen

1. Enfoques, tratamientos y fuentes Dejando aparte la bibliografía histórica producida durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX por parte de penalistas, penitenciaristas, ensayistas y políticos, la historia del Derecho que analiza la pena de muerte comenzó a ver la luz en el tardofranquismo, de la mano de juristas como Carlos García Valdés y Marino Barbero, sin duda motivados por la repulsión que les provocaba la vigencia de la pena de muerte en la dictadura de Franco. Más allá de las fuentes normativas y doctrinales, recurrentemente consultadas, son las fuentes judiciales depositadas en los archivos históricos las que han ayudado decisivamente a dar un paso de gigante en el conocimiento de la realidad sentenciadora en general y de la pena de muerte en particular a lo largo de todo el siglo XIX, posibilitando incluso una estimación estadística aún incompleta pero ya muy avanzada. Tiempo después de la primera mirada de los juristas llegaría la de los especialistas en historia social y cultural, con matizadas influencias teóricas según se tratara de medievalistas, modernistas o contemporaneistas y según se apoyaran en unos marcos teóricos o en otros, entre los que han sobresalido tres: 1) La perspectiva económico-estructural del materialismo histórico y sus relaciones con la criminología crítica y la sociología penal alemana, italiana e inglesa; 2) La impactante obra de Foucault con el añadido de la estela del postfoucaultianismo en la historiografía francesa; y 3) Las tesis del proceso civilizatorio de Nobert Elias con sus plasmaciones historiográficas más conocidas, desde Robert Muchembled a Pieter Spierenburg y James Sharpe, entre otros. Los historiadores modernistas han encontrado en los archivos un amplio abanico de series documentales judiciales del Antiguo Régimen, las cuales, además de las propias de los tribunales de Navarra y Aragón, fueron originadas en las Chancillerías, Audiencias y Consejos de la Corona junto a los Tribunales de la Inquisición, las jurisdicciones especiales y las jurisdicciones menores. Por su parte, los contemporaneistas además de inquirir en el hipertrofiado mundo de los archivos generados por las instituciones judiciales al menos desde 1808, se han sumergido en los archivos de las audiencias territoriales creadas a partir de 1834, y en general, en el ingente fondo documental generado por el entramado de la jurisdicción ordinaria del Estado liberal. A esos fondos hay que añadir los del Tribunal Supremo, adonde llegaban muchas de las sentencias de muerte dictadas por las audiencias -quizás todas a partir de 1870- por tratarse de la última instancia judicial en donde se revisaban los recursos de casación. Además de acudir ineludiblemente a los archivos militares y a los fondos originados por los consejos de guerra – de gran relevancia en España por el hipertrofiado papel que en el campo de la represión política desempeño la jurisdicción militar durante los siglos XIX y XX, más aún a lo largo de la dictadura franquista -, si queremos seguir los rastros de la pena de muerte debemos buscar en los legajos y los expedientes de los tribunales de justicia en todos sus niveles inferiores y superiores, pues lo normal es que dejara un rastro prolongado, el que en muchísimos casos nos da la medida humana del esfuerzo del reo (y de quienes le ayudaron) para evitar su fatídico destino. La importancia de las funciones culturales de los ajusticiamientos públicos ha podido ser reconstruida gracias a la documentación que generaron las cofradías y hermandades religiosas que prestaban asistencia espiritual a los reos de muerte, como la hermandad de la Paz y la Caridad de Madrid, la Cofradía de la Vera Cruz de Pamplona, la Cofradía de la Pasión de Valladolid… Otro hontanar de fuentes culturales

2 proviene de la oralidad y la literatura populares, la llamada “literatura del patíbulo” que narraba los crímenes y las ejecuciones de los condenados. Los datos cualitativos y cuantitativos que han podido recabarse son muy elocuentes y, en definitiva, sitúan a España en la historia de esas tendencias generales que muestran el retroceso de la pena capital a lo largo de los siglos modernos hasta su progresiva desaparición durante el siglo XX, tendencias que se verán trastocadas en periodos concretos de la contemporaneidad, cuando la pena de muerte quede ubicada en los campos de fuerza de la violencia social y política, en las dinámicas y punitivistas desencadenadas durante las guerras civiles y en las estrategias represivas desarrolladas por el Estado contra sus enemigos políticos.

2. El espectáculo suplicial y la pedagogía del terror Las noticias sobre las formas de llevar a cabo los ajusticiamientos públicos en la Edad moderna, con sus continuidades y analogías a lo largo del siglo XIX, ofrecen una información bastante parecida en distintas ciudades españolas. Las similitudes y las recurrencias hablan de un ceremonial codificado por la norma y sobre todo por la costumbre, en el que aparecen figuras que encarnan toda una red de poderes. Gente de orden y gente de Iglesia. Destacan los jueces y el ejecutor de la alta justicia (o verdugo) junto a un entramado de instituciones municipales y eclesiásticas, caritativas, filantrópicas…desfilando ante la comunidad vecinal y seglar, esto es, el conjunto de vecinos y residentes que asimismo son los fieles católicos de las parroquias, en calidad de espectadores y donantes de limosna, convidados de cuerpo y alma. Una sentencia de muerte y una ejecución pública, en realidad, se traducía en “jornadas de suplicio”. Eran unos días en los que se creaba un ambiente que encadenaba muchas señales relacionadas con el ajusticiamiento público (la publicación de la sentencia, la colecta de limosnas para el alma del penado, la construcción del patíbulo, el trajín de la gente de iglesia y las autoridades judiciales y municipales en el entorno de la capilla de la cárcel…). Después llegaría la espectacularidad de la procesión hasta el cadalso, el ahorcamiento o el agarrotamiento del condenado y su entierro, en ocasiones con el añadido de amputaciones de la mano derecha, descuartizamientos, decapitaciones o encubamientos del cadáver para arrojarlo al río, penas post mortem que agrandaban el impacto del ceremonial y aumentaban su dramatismo. Los “cuartos” se repartían por los parajes en los que los condenados habrían cometido las violencias y robos. La práctica de los descuartizamientos y cortes de manos y cabeza persistiría hasta los primeros años de la década de 1830, aunque hubo etapas en las que el liberalismo lo impidió, porque semejante estilo punitivo también formaba parte de la controversia que enfrentaba a liberales y absolutistas a propósito de la horca o el garrote. Antes de que con los liberales del Trienio (entre 1820 y 1823) comenzaran a emplazarse en las afueras, los cadalsos se instalaban en plazas y zonas relevantes de las ciudades. Una vez allí, se celebraba un muy reglamentado ceremonial lleno de formulismos igualmente de carácter jurídico-religioso, a través de los cuales se reproducía el mensaje ejemplarizante y moralizante del poder político.

3. La tecnología de la muerte y el proceso civilizatorio El garrote, que ya había sido usado por la Inquisición como instrumento de tortura y había servido para ejecutar a los condenados antes de que fueran quemados, desde antiguo estuvo asociado al debate sobre la humanización de los castigos. Era entendido en España como un sencillo instrumento de ejecución, muy fácil de fabricar y sobre todo muy cómodo para ser transportado y guardado por los propios ejecutores de la justicia. A lo largo de 1700, el garrote se había ido humanizando y ennobleciendo. Con la entronización del hermano de Napoleón, José I, también llegaron nuevas propuestas y reglamentaciones que quedarían como referentes para todo el siglo XIX. En 1809, junto con la Inquisición y otras instituciones del Antiguo Régimen, se abolió la horca, se impuso el garrote sin hacer distinciones de ningún tipo y se redujo a 24 horas el tiempo de estancia del reo en capilla. La Cortes de Cádiz, por su parte, además de abordar la abolición de la horca, ayudaron a desterrar del repertorio de castigos las penas de vergüenza pública y la tortura (una prohibición esta última, que luego

3 asumiría Fernando VII, el mismo que porfiaba por restaurar la horca y otras penas corporales). No obstante, en 1832 Fernando VII, apoyándose en razones de decencia y humanidad, abolió la pena de horca. Se estableció una triple distinción, entre garrote noble (para los miembros de esa clase social), garrote ordinario (para el resto del pueblo llano), y garrote vil (para quienes fueran condenados por delitos infames). Puesto que en todos los casos los reos iban a morir por estrangulamiento, ¿en qué se diferenciaban? En la forma de conducir a los penados, en la decoración del tablado y en el atuendo: caballería ensillada y gualdrapa negra para los privilegiados del garrote noble; caballería menor y capuz pegado a la túnica para los de garrote ordinario; y caballería menor o arrastre para los que iban a sufrir garrote vil. El Código penal de 1870 eliminaría estas distinciones. El garrote triunfaba cuando emergía otro procedimiento, el fusilamiento, cuyo prestigio era indudable en el ámbito de la mentalidad militar: no ser pasado por las armas equivalía a ser tratado como un vulgar criminal. La justicia militar venía usando desde antiguo la pena de muerte por disparos de arcabuz o de mosquete. De hecho, ya existía una normativa muy precisa en las Reales Ordenanzas de Carlos III, las cuales, entre otros muchos detalles, ordenaban que los condenados a muerte fueran pasados por las armas mientras batían tambores. El fusilamiento ganó relevancia en el primer periodo de restauración del absolutismo, entre 1814 y 1820 cuando Fernando VII decidió enfrentarse al liberalismo a través de una jurisdicción especial, las Comisiones Militares. Durante ese sexenio absolutista, a pesar de que se había restaurado la horca, los jueces resolvieron más favorablemente hacia el garrote, por lo que se alternaron los agarrotamientos y los fusilamientos, al menos hasta 1819.

4. Persistencia y decadencia de un castigo ejemplarizante Todo indica que la pena de muerte no fue muy utilizada en la práctica de la ejecución penal de la España del Antiguo Régimen. Su función como ceremonial de Estado se verificaba normalmente como acto judicial y no en demasiadas ocasiones tuvo que orzar su uso político. Así lo confirman los estudios empíricos realizados con documentación judicial y carcelaria del último tercio del siglo XVI: según datos de las condenas impuestas a los detenidos en las cárceles de la Corona de Castilla, la pena reina era la de galeras (en total un 80%), y en cambio las penas de destierro y las de muerte significaban un 5% y 4% respectivamente. Respecto a la época de los Reyes Católicos, por el influjo de la ideología del utilitarismo punitivo, se había produjo un auténtico vuelco en las cifras de la ejecución penal. En el siglo XVII e incluso en el XVIII las ejecuciones tampoco llegarían a alcanzar cantidades llamativamente altas. Lo que muestran los datos que los historiadores han venido dando a conocer sobre ciudades tan diferentes como Pamplona, Valladolid, Zaragoza, Cáceres, Cádiz, Granada o Madrid es que las ejecuciones fueron aumentando conforme se desmoronaba el Antiguo Régimen y se implantaba el Estado liberal. En ese nuevo contexto, cuando el ceremonial de Estado se vio cuestionado, hubo que forzar el uso político de la pena de muerte. La jurisdicción de guerra, por su parte, se aplicó a fondo para hacer frente a las insurrecciones políticas y a las movilizaciones obreras. Para entender la función de la pena de muerte por fusilamiento de líderes y activistas de las protestas sociales y las luchas políticas, resulta sumamente aleccionador leer los bandos de las autoridades militares. A lo largo de casi todo el siglo XIX las reales Ordenanzas de Carlos III tuvieron fuerza de ley y por eso siguieron siendo la fuente de atribución de funciones de orden público al Capitán General del ejército en la región correspondiente. Esa normativa permitía a cada jefe militar convertir “cualquier tumulto callejero en un delito contra el Estado” y situaba al ejército en el papel de principal represor de las revueltas sociales y a la pena de muerte en el lugar central de la acción punitiva.

4 Las cifras de ajusticiamientos se irían reduciendo considerablemente a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, mientras se asentaba el modelo penal-penitenciario del Estado liberal, a pesar de que la codificación aún contemplaba un amplio articulado reservado a la amenaza de la pena de muerte. A la par fue ganando fuerza la corriente de opinión que denunciaba los suplicios públicos como crueles, humillantes e inhumanos. Por el contrario, otros temían que la supresión de la función ejemplarizante de las ejecuciones públicas abriera el camino hacia la abolición total de la pena de muerte, siguiendo la estela de otras naciones, sin ir más lejos, la vecina Portugal. El abolicionismo con posibilidades de hacerse efectivo sólo llegaría en 1873 con la proclamación de la Primera República y de la mano del ministro de Gracia y Justicia, Nicolás Salmerón, a través e un proyecto de Código penal que no llegó nunca a concretarse. De hecho, poco después, el propio Salmerón, siendo presidente de la república, renunció al cargo por motivos de conciencia para no tener que firmar una sentencia de muerte. La práctica modernizadora se imponía. Mientras que se empezaban a hacer algunas ejecuciones dentro de las prisiones, continuaron apareciendo posturas críticas en la pluma de reformadores de prisiones tan famosos como Concepción Arenal, la cual, no siendo abolicionista, se mostró contraria a los suplicios públicos, que ya estaban prácticamente prohibidos en Europa, con la excepción de Francia, Noruega y España. Y así en 1897, el reformador Ángel Pulido publicó un libro titulado La pena capital en España que dio la puntilla intelectual al debate sobre “la psicología del público que presenciaba los suplicios”. Aquel analista, convertido en parlamentario, pasó de ser estudioso de la pena de muerte a promotor político del fin de su publicidad, a través de una ley que se acabó conociendo precisamente como “Ley pulido”. A partir de 1900 se puso fin en España a los ajusticiamientos públicos. No obstante, la decadencia real de la pena de muerte durante la década de 1920, el régimen de Primo de Rivera endurecerá su vertiente legislativa. Por lo que respecta a la jurisdicción civil también la dictadura extendió el número de tipos delictivos que contemplaban el máximo castigo. Lo hizo, en principio, a través de algunas reformas de la codificación de 1870; y después con la promulgación de un nuevo Código Penal en 1928, el cual se convertiría en una especie de breve interregno de la historia de la codificación liberal, pues tan sólo tres años más tarde el régimen republicano volverá a restablecer el Código Penal de 1870. Al día siguiente de la proclamación de la II República quedó abolido el Código Penal de 1928, pues para muchos se trataba de la contrarreforma penal de la dictadura de primo de Rivera.

5. Discontinuidades fin de época: agigantamiento y abolición La cultura punitiva que parecía haberse hecho hegemónica invocando valores civilizatorios, o dicho de otra manera, el ambiente progresista que envolvía el debate político sobre la función penal a finales de la década de 1920, lo que entre 1928 y 1932 había posibilitado la abolición de la cadena perpetua y de la pena de muerte, pronto iba a enrarecerse y a desvelar los disensos y, en fin, las fracturas ideológicas que llevaba dentro. En efecto, en la primavera de 1934, en un ambiente de abierta conflictividad política que también resituaba a la pena capital en el campo de los enfrentamientos ideológicos más virulentos, el gobierno de centroderecha se propuso restablecer parcialmente la pena de muerte, argumentando que se trataba de una medida excepcional y urgente. A partir de entonces, mientras que las derechas políticas y mediáticas avivaban la alarma social provocada por el clima de inseguridad ciudadana, las izquierdas y el anarquismo reavivaban la urgencia del espíritu abolicionista de 1931, algo que luego tendrían que repetir aún con más tesón, durante 1935 y principios de 1936, al incluir en la campaña pro amnistía de los represaliados de octubre del 34 eslóganes contrarios a la pena de muerte, muy presente entonces tanto en las peticiones fiscales incluidas en los miles de sumarios abiertos por la jurisdicción militar, como en las solicitudes de indulto para los que iban siendo condenados a muerte (entre ellos algunos líderes muy destacados, como los socialistas asturianos Ramón González Peña y Teodomiro Menéndez, lo que llegó a provocar divisiones críticas en las élites e incluso en las filas ministeriales).

5 Después de la Guerra Civil, la pena de muerte continuaría agigantándose también por la vía militar. La jurisdicción de guerra seguiría juzgando durante la posguerra a los vencidos y dictaría miles de penas de muerte que el propio dictador refrendaba rubricándolas con una anotación en las que se daba “por enterado”. Los cálculos de ejecutados por sentencias de consejos de guerra después de marzo de 1939 oscilan entre los 20.000 y 35.000 para los historiadores, para algunos incluso cifras superiores. Para que las cifras de la pena de muerte volvieran a “normalizarse” tendría que llegar y avanzar la década de 1950. El Código Penal Militar contemplaba con detalle las circunstancias que podían llevar a un reo cualquiera a morir por fusilamiento o por agarrotamiento, básicamente “delitos contra la seguridad de la patria” (traición, espionaje, devastación y saqueo) y “delitos contra la seguridad del Estado y del Ejército” (rebelión y sedición). Durante los años 50 todavía se dictaron penas de muerte contra opositores armados, los maquis o guerrilleros. Sin embargo, en esa década, al dejar atrás la atmósfera de densa represión política con miles y miles de consejos de guerra y fusilamientos, básicamente se volvió a hablar de España de la pena de muerte “clásica” (con sus verdugos y sus garrotes, y con la participación de la gente de Iglesia que auxiliaba espiritualmente a los reos), es decir, no tanto como instrumento de represión política, sino como última sanción de la justicia ordinaria contra la criminalidad más espantosa y sangrienta. Entre 1963 y 1975 la pena de muerte en España, judicialmente hablando, será de muy baja intensidad. Casi todos los pocos ejecutados lo serán por motivos políticos y en el marco de la jurisdicción militar, fusilados la mayoría. En febrero de 1976 Adolfo Suarez cambió la política y la normativa antiterrorista que había permitido los procesos sumarios y sumarísimos de los últimos tiempos del franquismo. Sin embargo, en lo esencial continuaba incólume el basamento legal que posibilitaba la aplicación de la pena de muerte. En la Constitución de 1978 sí que se impuso lo que no pudo aprobarse en la anterior, la de 1931 : “queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares en tiempos de guerra”. Más adelante, ya en 1995 y bajo la presión de una intensa campaña abolicionista dinamizada por Amnistía Internacional, la pena de muerte también desaparecería del Código Penal Militar....


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