TEMA 3 MOV Obrero Parte 3ª PDF

Title TEMA 3 MOV Obrero Parte 3ª
Author Sin Nombre
Course Introducción al estudio de la historia contemporánea
Institution Universidad de Oviedo
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3.2. El mutualismo. No es de extrañar, a la vista de las circunstancias antepuestas, que desde muy pronto los trabajadores ideasen fórmulas con las que dotarse de cierto amparo ante la desgracia. A ello respondió el fenómeno asociativo obrero más extendido en los inicios de la industrialización: el mutualismo. En 1870, mientras los potentes sindicatos (trade unions) británicos contaban con 500.000 afiliados, los miembros de sociedades de socorro mutuo llegaban a cuatro millones. Con estas “mutuas” el socio (obrero asalariado, artesano o incluso pequeño propietario) aseguraba su futuro pagando una cuota que, en caso de infortunio, daba lugar al disfrute de un subsidio. La aparición de estas sociedades, significaba también la perfilación de unas estrategias de defensa frente a los abusos que a las durísimas condiciones de trabajo que el liberalismo permitía imponer. Dentro de esta lógica burguesa, el ahorro individual era el único medio de previsión social que se contemplaba, algo que iría quedando plasmado en una legislación restrictiva que intentaba poner límites a la organización de la clase obrera, especialmente a la formación de sindicatos. No deja de ser significativo el dato de que las mutualidades populares funcionasen democráticamente, actuando en este sentido como una verdadera escuela en la práctica de libertades, derechos y responsabilidades. Así pues, la elección de cargos, el funcionamiento regulado de las asambleas, el papel de los socios protectores —en caso de haberlos y de ser así frecuentemente ajenos al sector — con voz habitualmente pero sin voto y sin derecho a veto en la mayoría abrumadora de los casos, son elocuentes en esa dirección. En el supuesto de que hubiese socios “honorarios” ni tan siquiera llegaban al grado de implicación de los anteriores y se limitaban únicamente a realizar aportaciones pecuniarias. De otro lado, los cargos electos no gozaban de

retribución alguna, e incluso se contemplaba el que fuese de obligado cumplimiento; aunque en la práctica se solía soslayar esta circunstancia. Todo lo antedicho, como es lógico suponer, no se cumplía en el caso de que se tratase de Círculos Católicos y sociedades patronales, controladas estas últimas por los responsables de las compañías. En este caso, la financiación se obtenía mediante un descuento en la nómina de los empleados y en las aportaciones monetarias de la empresa; y el cuadro de prestaciones solía ser más amplio. Generalmente fueron concebidas como mutualidades obligatorias, aunque en algunas empresas la afiliación era voluntaria. Las tipologías de las sociedades populares han sido de lo más variado, aglutinando en ellas a muchos sectores de la sociedad, pero con poca presencia de las capas más sumarias de ésta. En cuanto a las organizaciones de corte obrero, solían desarrollarse más entre los sectores más cualificados del proletariado. Las mujeres, en la tónica general de cualquier esfera a valorar, apenas tuvieron presencia, no obstante las mutuas específicamente femeninas comenzarán a proliferar en el siglo XX; aunque siempre bajo un mayor o menor grado de tutela masculina. Sumamente interesante será la relación del mutualismo con el sindicalismo socialista, que veía en principio aquella forma de solidaridad como un obstáculo a la revolución social y también como una competencia a sus espacios y formas de movilización. En todo caso, no dudarán en lanzar iniciativas que contemplaba las prestaciones por invalidez absoluta y seguro de defunción. A la postre, acabarían por ofertar también, no andando mucho el tiempo, los socorros por enfermedad y desempleo a través de la satisfacción de una cuota aparte. Constituirá esta actividad lo que se conoce como el sindicalismo de base múltiple, que supone un giro copernicano respecto a sus acción previa que sólo cubría el auxilio en caso de huelga; en el resto de Europa se iría generalizando siguiendo modelos ya ensayados en Inglaterra, Alemania o Bélgica,

que abrazaban actuaciones plenamente mutualistas. De este modo, las organizaciones proletarias pasaban a tener una doble caja que se ocupaba por un lado de la resistencia y por otra de las contingencias de la cotidianeidad obrera. La implantación de la base múltiple supondría toda una reformulación de la práctica sindical, de ahí que su adopción fuese tan tardía. La búsqueda de eficacia y la pretensión de soslayar la competencia de otras formas de movilización, no evitaría, de todos modos, que los recelos y suspicacias sobreviviesen durante bastante tiempo entre aquellos sindicalistas partidarios únicamente de la acción reivindicativa. Y en muchos casos se entendió el mutualismo y el cooperativismo como un hándicap o un complemento más que como un medio de implantar el socialismo. Sea como fuere, llegado el momento se ve la pertinencia de estas prestaciones como modo de atraer afiliados; en casos como, por ejemplo, cuando se pretendía consolidar una agrupación local. El fenómeno asociativo mutualista recogió la herencia de gremios urbanos y cofradías, así como las de las de los circuitos de ayuda mutua de la comunidad tradicional; aunque se trata de un fenómeno esencialmente obrero y urbano. Se configura como un largo proceso cuyo punto de partida se basa en la situación de extrema vulnerabilidad de los sectores populares durante la industrialización, y que les empuja, a falta de iniciativas públicas, a la creación de sociedades de socorros mutuos y montepíos. Su dilatada vigencia da fe de la respuesta que ofreció a las demandas de los sectores más humildes durante coyunturas históricas muy diversas y de la solidez de las formas de solidaridad popular. El mutualismo, y esto supone un hecho relevante, sirvió para construir la identidad obrera y popular y constituyó una primigenia escuela de resistencia y auto-

organización. Conciliándose en este fenómeno sentimientos que trascendían lo meramente profesional y que alcanzaban a toda la comunidad. En muchos casos constituyeron el germen de organizaciones sindicales y, como poco, representaron una forma de acción social que acabará integrándose en aquellas asociaciones obreras de clase que habían intentado marginarlas por la competencia que suponían para ellas. Las sociedades de carácter patronal también contribuyeron, aunque desde propósitos de disciplina y control social, a la integración obrera. Obviamente, los empresarios fueron conscientes de las posibilidades domesticadoras de las políticas sociales y de su conveniencia a la hora de acallar las acciones reivindicativas y desarrollaron, en consecuencia, programas mutualistas de gran calado.

El ocio. En este mundo obrero, la taberna es una institución singular. A pesar de la mala prensa que tenía, a la taberna o “salón del obrero” acudían éstos para descansar, charlar, evadirse de la realidad o tomar contacto con ella mediante el debate o la conspiración política y social, generar y reproducir referentes culturales (canciones, estereotipos, etc), etc. La taberna no sólo era el lugar donde se bebía o se jugaba. El tabernero podía servir de prestamista, de contratista de empleo, de amigo e, incluso, de cómplice político (no era extraño que dirigentes expulsados de las fábricas abrieran tabernas obreras). En la taberna se celebraba casi todo: los ritos de paso, el cobro de la paga, las alegrías y las penas, las reuniones políticas. La taberna, vedada a las mujeres, no fue el único escenario del ocio obrero, aunque sí el más habitual. También se desarrollaron, por ejemplo, las salas de billar.

Pero el espacio alternativo fue el casino, centro, club, ateneo, casa del pueblo o como se llamase en cada país la entidad asociativa, más o menos formal, que permitió a los obreros pasar menos horas en la taberna. Centros vinculados a actividades o identificaciones políticas, sindicales, sociales, a aficiones o instrucciones que en muchos casos acababan por desdibujarse en su intención original para quedar simplemente como cómodos espacios de sociabilidad en los que se charlaba, jugaba, discutía, cantaba y, aún todavía, también se bebía. El mayor conflicto en cuanto al ocio fue el que enfrentó a los partidarios de un “ocio racional” con los de la diversión tradicional. Para los primeros, la tradición festiva venía marcada por aspectos negativos como la brutalidad, el caos, el alboroto, la desobediencia a los cánones del orden social y el desprecio por la frontera que separaba el tiempo de trabajo del de descanso. El “ocio racionalizado”, por el contrario, suponía abrir espacios y actividades dedicadas a la observación (excursiones), la lectura (los gabinetes) o el debate instructivo. En ese sentido, el afán por lograr una respetabilidad unió en sus objetivos a la moral burguesa y a la moral del proletariado militante. Para los primeros, acabar con la desordenada tradición festiva era una contribución más a la domesticación de los comportamientos obreros, como el que éstos acataran la disciplina industrial. Para los militantes obreristas, el salvajismo de la fiesta tradicional era tan degradante como el alcoholismo. Aunque interclasista, la taberna del Antiguo Régimen también fue causa de preocupaciones para las clases dirigentes, como señala E. P. Thompson, de hecho, «La Iglesia y la autoridad miraban las tabernas, las ferias y cualquier congregación de gente, como una molestia: una fuente de ociosidad, pendencias y contagio». Paradójicamente, con la aparición de la taberna popular contemporánea se produjeron quejas por la desaparición de las viejas, de apariencia doméstica y hospitalaria.

En el mundo rural inglés las posadas eran centros de reunión y discusión, en ellas se reactivaron muchos movimientos sociales, aunque los taberneros no estuvieran siempre de acuerdo con ello, ya que dependían de los nobles para que les otorgaran sus licencias de trabajo. La posada era el único lugar donde se podían reunir las organizaciones seglares, lo que inevitablemente la convirtió en un centro de actividad política. De cualquier forma, lejos de ser un reducto exclusivamente popular, eran frecuentadas por la próspera clase media rural y en todos los lugares habían sido espacios de reunión interclasistas como se ha señalado. En el siglo XIX, sin embargo, las élites sociales experimentaron un sentimiento de distancia hacia las clases populares y dejaron de frecuentar las tabernas, no soliendo visitar a mediados de esa centuria ningún caballero urbano inglés estos lugares; a principios de la década de 1840 las tabernas rurales, donde toda la población bebía unida, no eran más que un recuerdo. Así pues, será con el despegue de la Revolución Industrial cuando la taberna adquiera una impronta fundamentalmente obrera y se convierta en un centro clave de su vida asociativa. Poco más que unas mesas y unas sillas con un techo encima, la taberna pasó a ocupar varias funciones cruciales en la sociabilidad urbana, se vendían diferentes clases de alcohol y era, fundamentalmente, un espacio de libertad no interferido, pese a los intentos de coacción por parte de las clases dirigentes. Eran lugares que suplían la miseria del hogar obrero, que empujaba al proletario a la vida callejera; así la sociabilidad se vuelca en el escenario de la calle y hacia los espacios y locales públicos. Como local esencialmente masculino, la taberna ofrecía a los varones diferentes placeres y recreos más allá de sus esposas y trabajos; era punto de encuentro, de diversión y relajación y de intensa relación social, donde se alentaba a los hombres a consumir, preferiblemente en grupos, reforzando sus solidaridades. Las tabernas

actuaban como un foro de la política local, y el acto del consumo social de bebidas había adoptado muchos de los aspectos de la cultura popular. Las clases populares utilizaron esta dimensión pública de la bebida para expresar sus valores y creencias y para estructurar sus relaciones. Particularmente, el comportamiento en la taberna se codificaba a partir de una genérica y penetrante necesidad de sociabilidad, tanto como desde una forma de solidaridad que conformaba grupos y lealtades, o como un imperativo ético que inspiraba ciertas formas de conducta. Así la taberna se convierte en un lugar exclusivo de reunión donde se perpetúan las normas culturales y donde se asegura la transmisión oral de información sobre los problemas cotidianos. Las tabernas del siglo XIX han sido identificadas en numerosos estudios como centros de actividad protopolítica, como escuelas para el autoconocimiento político y para la cooperación; pero también servían para conformar una solidaridad más general, una identidad comunitaria o de clase. Así pues, la sociabilidad tabernaria no debe ser tenida en cuenta sólo para referirse a la amistad, debe también reseñarse la importancia del conflicto en las relaciones sociales; y una de las razones para que la taberna ocupase un lugar central en la cultura popular era también su conveniencia como lugar para la contestación pública. Sumergida en las transformaciones que estaba sufriendo la sociedad de la época, la taberna será, pues, la imagen fuerte del tiempo libre popular, cumpliendo dentro de este marco importantes y variadas funciones. No es de extrañar, por tanto, el miedo de las autoridades y de los grupos sociales hegemónicos ante su existencia, que se ocultaba tras condenas altruistas, pero que significaba una honda preocupación por la racionalidad y productividad en el trabajo. Miedo justificado por la conocida relación de la taberna con una cultura y un universo asociativo de la clase obrera que difícilmente podía ser interferida en estos lugares. La

preocupación era comprensible en el caso inglés, cuando la clase obrera se había recluido en las tabernas para desarrollar allí sus sociedades secretas, sus trade unions, o sus sociedades de socorros o cooperativas, dada la dificultad para alquilar o comprar un local de reunión; y más aún cuando la proclama real de 1839 limitaba el derecho de reunión de los obreros británicos en las calles y plazas. Como es lógico, tampoco en Francia las tabernas escapaban de tales usos, e incluso las pacíficas guinguettes (merenderos) de las afueras podían convertirse en sede de tumultuarias reuniones de obreros en huelga, cuando la masa de trabajadores implicados desbordaba la capacidad de las tascas urbanas. La guingette proporcionaba mayor espacio y tranquilidad, y estaba seguramente menos vigilada. Además, este espacio suele ser el destino del obrero cuando los domingos sale con su familia; allí el vino es más barato al estar exento del impuesto de consumo, que no se aplica en el exterior del perímetro urbano; es un espacio al aire libre y tiene un patio para bailar o jugar a los bolos. En las tabernas, además de consumirse bebidas alcohólicas, había reservados donde se jugaba a las cartas —otro de los vicios que a juicio de la burguesía causaba la ruina de la familia proletaria—; también era, como se ha señalado, un espacio para el mitin y el acto político, para el desarrollo de discusiones colectivas, que también podían tener un trasfondo político, o para la presencia de tertulias ácratas o socialistas. Pese a la persecución a la que fue sometida, la taberna continuará siendo un lugar ineludible en la vida cotidiana del proletariado. Las organizaciones obreras no tuvieron más remedio que reconocerlo y recurrir a ella para sus actividades. Taberna y vida cotidiana constituyeron, de esto modo, una amalgama poco distinguible. Ante las acometidas de las élites para trasformar el ocio popular tradicional, la taberna se convirtió en el reducto principal de la cultura plebeya.

De todas formas, estas funciones se yuxtaponen a la finalidad primordial del local. Lo esencial de la taberna, su fin último, era el consumo de bebidas alcohólicas. El alcohol era un hábito alimentario que en algunas categorías laborales se traducía en conductas perfectamente codificadas, y que generaban un vocabulario específico. Por poner un ejemplo, en Francia, la “consoladora” era un trago con el que se empezaba la jornada laboral. Dados los efectos del alcohol como droga, con sus resultados de euforia y bienestar, había funcionado desde sus orígenes como un compensador a las frustraciones cotidianas. El alcohol era un refugio ante la explotación y la alienación y frente a la miseria familiar, y su lugar de consumo era un medio de aislarse de esta lamentable situación. De hecho, aunque también se encuentran mujeres bebedoras, durante la semana la taberna era un espacio prácticamente varonil; el propio acto del consumo y su ritualización tenía ingredientes asociados a la virilidad, al fortalecimiento del compañerismo y a la solidaridad interna entre los trabajadores de la misma cuadrilla. También tenían lugar en la taberna acontecimientos venturosos, como el día de paga, el encuentro con los amigos, ritos de paso, etc. El consumo se disparaba los fines de semana, reduciéndose considerable los demás días, lo que nos da una idea de lo equivocado de la imagen arquetípica del obrero borracho. En fin, el gusto por el alcohol se puede definir como una cuestión meramente cultural que tenía su propio espacio y tiempo de desarrollo. El acto de la bebida pública, como se ve, cumplía un papel muy importante en la experiencia obrera, y la taberna fue durante algún tiempo el único lugar de consumo. En la Francia de mediados del XIX ni siquiera era usual el comprar el vino para consumirlo en casa, sino que se recurría a la tasca para degustarlo. La Iglesia nunca fue un competidor serio para estos espacios de sociabilidad informal a la hora de articular el

ocio popular; además, la ausencia de espacios públicos urbanos también empujaba al obrero a buscar sus propios lugares de esparcimiento. En vista de ello, la taberna seguía siendo el lugar más accesible; el vino era barato y sus horarios eran flexibles respecto al tiempo libre del trabajador. También se podía comer en las tabernas, lo que está muy reflejado en la literatura de la época; a veces había música y canciones; en algunos lugares se lee y se comenta la prensa, siendo habitual la lectura en voz alta. Lo expuesto hasta el momento, por tanto, ilustra bien el papel de la taberna como espacio central de vida cotidiana y la cultura popular, a la vez que da buena muestra de las características de voluntariedad, de “naturalidad” no interferida por otras instancias sociales, que definen este espacio.

Si os interesa profundizar en el la formación del discurso antialcohólico como estrategia de control social:

o

Intemperancia, degeneración y crimen: el discurso antialcohólico como estrategia de control social en la Asturias de la Restauración Luis Benito García Alvarez Historia contemporánea, ISSN 1130-2402, Nº 36, 1, 2008 (Ejemplar dedicado a: Entre la historia política y la historia socio-cultural), págs. 57-84  

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