Sorlin Pierre - Sociologia del cine[1] PDF

Title Sorlin Pierre - Sociologia del cine[1]
Author Luis Angel
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SECCIÓN DE OBRAS DE SOCIOLOGÍA SOCIOLOGÍA DEL CINE PIERRE SORLIN SOCIOLOGÍA DEL CINE La apertura para la historia de mañana Traducción 4e JUAN JOSÉ U T R ' I I A F O N D O DE C U L T U R A E C O N Ó M I C A MÉXICO Primera edición en francés, 1977 Primera edición en español, 1985 Título original...


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SECCIÓN DE OBRAS DE SOCIOLOGÍA

SOCIOLOGÍA DEL CINE

PIERRE SORLIN

SOCIOLOGÍA DEL CINE La apertura para la historia de mañana Traducción 4e JUAN JOSÉ U T R ' I I A

F O N D O DE C U L T U R A E C O N Ó M I C A MÉXICO

Primera edición en francés, 1977 Primera edición en español, 1985

Título original: Sociologie du cinema. Ouverture pour l'histoire de demain 6 1977, Éditions Aubier-Montaigne, París ISBN 2-7007-0073-2

D.

R-

i

1985.

FONDO DE O ' I . T I R A

ECONÓMICA, S. A. DE C.

Av. de la rniversidad, 975; 03100 México, D. F.

ISBN 968-16-1839-4 Impreso en México

V.

ADVERTENCIA EL HISTORIADOR del siglo xx atraviesa necesariamente, en una de sus búsquedas, por el cine y la televisión. Los obstáculos prácticos no lo arredran largo tiempo: compañías productoras, cinematecas y cadenas de televisión han editado sus catálogos, y excelentes repertorios le permiten encontrar las películas o las emisiones que necesite. La inquietud nace con la llegada del material, cuando el historiador se pregunta cómo empezará, qué uso dará a sus películas, de qué manera las analizará, en qué medida será afectada su práctica por recurrir sistemáticamente a la imagen. Reflexionando, como tantos otros, en ese problema, desde 1970 he tratado de definir las condiciones de un enfoque histórico del material audiovisual, cuyos primeros resultados deseo presentar. Centrado en la problemática y los métodos, este libro es necesariamente austero; se trata de la apertura a un dominio muy poco explorado y aun cuando parte de un caso concreto —el del cine italiano—, la obra tiende más a dar una visión general que a estudiar un sector particular de la producción fílmica. El deslinde de un territorio nuevo, operación siempre delicada, en el caso del cine se complica más por tres dificultades suplementarias. En primer lugar, los historiadores son los últimos en llegar; antes que ellos, otros han delimitado el terreno, organizado un conjunto de señales (técnicas, vocabulario, conceptos) que hay que aceptar, puesto que ya es utilizado por la mayoría de aquellos a quienes interesa el cine; los historiadores no pueden ni ignorar lo que ha precedido a su intervención, ni contentarse con tomar al azar algunos términos aparentemente cultos de los semióticos o de los sociólogos, y se ven obligados a tener en cuenta las exploraciones anteriores. En segundo lugar, el terreno oculta una mina de oro; mientras que los documentos conservados en los archivos o las bibliotecas no han hecho rico, sin duda, a nadie, la película y la banda magnética sí son asombrosas fuentes de lucro; la puesta en evidencia de las condiciones de producción, que no es absolutamente necesaria con los documentos escritos, se vuelve indispensable cuando se trata de examinar lo audiovisual. Por último, cine y televisión conjugan distintas maneras de expresión (imagen, movimiento, sonido, palabra), mientras que los historiadores no han aprendido nunca a "domesticar" más que los textos; el estudio de lo audiovisual supone una verdadera reconversión, que comienza con la aceptación del hecho de que las combinaciones imagen-sonido producen, a menudo, impresiones intraduci7

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ADVERTENCIA

bles en palabras y en frases, y prosigue con el aprendizaje de otras reglas de análisis y de exposición. Tres series de preguntas han determinado la separación del libro en tres partes. La primera establece el balance de los resultados adquiridos por otras disciplinas, y trata de precisar los dominios en que el cine tiene oportunidad de ser útil al historiador. La segunda podría intitularse "cuadro económico y social"; se trata allí de los que fabrican, de los que consumen y de la influencia que el mercado ejerce sobre la realización de los objetos audiovisuales. Abordando el análisis Mímico, la tercera parte corre el riesgo de desconcertar a ciertos lectores, tanto por su aspecto técnico cuanto por su carácter hipotético; sin embargo, no me parece que sea posible eludir ciertos problemas precisos planteados por la lectura de un filme en particular, y menos aún de una serie de filmes; el camino que propongo es difícil, sin duda, pero de los debates sobre estos capítulos tenemos el derecho de esperar el mayor provecho para la definición de un enfoque y un modo de análisis adaptados a lo que es específico en los mensajes filmicos. No hablo aquí más que de cine, que ofrece un terreno de experimentación reducido, relativamente fácil de delimitar, y menos marcado que la televisión por el peso aplastante de los Estados Unidos. El desarrollo de la información televisada abrirá ulteriormente muchas otras vías, comenzando por la que nos conducirá a transcribir en emisiones audiovisuales los resultados obtenidos por las investigaciones históricas. Pero tal será la etapa siguiente y el objeto de otra investigación, que ya no se limitará tan sólo a la sociología del cine.

Primera Parte ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO?

I. ¿POR QUÉ EL CINE? A LO LARGOide la pared, la cola de personas se alarga poco a poco. Estamos allí treinta, cincuenta, ajenos a los transeúntes, vueltos hacia el cine, unidos durante algunos minutos por lo único que nos es común, la espera de un mismo filme, y dispuestos a hablar —durante tan poco tiempo— de ese vínculo provisional. En las breves observaciones que circulan aparece la trama de una red de correspondencias, de interacciones, de influencias apoyadas por ese pretexto que constituye la proyección. Hemos venido a ver la película porque se habla de ella, porque hay que haberla visto, porque allí aparece fulano o zutano, porque necesitamos verificar —contradecir—, discutir los juicios que ya corren, porque allí encontraremos un tema de conversación, porque estamos hartos de ser de los que no pueden hablar de ella. La película es cuadriculada de antemano, recubierta de opiniones previas y futuras. Asistir —no asistir— a una función: esa elección es superior al objeto que se trata de ver; revela intereses, una actitud, relaciones con el medio que no se resumen en el acto —tan sencillo— de comprar una entrada y de sentarse; sin embargo, precisamente a partir de este objeto se tienden otras redes, se constituyen relaciones nuevas. Ir al cine es, indisociablemente, cumplir con un rito social e integrarse al conjunto de los testigos de un espectáculo particular. Por lo demás, el cine llega a demasiadas personas, ocupa muy pocas horas en una semana para que se le atribuya una gran influencia. Es en torno a la televisión donde se manifiestan con mayor claridad las interferencias entre el espectáculo, los espectadores y la globalidad del medio social en que tal espectáculo se prepara, se emite, se recibe. No hay quien no haya hecho la sencilla experiencia que consiste en entrar en un lugar público al día siguiente de una emisión muy difundida, y observar las líneas de intercambio, los circuitos de palabra desatados en torno a este polo común. El observador distingue pronto a los que han mirado y a los que no han querido ver, a los que han entrado en el juego y a los que se han mantenido reservados; pero quisiera saber más: ¿qué silencios ha permitido romper la evocación del espectáculo? ¿Qué otras cuestiones ha apartado? ¿Qué puntos han sido captados por todos? ¿Qué matices han permitido a una minoría imponer su juicio,, y por tanto su autoridad, a todo el grupo? Y, aún más allá, ¿qué quedará de la emisión? ¿Qué tejido de conocimientos, de ideas, de prejuicios, se formará a lo largo de un año, de muchos años de 11

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asiduidad televisual, de discusiones en torno a los programas, de reconstitución, a partir del espectáculo, de los sistemas de exclusión, de inclusión, de aceptación, de guia, propios de cada grupo o de la totalidad de los grupos sociales? Esbocemos una comparación, mala como lo son siempre los paralelos, pero que precisa la manera en que se podría plantear el problema. En la mayor parte de las naciones europeas, la instauración de la escuela obligatoria ha revestido enorme importancia; la mayoría de los niños han visto cómo se les imponía una disciplina idéntica, han aprendido en los mismos textos, han integrado referencias, modos y explicaciones similares. Toda forma de comunicación, a cualquier nivel que intervenga, presupone la existencia de una reserva de ideas y de imágenes de que se sirven los locutores. La escuela del siglo xix ha aportado esa barrera mínima, ha creado (a expensas, sin duda, de los particularismos, pero no es éste el punto que nos detiene) el abasto indispensable para que se produzcan los intercambios. En otro sentido y en escala indudablemente distinta, la televisión crea hábitos (un país entero inmovilizado ante las pantallas), impone modelos a un gran público, pretextos u ocasiones de hablar. ¿Qué se observa, qué se ve realmente? ¿Qué se retiene y qué se deja pasar? ¿De qué se discute y cómo se comentan, a partir del espectáculo recibido por todos, los conflictos o las brechas sociales? ¿Qué palabras, qué clichés, aprendidos de la televisión, constituyen el material a partir del cual las clases sociales van a definirse y a fijar sus oposiciones? Entre los que observan las sociedades contemporáneas y su porvenir, nadie puede evitar estas preguntas. Un solo ejemplo bastará para medir su importancia. En un país capitalista, ninguna política puede desconocer los cálculos ni las elecciones de los agentes económicos, que son las empresas y las familias; ahora bien, las actitudes de los unos y de las otras, pero sobre todo de las familias, dependen estrechamente del concepto que se han formado del estado del mercado y de sus mecanismos. Desde hace largo tiempo se ha tratado de evaluar la repercusión de tal o cual variación coyuntural, precisamente mensurable, sobre la conducta de los agentes, pero esta investigación ha resultado gravemente insuficiente: habría que medir el peso de la información cotidiana, de la presentación de los datos comerciales, de las imágenes de la vida económica, ver cómo esos informes integran las familias a un sistema de intercambios, inducen el conjunto de sus reacciones. Sin embargo, no disponemos de ningún método sólido y comprobado para llevar a buen término las investigaciones de este tipo. Espectadores nosotros mismos, que hemos crecido, cualquiera que sea nuestra edad, con

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la pantalla grande y la pequeña, rara vez somos capaces de definir la parte que corresponde al cine o a la televisión en la constitución de nuestro bagaje intelectual, o en nuestras relaciones con el exterior. Con mayor razón aún, nos vemos desarmados cuando hay que extender las investigaciones a una colectividad. Se nos han propuesto hipótesis brillantes sobre el paso de una civilización de la escritura a una constelación de lo audiovisual y sobre los trastornos familiares, escolares, políticos, culturales, introducidos por la pantalla pequeña. Casi no se necesita tiempo para percibir que tales construcciones reposan sobre muy pocos datos observables y apelan antes a generalidades que a análisis concretos. Sabemos lo que ocurre en las pantallas, pero nos cuesta trabajo precisar lo que se percibe, lo que se convierte en medio de intercambio o de enfrentamiento. El ensayo que presento lleva la marca de esas incertidumbres. El trabajo que ahora habría que emprender sería una encuesta efectuada por un vasto equipo, sobre el lugar de los medios audiovisuales en la vida social del siglo xx. Para definir los objetivos, para cerner y comenzar a poner en acción las técnicas de investigación, en una palabra, para intentar un primer ensayo, conviene descubrir un campo menos vasto. Y este campo parece ser el cine; en él, la producción es restringida, limitado el público. La diferencia de escala es considerable: el cine se dirige a una minoría y conoce fuertes variaciones de público, según las regiones o los medios; la televisión llega a un número enorme de espectadores y ejerce su influencia casi sin discontinuidad. Por tanto, no sería serio considerar al cine como un modelo reducido de la televisión; para pasar de un dominio al otro se necesitaría más que una simple adaptación; pero tocamos aquí otra etapa de la investigación que sólo podrá venir después de una critica del paso dado y de los resultados obtenidos a partir de la pantalla grande. La televisión sigue siendo un horizonte lejano, y este volumen no abordará más que los problemas del cine. Siendo historiador, escribo para historiadores un libro que, pese a su presentación insólita, pretende ser una obra histórica. Esta advertencia ha de poner en guardia al lector: no pretendo ofrecer el esbozo de un método de análisis a todos los que se interesan por lo audiovisual; por lo demás, se necesitaría una competencia multidimensional que sólo podría poseer un grupo de investigadores. Mi objetivo es estrecho —de tal manera estrecho que considero indispensable fijar sus límites—, y de allí esta larga introducción que pretende plantear algunas preguntas a veces un poco olvidadas. ¿De qué se habla al llamar histórica a una obra como ésta? Llamaré his-

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toria a la evolución de las relaciones que las formaciones sociales mantienen con el medio natural y con las demás formaciones sociales. La definición de los parámetros aquí invocados —medio natural y formaciones sociales— es cuestión de opción política; pero, en todo caso, un dato se escapa de las consideraciones teóricas: se trata del tiempo, cuya naturaleza nos es desconocida: mientras que llegamos a aclarar las modalidades de transformación de las sociedades, el hecho mismo de la duración sigue siendo incomprensible para nosotros. Ciertos grupos humanos, entre ellos aquél en que vivimos hoy, han tratado de computar el tiempo, para después adueñarse de él. La historia —y por ella entiendo la historiografía, la puesta de la historia en forma literaria— ha nacido de este esfuerzo: estudiando, como otras "ciencias humanas", el devenir de las formaciones sociales, lo somete al molde de la cronología. El discurso histórico se organiza en función de lo que los matemáticos llamarían una relación de orden, transitiva y antisimétrica, es decir que lo que es antiguo siempre es percibido como causa (posible) de lo que es reciente, mientras que lo contrario parece imposible. Ni aun hoy podría exagerarse la parte del tiempo medida en el trabajo histórico; por muy audaces que sean los que escriben la historia, cuentan en siglos, en decenios, en periodos; todo estudio se inserta en un cuadro, se inscribe en una "tajada" de duración, y se fijan, hasta implícitamente, un origen y un término, fuente y meta, alfa y omega entre los cuales se "desarrollan" los acontecimientos. En su forma clásica, siempre viva, aun si hoy se la cubre de datos cifrables tratados por series, la historia es un relato cuyas reglas nos parecen bastante próximas de las del discurso común. Ya se trate de un accidente o de una competencia deportiva, de una crisis social o de un conflicto político, siempre se encuentra el mismo tipo de presentación: las circunstancias elegidas se aislan, se limitan, al principio, con un impulso inicial, se retoman siguiendo la alineación cronológica de las jornadas o de las horas. Veremos que la gran mayoría de las películas se pliega a una construcción idéntica. Así la historia, arbitraria en sus reglas, como toda disciplina que favorece ciertos aspectos de la actividad social, utiliza para su construcción y su difusión las reglas de la expresión corriente. Acaso sea esto lo que explique su paradójica situación en mitad de las ciencias humanas: aferrada a una transitividad que las otras ciencias han abandonado, parece caduca, parece ahogada en sus tradiciones, incapaz de definir sus conceptos de base o de formalizar sus resultados, hasta el punto de que algunos no vacilan en condenarla; al mismo tiempo, es objeto de una creciente demanda de parte del público no especializado que aún la encuentra accesi-

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ble. La historia morirá, sin duda, pero su supervivencia es probable mientras el relato siga siendo una forma admitida (¿preponderante?) de la comunicación. La medida de tiempo más sencilla es la datación. Durante largo tiempo, la historia no ha sido más que un esfuerzo por restablecer los datos correctos, por revelar las anterioridades y proponer encadenamientos auténticos. El encuentro con sociedades indiferentes a la noción de continuidad lineal, la presión ejercida por otros tipos de investigaciones han conducido a los historiadores a reconocer en la cronología un instrumento útil para calibrar los efectos de superficie, pero demasiado rígido para capt.ar las permanencias o los movimientos profundos que regulan la evolución de los grupos sociales. Si la duración sigue siendo el elemento fundamental al que se remite el trabajo histórico, se trata de una duración diversificada, de una articulación de "tiempos heterogéneos", tiempo individual expresado en meses o en estaciones, tiempo de la producción mensurable según la organización de los intercambios y la rapidez de circulación de los bienes, tiempo propio de las clases sociales, evaluado según la alternación de periodos de ofensiva y de momentos de retroceso. La duración ha perdido su valor de escala abstracta, se desarrolla y se fragmenta según las prácticas de los grupos considerados. Actor, él mismo, en la historia de su época, que tiene del tiempo el uso propio al medio en que evoluciona, el historiador se pone en busca de las formas de duración copresentes durante otra época o, en la misma época, en un círculo ajeno al suyo.

MENTALIDADES, IDEOLOGÍA: ENSAYO DE DEFINICIONES

Para suorayar la importancia que atribuyen a estos puntos de vista diferentes, para relativizar el tiempo según la posición del grupo en cuestión, los historiadores recurren a términos nuevos: "visión del mundo", "mentalidades", "representación". La elección de esas expresiones marca un esfuerzo de renovación, pero a menudo oculta una gran incertidumbre. Si es inútil proponer definiciones universales para cada uno de los conceptos retenidos, al menos habría que precisar el sentido que se les da en una investigación particular. Considero indispensable indicar el empleo que haré de ellos en este trabajo. He descartado "visión del mundo", ya antigua, inútilmente planetaria (¿para qué hablar del "mundo"?), y utilizada con demasiada frecuencia. Por lo que concierne a las mentalidades, al principio se puede retener la aceptación común, que tiene por inconveniente mayor el ser casi exclusivamente una enumeración. "Mentalidad" designa, para empezar, un

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material conceptual, un conjunto de palabras, de expresiones, de referencias, de instrumentos intelectuales (se habla a veces de "bagaje mental") comunes a un grupo; se trata, en seguida, de las nociones que permiten delimitar los conjuntos sociales, del más próximo al más lejano, situarlos, considerar sus relaciones; por último, hay que incluir allí los mecanismos de intercambio, de transmisión y de transformación propios de la unidad social considerada. En resumen, se ordenarían en las mentalidades los instrumentos de intercambio que no son estrictamente materiales (aun cuando la distinción a veces sea difícil), la definición del espacio social y las reglas de traslación en el interior de este espacio. La naturaleza de las "representaciones" es menos clara aún: algunos designan con ese término lo que otros llaman mentalidad; así se podría —y ésta es la solución en que yo me detengo— no ver allí más que un aspecto de las mentalidades, aspecto a menudo descuidado, por difícil de precisar, y sin embargo esencial, y que concierne a las "imágenes", la parte exclusivamente visual de las mentalidades; a las palabras, a las expresiones, a los útiles, se añadirían así las figuras y se descubriría, sin duda, que ocupan un lugar fundamental en las mentalidades. El cine nos obligará frecuentemente a regresar a este problema. ' Aun con la explicación burda que hemos propuesto para "mentalidades", inmediatame...


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