EL Gobierno Largo Liberal (1885-1890) PDF

Title EL Gobierno Largo Liberal (1885-1890)
Course Historia contemporánea de España I
Institution Universidad de Cantabria
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Apuntes de contemporanea de españa i....


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EL GOBIERNO LARGO LIBERAL, 1885-1890.

Tras la muerte de Alfonso XII se da inicio al período más fecundo de la Restauración, al momento en que el “gobierno largo” de Sagasta lleva a cabo un conjunto de reformas que configuran de un modo definitivo el perfil social y político de la Restauración como época histórica. Sagasta había aprovechado el paréntesis del gobierno de Cánovas para consolidar su liderato en el partido, atrayéndose a las figuras más representativas de la Izquierda Dinástica llevando a cabo una refundación del Partido Liberal con la incorporación de hombres como Moret y Montero Ríos, tras acordar con ellos un conjunto de medidas que debían ser abordadas por el próximo gobierno liberal. En ese acuerdo de junio de 1885, conocido como ley de garantías, se acordaba la aceptación definitiva de la Constitución de 1876, y la soberanía compartida entre rey y cortes, pero al mismo tiempo se adquiría el compromiso de introducir los principios básicos de la Constitución de 1869 en la política liberal desde el gobierno. Se trataba de una transacción entre la Restauración y sus principios, con las premisas centrales de la Constitución de 1869, pero aplicadas desde la legalidad de la de 1876 como base de convivencia

y fundamento de poder (Aguiar de Duque y Sánchez

Saudinós, 2000). El fortalecimiento del Partido Liberal coincidió, sin embargo, con un primer problema en el Partido Conservador donde Romero Robledo, enfrentado a Francisco Silvela, se apartó del liderazgo de Cánovas para formar su propia fuerza política, el Partido Liberal-Reformista, un intento transitorio por el que un sector del conservadurismo y los restos de la Izquierda Dinástica bajo la dirección de López Domínguez trataron de abrir un espacio intermedio entre los dos partidos del sistema. La incorporación del sector liberaldemocrático iba a proporcionar al Partido Liberal una fuerza considerable, conformando un gobierno con la presencia de Alonso Martínez y Gamazo, representantes de la derecha liberal, con fieles a Sagasta como Venancio González y los recién incorporados Moret y Montero Ríos. Con una mayoría sólida tras las elecciones de abril de 1886 el partido estuvo en condiciones de abordar un amplio conjunto de reformas que marcaban la superación, al menos en el orden legal, de gran parte de las conquistas del Sexenio Democrático, ahora incorporados a la monarquía restaurada en un sentido más moderado. El programa de Gobierno que expuso Sagasta acometía reformas electorales, con la aprobación del sufragio universal,

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responsabilidad de las autoridades gubernativas ante el poder judicial, establecimiento de juicio por jurados, la ley reguladora del derecho de Asociación, reforma del Ejército, del Código de Comercio, Código Civil, liquidación de los restos del sistema esclavista en Cuba, y un conjunto de medidas destinadas a mejora la administración, la reorganización de Fomento,

y otras acciones de carácter secundario. Hubo de

enfrentarse también a la sublevación republicana del brigadier Villacampa, la última intentona militar del republicanismo histórico, de considerables consecuencias en el interior

del

republicanismo,

ya

que

motivó

la

definitiva

separación

del

krausoinsitucionismo, abocado de un modo definitivo hacia la lucha electoral y la acción parlamentaria. La aprobación de la Ley de Asociaciones en junio de 1887 representaba un paso importante en el derecho de Asociación, suponía la legalización de la acción colectiva a través de formas organizadas y significaba libertad de acción para las organizaciones obreras, un elemento fundamental en la consolidación de un movimiento obrero que en los años siguientes experimentó transformaciones significativas.

Debatido en el

Parlamento desde finales de febrero, elaborado y definido por una Comisión de la que formaban parte Calvo Muñóz, Mellado, Ferreras y Santa María de Paredes, bajo la presidencia de Garijo Lara, la ley regulaba el derecho de Asociación “para los fines de la vida humana” que reconocía la Constitución en su artículo 13. El texto aprobado era un reflejo de la fe iusnaturalista de los liberales en contraste con el espíritu ecléctico del doctrinarismo conservador, mucho más inclinado hacia la imposición de medidas preventivas. La Ley de Asociaciones por la que se reconocía la libertad sindical, entre otras libertades de asociación, fue considerada desde los primeros momentos como una ley progresista, innovadora y democrática, tanto por los defensores liberales como por sus antagonistas conservadores. Para la oposición conservadora, además de la distancia ideológica que los separaba, la aprobación de la ley era prematura y aunque reconocían la necesidad de regular el derecho de Asociación, justificaban políticamente el aplazamiento por la necesidad de aprobar previamente una reforma del Código Penal. Para la oposición republicana el proyecto presentaba limitaciones graves, sobre todo por el carácter restrictivo de algunos de sus artículos. Las intervenciones de Azcárate, Labra y Pedregal indicaban, sin embargo, que las distancias con los liberales no eran grandes, pero en ellos se reflejaban los distintos horizontes que impulsaban a aquellos que se movían en el espíritu del 68 y quienes no mostraban ningún problema en acomodarse a la de 1876. Uno de los elementos de la prevención de los 2

conservadores ante la ley era el temor a que impulsase a la Internacional. El mismo temor tuvieron los liberales pero confiaban en que la Ley fuera un instrumento verdaderamente regulador en todo lo referente a la intervención de la Administración en las Asociaciones. La Ley de Asociaciones que era sustancialmente liberal, fue considerada por los especialistas europeos como una ley innovadora, como un ejemplo a imitar, una conquista del derecho moderno por la que se reconocía legalmente lo que era una consecuencia de la libertad de trabajo. A pesar de las críticas a que fue sometida en diversos momentos por lo dificultoso de su desarrollo normativo, la Ley de Asociaciones fue el espaldarazo para la formación de organizaciones sindicales, como la Unión General de Trabajadores que se constituyó poco después y sin el marco de amparo legal que proporcionaba, probablemente no hubieran experimentado crecimientos visibles las sociedades de oficios y de resistencia que convirtieron el movimiento societario en el antecedente del movimiento sindical (A. Barrio Alonso, 2001). Otro de los territorios donde el Partido Liberal deseaba llevar a cabo una reforma era en el Ejército. La situación de la institución militar en los inicios de la Restauración era en su conjunto muy deficiente en comparación con otros ejércitos nacionales. El francés estaba compuesto por unidades coloniales y un núcleo metropolitano, encuadrado por una oficialidad de carrera y una numerosa escala de reserva burguesa; el inglés estaba profesionalizado y había sido concebido como expedicionario; el alemán contaba con

una oficialidad de nobles y estaba organizado para la movilización

nacional orientada hacia una guerra total y rápida. Entre ellos el ejército español, más que como una institución pensada para la guerra, estaba organizado para tareas de guarnición y orden público, con tropas mal dotadas, reclutas forzados, con un exceso de mandos y con una estructura organizativa poco adecuada. La situación era que las Fuerzas Armadas presentaban una situación de casi inutilidad para la guerra y estaban necesitadas de una reforma profunda que los poderes públicos debían abordar. Esa realidad corporativa era un elemento de especial sensibilidad dada la posición efectiva de las Fuerzas Armadas en el nuevo orden político, de su participación en el origen de la Restauración y de las propuestas civilistas que latían bajo la formula del Rey-Soldado con que Canovas deseaba regular la posición del Ejército desde 1874. El sometimiento al poder civil se había hecho al precio de garantizar la autonomía interna del Ejército. Cualquier reforma debía abordarse, pues, con la aquiescencia de los mandos. Una tarea extremadamente delicada toda vez que la situación de hipertrofia, el 3

exceso de oficiales, el mal equipamiento y un espíritu de cuerpo asentado sobre una fuerte tradición de autorreclutamiento había hecho de las Fuerzas Armadas una realidad poco permeable a demandas y controles externos. Con el paso del tiempo el ejercito se había convertido en un grupo de presión independiente

de los partidos políticos,

empeñado en defender el peculiar modelo del Ejercito español. En su pacto con las Fuerzas Armadas Canovas había marginado a éstas de las tareas de gobierno, pero al precio de una autonomía militar que hacía complejas las iniciativas reformadoras (G. Cardona,1991). La política militar de Cánovas había

quedado bien reflejada en la Ley

Constitutiva del Ejército de 1877 que lo define como “institución especial a la órdenes del Rey”. La ley, muy valorada por Julio Busquets (1971), se proponía dar desarrollo legal a lo establecido en la Constitución dos años antes. En ella, de acuerdo con el artículo 22, se afirmó la Guardia Civil “como un cuerpo más del Ejercito” y no como uno de los “cuerpos auxiliares del Ejército” Tras la Paz de Zanjón, Martínez Campos abordó una primera reforma que, sin alterar la forma de reclutamiento, se centraba en una necesaria reducción del cuadro de generales, a través de una reorganización del Estado Mayor General. Estableció en él la llamada “escala de reserva”, dejando límites de edad para

el acceso a ella que iban desde los sesenta y seis años, en el caso de los

generales de brigada, a los setenta y dos en el caso de los tenientes generales; también introdujo una pausa en la creación de nuevos generales. El resultado de estas medidas fue una reducción de la plantilla que para 1885 alcanzaba 456 generales pero de ellos solo 285 se hallaban en la escala activa. Años después, en 1882, siendo Ministro de la Guerra, Martínez Campos aportó dos nuevas reformas. La primera fue la creación de la Academia Militar General, cuyo cometido era facilitar la

solidaridad en el seno del Ejército evitando los

distanciamientos entre los Cuerpos Facultativos (Artillería, Ingenieros) y las Armas generales (Infantería, Caballería). La segunda medida fue la creación de la Escala de Reserva Retribuida” que tenía como cometido facultar a los suboficiales para ascender a oficiales sin pasar por la Academia, hasta un cierto nivel de empleo. Aunque la idea de Martínez Campos era estimular el espíritu de profesionalización en el Ejército, los resultados

no siempre fueron positivos; los oficiales “de Academia” miraron con

desdén y recelo a los llamados despectivamente “de cuchara”, y éstos, a su vez, se sintieron discriminados al no poder sobrepasar el grado de comandante (C. Seco Serrano, 1983). 4

En este marco de reformas de las Fuerzas Armadas se ponía de manifiesto no ya su estructura arcaica, sino también las resistencias que se ponían a cualquier planteamiento reformista. La política liberal quedó bien definida a través de los intentos de modernizar las estructuras y funcionamiento de la institución militar. Las reformas militares emprendidas por Cassola tenían un cometido doble. De un lado, trataba de crear un organismo autónomo y efectivo mediante la promulgación de una Ley Constitutiva del Ejército que definiera con claridad la esencia del mismo y estableciera su articulación orgánica de un modo definitivo; de otro, buscaba la solución del problema humano, social y familiar que afectaba a los miembros del Ejército, al eliminar las retenciones sobre los sueldos de los jefes, oficiales y clases asimiladas del Ejército, así como la creación de un banco militar de préstamos. Militar que admiraba profundamente el modelo del Ejército prusiano, Cassola con la Ley Constitutiva del Ejército quiso acomodar las

Fuerzas Armadas a las

exigencias de su tiempo. El proyecto se ocupaba de regular todos los elementos de la institución militar: reclutamiento, sistemas de acceso a los cuerpos, organización militar de la nación, derechos y deberes de los profesionales de la milicia, organización de la escala de reserva de los oficiales generales, recompensas, bases para la organización territorial militar de la península. En sus concepciones básicas pueden destacarse tres puntos fundamentales, la proclamación efectiva de la obligatoriedad del servicio militar, la creación del servicio de estado mayor y la supresión de la dualidad

en el

sistema de ascensos del cuerpo de oficiales. Pero sobre ellos destaca el propósito de dar al Ejército

principios definidos y soluciones concretas que fijen en un cuerpo de

doctrina cuanto de fundamental y constitutivo corresponda a la institución armada. El proyecto de ley denunciaba los problemas principales del Ejército: la ineficaz distribución de las demarcaciones militares, la injusticias del sistema de reclutamiento vigente, la necesidad de separar los judicial de lo gubernativo, los problemas de equipamiento, la justicia y equidad en los ascensos y, entre otros, el reconocimiento legal de la institución de los tribunales de honor, a los que se asigna la misión de salvaguardar en prestigio y la honra de la institución militar. En su diseño la ley recogía gran parte de los elementos de debate de los ejércitos de su tiempo, muy inspirado en el modelo prusiano que Cassola admiraba de un modo especial. Llevada al Parlamento en junio de 1887 la ley fue objeto de intensos debates y los detractores fueron más numerosos que los defensores, a pesar de contar con apoyo político de Sagasta, y la defensa parlamentaria del joven Canalejas, de García Alix, y los 5

miembros del gabinete liberal Moret y López-Puigcerver. Frente a ella tuvo al propio Cánovas, muy poco amigo de llevar al Parlamento los temas de la fuerza armada, y sobre todo, una amplia gama de militares desde los conservadores a fusionistas que como López Domínguez no aceptaban la reforma de la institución en la línea diseñada por Cassola. De los temas más polémicos fue, sin duda, el de la implantación del servicio militar obligatorio sin posibilidad de redención o sustitución el que fue más debatido. Con esa propuesta se daba

cumplimiento a uno de los principios

fundamentales del pensamiento liberaldemocrático, la igualdad ante el servicio de armas, y la meta de que el Ejercito encarne de verdad el sentimiento de la patria. “Se establece el servicio militar obligatorio –señalo Canalejas- como principio democrático del que se excluye por salud, religión o administración, pero hay que desechar la exclusión por sustitución o redención”. (F. Puell de la Villa,1986). Habrían de pasar más de dos décadas para que el mismo Canalejas como presidente del Gobierno diera por cumplida esa aspiración en 1912. El debate parlamentario se prolongó a lo largo de la legislatura y los temas militares ocuparon las primeras páginas de los periódicos y las tertulias de café a lo largo de la primavera de 1887 y el invierno de 1888. En el Congreso se pronunciaron más de doscientos discursos, pero en

la mayoría de ellos se debatieron temas

básicamente técnicos, y no de calado político. La resistencia a las reformas fue tan fuerte que llevó al abandono del general Cassola que en junio de 1888 dejaba el ministerio. Su sucesor, Tomás O’Ryan y Vázquez mantuvo la ley en el Parlamento, pero en la seguridad de que el proyecto habría de salir mutilado. El fracaso de las reformas de Cassola mostraban que los generales, muchos de ellos parlamentarios, no aceptaban la injerencia del gobierno en sus asuntos internos. Para salvar los restos del naufragio el gobierno liberal con O’Ryan en Guerra y Canalejas en Fomento decidió impulsar algunas de las reformas e impuso por decreto la parte que no había sido impugnada por las Cortes: suprimió los grados honoríficos, los empleos superiores al efectivo, la movilidad entre armas

con excepción de algunos cuerpos especiales;

estableció el ascenso por antigüedad hasta el grado de coronel en tiempo de paz y la posibilidad en tiempos de guerra de permutar voluntariamente un ascenso por méritos con una medalla. Años después, en el gobierno liberal de 1892-95, López Domínguez llevó a cabo algunas reformas; en 1893 suprimió la Academia General Militar; modificó la organización territorial militar e introdujo el “presupuesto de paz”. Reformó la escala de 6

reserva; creo la Escala de Reserva redistributiva que, sin modificar los privilegios de casta de los oficiales, concedió a los sargentos ascensos limitados. A partir de entonces existieron dos escalas separadas: los oficiales de carrera y los procedentes de las filas, que serían unificadas en 1931 y separadas, de nuevo, en 1941 (G. Cardona, 1991). Los intentos, pues, de llevar a cabo una modernización de las Fuerzas Armadas y una democratización que avanzara de un modo claro hacia el

servicio militar

obligatorio fue un fracaso. Los militares cedieron en su intervención en política, pero al precio de reclamar una autonomía de lo militar que acabaría reclamando un fuero especial. Es cierto que figura del rey-soldado había acentuado los componentes civilistas del sistema canovista, pero no es menos cierto que los militares intervinieron muy a menudo en política: ya como parlamentarios, como miembros del gobierno, pues a ellos correspondió la cartera de guerra. Mantuvieron una prensa militar que representaba

un modo de intervención en la política y ante la opinión pública y

considerándose garantes del orden social y de la unidad de España se enfrentaron con virulencia al naciente movimiento obrero y a los nacionalismos periféricos. La España de fin de siglo conoció una nueva forma de confrontación: el militarismo y el antimilitarismo que fue más allá de la guerra colonial para adentrarse en los debates políticos del interior.

La estricta separación de las esferas civil y militar y la

modernización del Ejercito iban a ser dos cuestiones centrales en la España del siglo XX. Como han mostrado Manuel Ballbé (1983), Francisco Vanaclocha (1981), R. Núñez Florencio (1990, 1992), y J. Lleixá (1986) la pretendida naturaleza civilista de la Restauración debiera quedar matizada. Ballbé ha mostrado la pluralidad de situaciones (estado de guerra, de sitio, suspensión de garantías constitucionales) y el comportamiento tanto del Ejército como de la Guardia Civil para suavizar esa afirmación civilista del régimen.

Vanaclocha y Núñez Florencio, por su parte, han

destacado el papel de la prensa militar y cómo la institución armada presionó a favor de su autonomía y no abandonó la tentación intervencionista. Una dimensión central de la política de reformas del Gobierno largo del Partido Liberal fue la definitiva configuración de un nuevo orden burgués con la culminación del proceso codificador. La historiografía ha venido resaltando el componente racionalizador –jurídico y social- que caracteriza su desarrollo. Declaración de Derechos, Constitución y Códigos se presentan como elementos sustanciales de un proceso que genéricamente conocemos como “revolución liberal” y cuya articulación tuvo en España unos ritmos muy diferenciados. El proceso de culminación de la labor 7

codificadora había encontrado un impulso con la aprobación del Código Penal en 1870. El viejo Código de Comercio de 1829 necesitaba de una clara revisión para acomodarlo a las necesidades de una sociedad burguesa

y las

vicisitudes históricas habían

impedido la aprobación de un Código civil. Esta tarea se llevó a cabo en la década de los ochenta con la aprobación del Código de Comercio en 1885, con el cual se superaban las viejas concepciones mercantilistas para fijar los supuestos de un derecho sustantivo, más acorde con las necesidades de una sociedad capitalista. (E. Gacto F...


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