El mojón con cara - SE TRATA DE UNA PAREJA QUE VIVE EN LA CIUDAD DE SANTA CRUZ DE LA SIERRA - La educación ayer, hoy y mañana PDF

Title El mojón con cara - SE TRATA DE UNA PAREJA QUE VIVE EN LA CIUDAD DE SANTA CRUZ DE LA SIERRA - La educación ayer, hoy y mañana
Author JAVIER LINARES URQUIZA
Course Ingles Tecnico Ii
Institution Universidad Autónoma Gabriel René Moreno
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Summary

SE TRATA DE UNA PAREJA QUE VIVE EN LA CIUDAD DE SANTA CRUZ DE LA SIERRA...


Description

El mojón con cara Hernando Sanabria Fernández Hasta medidados del siglo XVIII la calle hoy denominada Republiquetas era de las más apartadas y menos concurridas de vecindario que había en esta ciudad. Las viviendas edificadas sobre ambas aceras no seguían una tras de otra, sino con la breve separación de solares vacíos separados de la vía pública por cercos de cuguchi o follaje de lavaplatos. Hacia la primera cuadra y con frente a la acera norte de dicha calle, vivía por aquella época una moza en la flor de la edad, bonita, graciosa y llena de todos los atractivos. Su madre la mimaba y cuidaba más que a la niña de sus ojos, reservándola en mente para quien la mereciera por el lado de los bienes de fortuna, la buena posición y la edad del sereno juicio. Pero sucedió que la niña puso los ojos y luego el corazón en un mozo que, aparte la buena estampa y los desenvueltos ademanes, nada más tenía a la vista. Cuando la celosa mamá se hubo dado cuenta de que el fulano rondaba a su joven viviente, redobló la vigilancia sobre ésta, a extremo de no dejarla salir un paso. Pero el galán resultó tan enamorado como paciente y tan firme como tenaz en conseguir el logro de sus ansiedades amorosas. Desde por la mañana hasta por la noche, ahí se estaba en la esquina, plantado y enhiesto a la espera de que la amada asomase al corredor o siquiera a la puerta, para cambiar con ella algún tiroteo de miradas o recibir la dulce rociada de una sonrisa. Por aquellos felices tiempos del rey había en todas las esquinas recios troncos de cuchi, a ras de las aceras, para proteger las casas de los encontrones de un carretón o servir de señal para la línea de lo edificado. Se les daba corrientemente el nombre de mojones. La mamá de la chica, oscilando entre el celo y el recelo, apenas veía allí al quidam, despachaba su malhumor con esta frase: — ¡Ya está ahí ese mojón con cara! Ignorando del mote con que la presunta suegra quería burlarse de su constancia y firmeza, el enamorado, en sus largas esperas, dio en la práctica de distraerse. Con el filoso trasao que llevaba al cinto, como todos los galanes de su tiempo y condición, empezó a labrar el duro palo, con miras a darle en la parte superior la forma de una cabeza humana. Como disponía de sobrado tiempo, hizo en ello cuanto pudo. Una madrugada de esas, advirtió la mamá, con el natural sobresalto, que la niña había desaparecido de la casa. Creyendo hallarla en palique con el aborrecido, corrió a la esquina. Pero la mimosa no estaba allí, ni en la otra, ni en las demás esquinas, ni en parte alguna de la ciudad. Paloma con ansias de volar, había alzado el vuelo con el palomo, la noche anterior. Pero quedaba en la esquina el mojón con la cara que la paciente mano del galán había tallado en sus horas de amante espera. Junto con la tradición, el verdadero "mojón con cara" se conservó en la esquina de Republiquetas y Rene Moreno, hasta el año 1947. Un tractor de Obras Públicas que raspaba la calle, lo arrancó y arrojó en donde nadie pudo saber más de él. Para reponerlo el alcalde municipal de ese entonces, mandó labrar y colocar uno parecido. Es el que hoy se levanta allí, y que Dios lo guarde de Obras Públicas y de modernistas y vanguardistas.

Leyenda chiriguana del origen del hombre (Antonio Paredes Candia) I En la mitología chiriguana dos dioses gobiernan el mundo. Tumpaete, que expresa el bien y su contrapuesto: el mal, que recibe el nombre de Aguaratumpa. Los dos transcurren en constante lucha y su animadversión durará hasta el fin de los siglos. II Ocurrió en tiempo inmemorial Aguara-tumpa conocedor del celo que tenía Tumpaete por el hombre al que había creado y del que era protector, descuidando a los vigilantes provocó un incendio que destruyó los campos, quemó los pastizales y bosques de la raza chiriguana, exterminando a los animales que moraban ahí. Los chiriguano recurrieron a su Dios. Tupaete les aconsejó que trasladaran sus caseríos a las riberas del río y allí sembraran maíz. Mientras maduraran las mieses se alimentarían de los pescados. Aguara-tumpa viéndose burlado en su afán destructor, "hizo caer desde los cielos aguas torrenciales" e inundó la chiriguanía. Nuevamente el dios Tumpaete habló a sus hijos: — stá decidido que todos vosotros moriréis ahogados y para salvar la raza chiriguana buscad un mate gigante y dentro de él dejad dos niños, macho y hembra, "hijos de una misma mujer", escogidos entre los más fuertes y perfectos. Ellos serán el tronco en que florecerá la nueva raza chiriguana. Los chiriguanos obedecieron a su dios. La lluvia no cesó durante muchas lunas y el mate con los dos niños adentro siguió flotando sobre las aguas. Murieron todos, no sobrevivió ninguno. La tierra se anegó y se calmó la lluvia cuando Aguara-tumpa creyó que había desaparecido la raza chiriguana y él podía ya ser el dueño de la tierra. Se secaron los campos y los niños salieron de su escondite. III La pareja vagó mucho tiempo en busca de alimentos. Caminaban de un lado a otro y les aguijoneaba el hambre. Tumpaete nuevamente les habló: — d en busca de Cururu, el amigo benigno del hombre, que él les proporcionará el fuego para cocinar los pescados que están al alcance de vuestras manos. Los niños encontraron a Cururu, un gigantesco sapo, esperándoles en una altura. Guardaba las brasas en su boca y las mantenía vivas con su respiración. Les entregó a los niños y ellos pudieron asar los pescados, que entonces eran abundantes por las torrenciales y largas lluvias pasadas.

Cururu les contó que cuando empezaron las lluvias, por mandato de Tumpaete, él se introdujo dentro de la tierra llevando ese fuego. Gracias al fuego los niños tuvieron alimento y sobrevivieron. IV "Los dos hermanos fueron creciendo en años hasta que tuvieron la edad competente para proliferarse". De esa pareja nuevamente se multiplicaron los chiriguanos y formaron un pueblo robusto, bello y perfecto.

Leyenda de la laguna de Chorechoré La Laguna de Chorechoré con sus aguas azulosas, en cuyo cristal roto por crespo y menudo oleaje, se ven las sombras de los grandes árboles. La laguna también tiene en sus riberas casitas enjalbegadas, techadas con hojas de palmeras, casitas donde viven gentes hospitalarias, mozas bellas, coros alegres de viejos, mozos y niños en las tardecitas. Dizque antaño en los aledaños a la laguna hubo un villorrio. El casal parecía ampararse a la sombra de su iglesia con varias ventanas que daban luz a su única nave, sobre la puerta cerrada con grandes clavos se alzaba la espadaña sostén de dos campanarios y como remate al conjunto, una cruz de hierro amparando la veleta. Arrimándose al templo, mostraba su fábrica añosa la casa parroquial. En ella vivía un anciano sacerdote, buen pastor de almas, que era servido por un sacristán y varias fámulas. Una tarde, mientras el sol se iba y en la fronda de los huertos poblados se escuchaba el orquestal de los pájaros, el cura rezaba trabajosamente vísperas completas, llamaron a una de las puertas con los nudillos. El sacristán corrió a ver quién era. La noche había cerrado. Sólo pudo ver, confusamente, hasta tres bultos, uno de ellos asomaba el busto por sobre la media puerta abierta, cosa que es posible en el oriente boliviano dada la costumbre que se tiene de construirlas de tal manera, que puedan abrirse hasta la mitad. El que asomaba preguntó al sacristán si podía visitar al párroco y que en esto había prisa. El sacristán luego de escuchar el pedido, se fue a la habitación de su señor alumbrándose con una mala bujía que parecía llorar sobre la arandela de la palmatoria, para decir con embarazo: — Parecen buena gente... Preguntan por el señor párroco. — ¿Ha dicho para qué me necesitan? — No... Pero dicen que es cosa de no perder el tiempo. — Entonces, diles que entren. — Allá voy. Pero espero no vayan a criticar la casa, al parecer son gente platuda. Los tres hombres que no eran personas conocidas del cura, ni del sacristán, que los miraba de hito, en hito, unos tras otros, con voces pausadas y muy buenos comedimientos, dijeron que venían a llevarse al párroco, pues debía hacerles la merced de confesar a un moribundo. Los tres parecían taciturnos, tal dejaban entender por su compostura y rostros embozados. El sacerdote accedióles al punto y ordenó a sus paniaguados que prepararan todo lo acostumbrado en parecidas ocasiones y como dijeron los tres hombres que el lugar estaba muy distante, los alistamientos ocuparon a los criados hasta bien avanzada la noche. Salieron casi a la medianoche, los cuatro caminaban recio, casi sin decirse palabra alguna; más de pronto, sin preámbulo, bajadas las capas que les cubrieran los rostros, con ademán resuelto, seguramente realizando un plan preconcebido los tres hombres rodearon al sacerdote. — Pie a tierra señor párroco. — ¿Cuál el motivo? -inquirió el cura— Que le debemos vendar los ojos.

No podemos detenernos en cosas que podemos suponer la sorpresa del eclesiástico y el misterio que los acontecimientos iban tomando. — Es inútil señor cura - díjole el más comunicativo- Es inútil que se resista, somos tres contra uno. Está usted vencido desde luego. Si pide socorro... tiempo derrochado. Así es que, cállese. Que yo respondo de todo. — ¿Quién es usted para asegurarme tal cosa y yo creerle como un necio? — Calma señor. Es mejor que se deje vendar. El que sostenía el diálogo hizo a los otros dos, una señal imperativa. Los dos obedecieron al punto, a poco cruzaban los del grupo por un paraje húmedo y angosto, las vueltas se sucedían en el vasto dédalo por el que tranqueaban. La ruta proseguía siempre en curvas y rectas, por ella caminaron buen tiempo. Al fin, después de un rápido codo, los que guiaban al sacerdote hicieron alto. Dieron una contraseña los tres hombres y al punto crujieron los goznes de un portal. Dieron unos pasos más. Súbitamente desvendaron al eclesiástico. Al principio no pudo ver nada por la brusca transición entre la lobreguez a que le habían forzado sus guías y la profunda iluminación del sitio donde se hallaba. Transcurrieron unos instantes. Luego pudo ver que se encontraba en un paraje de encantamiento. Era un salón enorme. Se veían unas veces bóvedas de nervios del califato, siglos VIII al XI, cúpulas, claroboyas, lacerías, mocárabes, policromos, en fin, todo lo granadino de los siglos XIV y XV grabados en arquitrabes que maravillaban. Gigantescas piedras preciosas labradas en forma de astros y lámparas iluminaban el recinto con luz fascinante. En las paredes hornacinas con ánforas arábigas, panoplias sostén de cimitarras, alfanjes, puñales, lanzas, oriflamas, toda una belleza sobrenatural. Al centro del salón se miraba una fuente de agua perfumada bajo el penacho de cristal del surtidor. Donosa-mente dispuestos, divanes amplios con miradas de blandos almohadones, arrimados a mesas enanas de forma estrellada, sobre las que se veían entre otros objetos graciosas marguilés y, pebeteros que erguían sus tenues y móviles nubecillas. Continua a tan esotérica belleza, había otra habitación ricamente decorada y amoblada, sólo que de otro estilo. Una gran chimenea en mármol blanco con venas azules ocupaba casi un paño de pared. Ardía un grueso leño en el hogar. Sobre la mesilla, acompañado de dos girándulas de oro, veíase un reloj que con su única manecilla marcaba una frase: Eternidad. Sostenían la esfera dos estatuillas que representaban el Amor y la Muerte. El amor sostenía otras esculturas: la vida, la patria y la madre... Por otro la otra estatuilla de la muerte apretaba en sus brazos un pecho de mujer que exprimía en la boca exangüe de la lujuria. La madre por su lado sin hijos unido todavía por el cordón umbilical acunaba un ser deforme, el dolor, cabezudo con un solo ojo de mirar colérico, con los dientes apretados en un rictus de impotencia y adheridos a sus encías, ya sin labios para maldecir, unos gusanos verdosos que parecían vivir una lenta existencia. El sacerdote apartó la vista de aquel reloj alucinador. Por algunos instantes deleitóse en la contemplación de tanta hermosura que habían reunido los dueños de aquel palacio subterráneo. Sacóle de su ensimismamiento la voz de uno de los misteriosos personajes. — Perdone... Escuche mi petición, le ruego atenderla bondadoso... — ¿Dónde está el que debo confesar, que luego deseo tomar retorno a Villadiego, afirmó el discípulo de Cristo. — Aquí tienes la criatura -le respondió otro de los tres hombres- ¡Bautísela!... — ¿Cómo? ¿Bautismo en lugar de confesión? ¿Es que se ha burlado de mí?

— No señor párroco... No lo hemos podido hacer de otro modo... Póngase en nuestro caso... Mire el pequeño... Ya es mayorcito... Los tres individuos que habían traído al eclesiástico, tuvieron que sostenerle, pues, fue presa de un sopor. No era una criatura lo que le presentaron, yacente en gran fuente de plata, sino un ser rarísimo; su cuerpo roñoso tenía el grandor de un infante y estaba envuelto en finísimas holandas, su cabeza era descomunal con la faz barbuda, aguzados y desiguales los dientes, ojillos rojos de alcohólico, casi cubiertos por cejas cenicientas y enmarañadas. El fenómeno dijo al cura con voz acariciadora: — Hijo mío, por lo que más quieras, bautísame todo lo que vez será tuyo y sabrá lo que la humanidad conoce y hasta lo que supieron los clanes remotos. Yo sé los secretos del Arte... — ¡No! Demonio lo que seas... Mi religión me prohíbe hacer descender la gracia del sacramento sobre seres como tú... — Si soy bautizado me iré de esta región. No agitaré las aguas tranquilas de la laguna de Chorechoré en los días de temporal. No habrán malas cosechas. Todo lo que te he ofrecido será tuyo. Acepta ¿Qué te cuesta? — ¡No! ¡Jamás!... — Bien, testarudo. ¡Vete! Y ustedes -dijo volviendo la cabeza hacia los tres hombres- le recompensarán con un montón de mazorcas de maíz. Supongo que no se negará a tomar tal pequeñez como retribución a su viaje... El párroco agradeció. Le vendaron como antes y lo llevaron por el mismo recorrido, sin embargo apenas traspusieron el lugar, los tres hombres desaparecieron súbitamente. A pesar de la oscuridad, el fraile tuvo modos de retornar a la casa parroquial en la que inmediatamente sin darse al sueño ni tomar algún alimento para reparar sus fuerzas menguadas por tanto trajín, se ocupó hasta el amanecer de redactar una relación de cuanto había visto, oído y sobrellevado en toda aquella memorable noche. Carta que fue dirigida al virtuoso obispo de Santa Cruz de la Sierra. A tempranas horas de la mañana sorprendió el sacristán al sacerdote aún en su sillón frailero, al poco rato entró al cuarto una de las criadas y solicitó comedida, que le fueran dadas las escudillas y las mazorcas de maíz para las aves de corral. El cura indicóle se proveyera de las mazorcas que presumiblemente hallaría en sus alforjas, aquellas, que obsequió el esotérico habitante del palacio visitado. Obedeció la mujer sacó algunas que brillaban doradas a la luz y al pulsearlas las sintió muy pesadas. El cura, el sacristán y la sirvienta, al verlas de oro macizo saltaron de júbilo tanto que todas las gentes que habitaban la casa y hasta las vecinas, acudieron a presenciar el extraordinario suceso. Y de todo esto, años van y años vienen. Hoy ya no existe el casal del Chorechoré, es apenas un confuso recuerdo. Cuentan todavía los viejos, que hasta ahora, cuando se desatan hórridas tormentas, la laguna arroja a sus riberas objetos de oro y plata, se escucha rumor de voces y toque de campanas.

La viudita Germán Coimbra Sanz Hay jóvenes que al pasar los veinte años se sienten dueños del mundo y de nada les sirven los consejos. Es así que mientras el cuerpo aguanta le dan como si fuera ajeno. Un muchacho de esta laya era Victorino Suárez gran amigo de la juerga, de la fortuna y de las mujeres. Cierta noche, después de haber bebido hasta altas horas de la noche, luego de despedirse de sus amigos, muy alegre se dirigía a su casa por las calles desiertas de esas horas alumbradas sólo de trecho en trecho por las últimas velas de los faroles públicos cuando de improviso se le presentó una mujer toda vestida de negro. En la casi completa oscuridad se podía vislumbrar las formas femeninas de la mujer, formas que despertaron el machismo de Victorino, quien se dirigió a la presencia de la aparecida saludándola y dignándose acompañarla a su casa. Pero la mujer permanecía callada hecho que motivó al hombre atreverse a abrazarla, pero ni bien hubo realizado el intento, sintió que este cuerpo femenino emitía sonidos como chalas de maíz aplastados. Tal fue la reacción del hombre que salió corriendo como alma que lleva el diablo, sin saber cómo llegó a su casa instante en que se le vino una profusa hemorragia nasal y fuertes escalofríos. Nadie quiso creerle lo que vio y sintió, pero desde ese día Victorino no volvió a salir de parranda y si alguna vez se desvelaba buscaba quien lo acompañase hasta la puerta de su casa, que era dos cuadras antes de llegar a San Francisco. Cuenta el vulgo que la viudita se presenta a altas horas de la noche especialmente en proximidades de los templos que tienen galerías oscuras. También en las calles solitarias y sin luz. Este personaje de leyenda de la vida colonial de Santa Cruz de la Sierra, hoy está poco menos que olvidado. La viudita era el fantasma femenino, nadie le podía tocar sin recibir la impresión helada de la muerte. Vagaba con la luna y tenía lo inconfeso de los amores frustrados.

El guajojó Hernando Sanabria Fernández En lo prieto de la selva y cuando la noche ha cerrado del todo, suele oírse de repente un sonido de larga como ondulante inflexión, agudo, vibrante, estremecedor. Se diría un llanto, o más bien un gemido prolongado que eleva el tono y la intensidad y se va apagando lentamente como se apaga la vibración de una cuerda. Oírle empavorece y sobrecoge el ánimo, predisponiendo al ondular de lúgubres pensamientos y al discurrir de ideas taciturnas. Se dice que han habido personas que quedaron con la razón en mengua y punto menos que extraviadas. Se sabe que quien emite ese canto es un ave solitaria a la que nombran de guajojó por supuestos motivos de onomatopeya. Son pocos los que la han visto, y esos pocos no aciertan a dar razones de cómo es y en dónde anida. Refieren, eso sí, la leyenda que corre acerca de ella y data de tiempos antañones. Era una joven india tan bella como graciosa, hija del cacique de cierta tribu que moraba en un claro de la selva. Amaba y era amada de un mozo de la misma tribu, apuesto y valiente, pero acaso más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero. Al enterarse de aquellos amores el viejo cacique, que era a la vez consumado hechicero, no hallando al mozo merecedor de su hija, resolvió acabar con el romance del modo más fácil y expedito. Llamó al amante y valido de sus artes mágicas le condujo a la espesura, en donde le dio alevosa muerte. Tras de experimentar la prolongada ausencia del amante, la indiecita cayó en las sospechas y fue en su búsqueda selva adentro. Al volver a casa con la dolorosa evidencia, increpó al padre entre sollozo y sollozo, amenazándole con dar aviso a la gente del crimen cometido. El viejo hechicero, la transformó al instante en ave nocturna, para que nadie supiera lo ocurrido. Pero la voz de la infortunada paso a la garganta del ave, y a través de ésta siguió en el inacabable lamento por la muerte del amado. Tal es lo que refieren los comarcanos sobre el origen del guajojó y su febril canto en las noches selváticas....


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