Desarrollo de la personalidad y la socialización en la infancia PDF

Title Desarrollo de la personalidad y la socialización en la infancia
Course Psicología Evolutiva I
Institution Universidad Azteca de Chalco
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En la vida, el individuo participa en varias e importantes relaciones interpersonales. La primera, sin duda la de mayor influencia, se da con la madre y con otras personas que lo atienden (denominados cuidadores primarios). La relación suele establecerse con firmeza a los ocho o nueve meses. Desde m...


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DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD Y LA SOCIALIZACIÓN EN LA INFANCIA

Introducción El niño nace en un ambiente rico en expectativas, valores, normas y tradiciones. Todo ello, junto con otras circunstancias, contribuirá a moldear su personalidad: creencias, actitudes y formas especiales de interactuar con la gente. Desde un punto de vista diferente, se le socializa durante los dos primeros años de vida: empieza a aprender y a asimilar normas sociales de conducta, leyes, reglas y valores, tanto escritos como no escritos. Más tarde aprenderá a vivir con las contradicciones e hipocresías de la sociedad. Por otra parte, a medida que crece, ayuda a moldear su propia personalidad: acepta o rechaza de manera activa las reglas y las normas, en lugar de ser receptor pasivo de la socialización. Los recién nacidos no tienen conciencia de sus relaciones con las personas que los rodean. Al nacer, no distinguen entre el yo y los otros, entre varón y mujer ni entre niño y adulto. Tampoco se forman expectativas respecto de la conducta ajena: las cosas simplemente suceden o no. En otras palabras, en un principio viven en el presente y todo lo que no se halla al alcance de su vista está fuera de la mente. En los dos primeros años de vida se operan cambios drásticos. El recién nacido empieza a percatarse del ambiente y de la forma en que interactúa con él, de la sensibilidad o insensibilidad del mundo que lo rodea y de que puede hacer algunas cosas por sí mismo o conseguir ayuda en caso necesario. Cuando empieza a caminar, cobra mayor conciencia de las relaciones familiares y de lo que es bueno o malo. Se da cuenta de que es hombre o mujer y empieza aprender cómo el género impone ciertos estilos de conducta en la persona. Sin embargo, los recién nacidos no están desprovistos de un temperamento. Llegan al mundo con ciertos estilos de conducta que, tomados en conjunto, constituyen el temperamento. Algunos son más sensibles a la luz o los sonidos fuertes y repentinos. Otros reaccionan de manera más rápida e intensa al malestar. Y otros más son exigentes, plácidos, activos y vigorosos. La mayoría de los niños encajan en una de tres categorías (Thomas y Chess, 1977): fáciles (a menudo de buen humor y predecibles), difíciles (con frecuencia irritables e impredecibles) y lentos para responder (malhumorados y poco sensibles a la atención). Como veremos, el temperamento en esta etapa puede tener una repercusión profunda en la calidad de las primeras interacciones con sus progenitores. Examinaremos cómo se desarrolla la personalidad del niño en la relación con quienes cuidan de él y con otras personas. Nos concentraremos en las primeras relaciones, o sea, las que crean patrones para el establecimiento de relaciones futuras y para adquirir las actitudes, expectativas y conductas básicas. En concreto, estudiaremos: el desarrollo social y emocional del niño durante sus dos primeros

años de vida; el proceso de apego con el cuidador primario, por lo general la madre; los factores que influyen en la calidad de las primeras relaciones; los vínculos emocionales del niño con su padre, con sus hermanos y abuelos; y los efectos que el empleo de los padres puede tener en el desarrollo psicosocial. Desarrollo social y emocional en la infancia En la vida, el individuo participa en varias e importantes relaciones interpersonales. La primera, sin duda la de mayor influencia, se da con la madre y con otras personas que lo atienden (denominados cuidadores primarios). La relación suele establecerse con firmeza a los ocho o nueve meses. Desde mediados de la década de 1960, los psicólogos se han servido del término apego para designar la primera relación, que se caracteriza por interdependencia, sentimientos mutuos intensos y fuertes vínculos emocionales. Primeras relaciones Los niños pasan por fases de crecimiento emocional y social que culminan en el establecimiento de sus primeras relaciones. Aunque los estados emotivos del recién nacido son pocos y consisten principalmente en malestar y en un interés relajado, pronto aparece una amplia gama de emociones orientadas al yo: tristeza, ira, repugnancia y placer. Éstas se ven favorecidas y adquieren significado dentro del contexto de las relaciones. Más adelante, sobre todo en el segundo año, surgen las emociones de índole social orgullo, vergüenza, desconcierto, culpa y empatía a medida que el pequeño se conoce mejor a sí mismo y a los otros. Stanley y Nancy Greenspan (1985) describen seis etapas del desarrollo emocional del infante y del preescolar en las primeras relaciones. Advierta que, como en el resto de las etapas del desarrollo, la cronología varía de un niño a otro, pero se supone que su orden no cambia: cada una se basa en la anterior. El proceso del apego Es importante examinar los mecanismos por los que se establece el apego, pues éste es esencial para el desarrollo psicosocial global. Mary Ainsworth (1983) define este tipo de conductas como aquellas que favorecen ante todo la cercanía con una persona determinada. Entre estos comportamientos figuran los siguientes: señales (llanto, sonrisas, vocalizaciones), orientación (mirada), movimientos relacionados con otra persona (seguir, aproximarse) e intentos activos de contacto físico (subir, abrazar, aferrarse). El apego es mutuo y recíproco, es decir, funciona en ambas direcciones y consiste en compartir experiencias de un modo cooperativo (Kochanska, 1997). Así, el apego del niño con el cuidador se relaciona con el apego de éste con aquél. Ainsworth describe las conductas antes mencionadas como criterios del apego, porque si no ocurren puede ser difícil establecerlo. Pongamos, por ejemplo, lo difícil que sería para una madre establecer un vínculo emocional con un pequeño que le aprieta los brazos en vez de abrazarla. ¿Y qué sucedería si un bebé no sonriera ni

vocalizara mucho frente a un cuidador? Ainsworth y sus colegas (1979) han descubierto que el apego mutuo puede no darse cuando a un niño le molesta que lo toquen o presenta una discapacidad como la ceguera. Por tanto, el niño y el cuidador deben adoptar conductas que favorezcan el apego. En general, los comportamientos del primero invitan a respuestas afectuosas por parte del segundo, quien no sólo lo alimenta y atiende sus necesidades físicas, sino que además se comunica con él, hablándole, sonriéndole y tocándolo. Las acciones del niño hacen que el cuidador adopte ciertas conductas y a su vez las de éste tienen el mismo efecto. ¿Es el apego una respuesta condicionada o intervienen en éste necesidades innatas? Durante largo tiempo, los psicólogos del desarrollo orientados al condicionamiento pensaron que el apego se daba al cubrir la pulsiones primarias del infante como el hambre y la sed. En esencia, mediante el condicionamiento clásico aprende a asociar la cercanía del cuidador con la reducción de las pulsiones primarias (Sears, 1963). Por su parte, los psicoanalistas sostenían que los primeros vínculos emocionales del niño se dan cuando se satisfacen sus necesidades: cuando se atienden, el niño se forma una imagen interior positiva de la madre. Pero las investigaciones experimentales con animales señalan que la satisfacción de pulsiones no es más que una parte de cómo se forman los primeros apegos. Según el psicólogo y etólogo británico John Bowlby (1973), el bebé nace con conductas programadas que mantienen cerca a sus padres y los hacen sensibles. Desde este punto de vista, las conductas han evolucionado en el hombre y en otros animales en parte porque mejoran las probabilidades de que el niño sea protegido contra el peligro, con lo cual logra sobrevivir, alcanzar la madurez sexual y transmitir los genes a la siguiente generación. Bowlby propuso que las conductas programadas influyen por igual en el infante y el cuidador. El apego se inicia gracias a éstas y luego se mantiene debido a consecuencias positivas como la cercanía física y el afecto entre madre e hijo, la reducción del hambre y de otras pulsiones, y el bienestar. Su teoría combina, pues, la herencia y el ambiente al explicar el surgimiento y la conservación del apego. Según Bowlby, el apego del infante con el cuidador primario se internaliza como un modelo de trabajo o esquema al final del primer año. El niño lo usa para predecir, interpretar y responder a la conducta de su madre. Una vez constituido el modelo, tenderá a mantenerlo aun cuando cambie la conducta del cuidador. Así, por ejemplo, una madre que ofrece pocos cuidados a su hijo por alguna enfermedad prolongada será rechazada por el niño cuando ella se recupere, porque el modelo de trabajo del pequeño contiene sentimientos previos de rechazo. Por tanto, la conducta del hijo hará que a la madre le resulte más difícil adoptar una actitud solícita (Bretherton, 1992). En suma, Bowlby y Ainsworth (1973; Ainsworth y otros, 1978) estaban convencidos de que la naturaleza de la interacción entre progenitor e hijo debida a la aparición del apego en los dos primeros años de vida sienta las bases de las relaciones futuras. Esta observación nos recuerda mucho la teoría del desarrollo psicosocial temprano de Erikson.

Hitos del desarrollo emocional temprano Autorregulación e interés en el mundo: del nacimiento a los tres meses. En las primeras semanas de vida, el niño intenta sentirse regulado y tranquilo, pero al mismo tiempo trata de valerse de sus sentidos y explorar el mundo que lo rodea. Busca el equilibrio entre la estimulación excesiva y escasa. Poco a poco se vuelve más sensible a los estímulos sociales, pues realiza una conducta orientadora y de señales (llora, vocaliza, sigue los estímulos visuales) para establecer contacto. En esta etapa, no discrimina entre los cuidadores primarios y otras personas: reacciona en forma muy semejante ante todos. Enamoramiento: de los dos a los siete meses. Alos dos meses, los niños autorregulados se muestran más alertas ante el mundo. Reconocen los rostros familiares y concentran cada vez más la atención en los cuidadores importantes para ellos que en los extraños. Ahora el mundo humano les parece placentero y emocionante y lo demuestran. Sonríen con facilidad y responden con todo el cuerpo. Inicio de la comunicación intencional: de los tres a los 10 meses. Este hito coincide en gran parte con el anterior, sólo que ahora los niños empiezan a entablar diálogos. Con la madre comienza divertidas interacciones de tipo comunicativo: se ven, realizan juegos breves y hacen pausas. Lo mismo hacen con sus padres y con los hermanos. Aparición de un sentido organizado del yo: de los nueve a los 18 meses. Los niños de un año pueden hacer más cosas sin ayuda y asumir un rol más activo en la asociación emocional con su madre y con su padre. Con señales, manifiestan sus necesidades de manera más eficaz y exacta que antes. Empiezan a valerse de palabras para comunicarse. Ya exteriorizan varias emociones: enojo, tristeza y felicidad. Al terminar este periodo tienen un sentido del yo. Creación de ideas emocionales: de los 18 a los 36 meses. Los niños pueden ahora simbolizar, fingir y formarse imágenes mentales de las personas y de los objetos. Conocen el mundo social con juegos en que fingen y crean cosas imaginarias. Ahora que poseen el sentido del yo, sienten necesidades ambivalentes de autonomía y dependencia. En esta etapa, se amplía su repertorio emocional y éste comprende emociones sociales como la empatía, el desconcierto y, en forma gradual, la vergüenza, el orgullo y la culpa. Es una expansión que coincide con el nuevo sentido del yo y con un mejor conocimiento de las reglas sociales. Pensamiento emocional: base de la fantasía, la realidad y la autoestima: de los 30 a los 48 meses. En este periodo, la reciprocidad de las relaciones estrechas con personas importantes se ha convertido en una especie de asociación. Los niños pequeños distinguen entre lo que el cuidador espera de ellos y pueden tratar de modificar su conducta para corresponder a las expectativas, con lo que alcanzan sus propias metas. Comunicación emocional y apego Las conductas de apego de la madre y del hijo evolucionan en forma gradual y constituyen un sistema dinámico en el cual las acciones del pequeño influyen de manera recíproca en las de ella y a la inversa (Fogel y otros, 1997). Por ejemplo,

un niño fácil y sociable que busca un contacto estrecho y obtiene placer de éste podrá alentar incluso a la madre más inexperta. En cambio, un niño difícil y exigente interrumpe los esfuerzos del cuidador por calmarlo o por establecer una interacción recíproca (Belsky y otros, 1984; Lewis y Feiring, 1989). Para profundizar en el sistema bidireccional de comunicación afectiva (emocional) que define la interacción del niño con el cuidador primario durante los primeros seis meses de vida, Ed Tronick (1989) diseñó un experimento que se concentraba en expectativas mutuas de padres e hijos. En lo que llamó experimento del rostro inexpresivo, primero pedía a los padres que se sentaran y jugaran de manera habitual con su hijo de tres meses. Los patrones del juego diferían en forma notable entre las parejas de progenitores e hijos, pero en todos los casos llegaba el momento en que el niño se alejaba o cerraba los ojos antes de seguir divirtiéndose. Al cabo de tres minutos, el experimentador indicaba a los padres que dejaran de comunicarse con su hijo. Les decía que siguieran observándolo, pero que pusieran una expresión facial neutra, inexpresiva. Los niños respondían con sorpresa e intentaban animarlos con sonrisas, con ruidos y actividad general, pero los padres mantenían la misma expresión. Luego de algunos minutos, la conducta de los niños empezaba a deteriorarse. Dirigían la vista a otra parte, se chupaban el pulgar y manifestaban angustia. Algunos empezaban a sollozar y a llorar; otros emitían respuestas involuntarias como babeo e hipo. Así, aunque los padres seguían presentes y los atendían, de repente e inesperadamente resultaban inaccesibles desde el punto de vista emocional, y a los niños les resultaba difícil adaptarse al cambio. Este experimento demostró sin lugar a dudas la fuerza y la importancia de la comunicación emocional entre los cuidadores y los niños incluso de tres meses de edad. De acuerdo con Tronick (1989), esta comunicación es uno de los factores determinantes del desarrollo emocional. El niño no puede alcanzar sus metas interactivas cuando falla el sistema de comunicación recíproca y bidireccional, como, por ejemplo, cuando el cuidador primario sufre una depresión o enfermedad crónicas. Gansos, monos y seres humanos Hace medio siglo, Konrad Lorenz (19031989), zoólogo y etólogo austríaco, observó que las crías de los gansos comenzaban a seguir a su madre poco después de romper el cascarón. Creaban un vínculo importante que ayudaba a la madre a protegerlos y a entrenarlos. Un descubrimiento interesante de Lorenz fue que los ansarinos huérfanos lo seguían a él como si fuera su madre a unas cuantas horas después de la eclosión. Era un patrón más o menos permanente, a veces hasta molesto por su persistencia. Algunos de los gansos silvestres preferían pasar la noche en la recámara de Lorenz a hacerlo en las riberas del Danubio. El periodo crítico de la impronta establecimiento del vínculo entre los gansos y su madre ocurre poco después de romper el cascarón, cuando las crías son lo bastante fuertes como para desplazarse, pero antes de adquirir un miedo intenso a los objetos grandes en movimiento. Si se retrasa la impronta, los gansos sentirán temor de la madre o sólo desistirán y se debilitarán, cansarán y parecerán apáticos.

Los investigadores no coinciden en las semejanzas entre la impronta en las aves y la conducta de apego del hombre. No se cuenta con pruebas contundentes de que exista un periodo crítico para que se establezca este vínculo en los seres humanos. Tal vez los progenitores y su hijo sean muy responsivos a la vinculación en los primeros días que siguen al nacimiento, pero difícilmente se trata de un periodo crítico. Por lo demás, el niño debe establecer cierta clase de relación con uno o varios cuidadores importantes durante los primeros ocho meses de vida para que el desarrollo se realice de modo normal. Los monos tienen nexos biológicos más estrechos con el hombre, de ahí que los estudios sobre su desarrollo y privación social contribuyan más a conocer el desarrollo humano que los estudios sobre los gansos. Una serie importante de observaciones sobre la privación social en los monos comenzó de manera un tanto accidental, cuando Harry Harlow (1959) estudiaba su aprendizaje y su desarrollo conceptual. Para controlar el ambiente de aprendizaje, Harlow decidió criarlos por separado de la madre, con lo cual excluía la influencia que ésta ejercía como maestra y modelo. Harlow descubrió de manera casual que la separación de la madre causaba un efecto desastroso en los monos. Algunos morían. Otros se aterrorizaban, se mostraban irritables y se negaban a comer o jugar. Era evidente que necesitaban algo más que una alimentación regular para crecer y desarrollarse. Harlow y sus colegas efectuaron en seguida experimentos con madres sustitutas artificiales (Harlow y Harlow, 1962). Por cada cría había una madre sustituta de alambre con un biberón con que se le alimentaba y una madre sustituta cubierta con tela de felpa de la que no recibía alimento. A pesar de la comida obtenida de la madre de alambre, las crías mostraban una preferencia clara por la madre de felpa: pasaban más tiempo abrazados y vocalizando con ella; corrían hacia ella cuando se sentían atemorizados. Así pues, Harlow propuso que la comodidad del contacto es un factor importante del apego temprano. Sin embargo, los monos que fueron criados con madres sustitutas no se desarrollaban con normalidad. Ya adultos, rehuían a los otros o los atacaban y no realizaban una actividad sexual normal. Las investigaciones subsecuentes indican que esta privación puede compensarse con el contacto con otros monos de corta edad (Coster, 1972). Las crías que se desarrollan con madres sustitutas y luego tienen la oportunidad de jugar con otros monos aprenden una conducta social bastante normal. En conclusión, la interacción social mutuamente responsiva es indispensable para que los monos se desarrollen de modo normal; y parece lógico generalizar esta conclusión a los seres humanos. Al cabo de tres minutos, el experimentador indicaba a los padres que dejaran de comunicarse con su hijo. Les decía que siguieran observándolo, pero que pusieran una expresión facial neutra, inexpresiva. Los niños respondían con sorpresa e intentaban animarlos con sonrisas, con ruidos y actividad general, pero los padres mantenían la misma expresión. Luego de algunos minutos, la conducta de los niños empezaba a deteriorarse. Dirigían la vista a otra parte, se chupaban el pulgar y manifestaban angustia. Algunos empezaban a sollozar y a llorar; otros emitían

respuestas involuntarias como babeo e hipo. Así, aunque los padres seguían presentes y los atendían, de repente e inesperadamente resultaban inaccesibles desde el punto de vista emocional, y a los niños les resultaba difícil adaptarse al cambio. Este experimento demostró sin lugar a dudas la fuerza y la importancia de la comunicación emocional entre los cuidadores y los niños incluso de tres meses de edad. De acuerdo con Tronick (1989), esta comunicación es uno de los factores determinantes del desarrollo emocional. El niño no puede alcanzar sus metas interactivas cuando falla el sistema de comunicación recíproca y bidireccional, como, por ejemplo, cuando el cuidador primario sufre una depresión o enfermedad crónicas. El apego y la ansiedad ante los extraños y la separación Un hito en el establecimiento de las relaciones de apego es la aparición de la ansiedad ante los extraños y de la ansiedad ante la separación. Ni los pediatras ni los psicólogos trazan una distinción clara entre ambas y las designan simplemente como la ansiedad de los siete meses, porque a menudo aparecen en forma repentina a esa edad. Los niños que antes sonreían, eran afables, amistosos y receptivos con los extraños de pronto empiezan a temerles y a rechazarlos. Además, muestran una angustia extrema, así sea por un momento, al quedarse solos en un lugar extraño. Muchos no sufren una intensa ansiedad ante los extraños ni ante la separación, pero en quienes sí la padecen las reacciones se prolongan en lo que resta del...


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