UD 4 Escatología - Apuntes 4 PDF

Title UD 4 Escatología - Apuntes 4
Course El Mensaje Cristiano
Institution Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir
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UNIDAD 4 escatología...


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Facultad de Psicología, Magisterio y Ciencias de la Educación GRADO DE MAEST RO EN EDUCACIÓN PRIMARI A EDUCACIÓN Y MENSAJE CRISTIANO

Unidad 4 – Escatología

UD 4 ESC ESCA ATOLO OLOGÍA GÍA La palabra “escatología” (del griego éschatos, último) hace referencia a las realidades de la persona humana después de la muerte y al fin del mundo presente. La muerte es, probablemente, la realidad más dura y desconcertante de la vida humana. Desde lo más profundo de nuestro ser, intuimos que las personas estamos hechos para la vida, y la muerte nos descoloca de tal manera que, en muchas ocasiones, nos rebelamos contra ella. Y el hecho de la muerte plantea inevitablemente la pregunta por el “más allá”: ¿qué hay después de la muerte? Así, el problema de la muerte y del más allá constituye una de las preguntas que desde siempre han acompañado al ser humano. El dolor y la angustia que esta realidad nos produce suscita de algún modo la pregunta por el sentido de la vida, hacia dónde se dirige nuestra vida, qué final da coherencia a la existencia humana. Paradójicamente, nuestra sociedad parece vivir de espaldas a estas cuestiones. Los avances de la ciencia y de la técnica han aportado datos sobre el origen del universo y sobre la manipulación de la vida, pero ninguno de esos avances puede responder a la gran pregunta sobre la muerte y el más allá, puesto que estas realidades no son sensibles, y no pueden ser objeto de observación científica. Y para muchos de nuestros contemporáneos, lo que no entra en los parámetros de la ciencia empírica, sencillamente, no existe. Pero por mucho empeño que se ponga, el hecho del fin de nuestra vida biológica se impone y no puede borrar la pregunta ¿qué sucede después de morir? Responder que únicamente sucede la descomposición de nuestro cuerpo es también responder a la pregunta, porque lo que es inevitable es que ésta surja desde lo más profundo de nuestro ser. En todas las civilizaciones conocidas, desde los inicios de la historia de la humanidad, son las religiones las que han intentado explicar la experiencia de la muerte. Y en todas las religiones existe una creencia en el más allá, es decir, en que la vida no acaba cuando morimos físicamente, sino que, de algún modo, nuestra existencia personal se prolonga después de la muerte. De hecho, en todas las religiones se han desarrollado ritos funerarios.

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En los fundamentos de todas las religiones subyace la creencia de que las personas somos algo más que nuestro cuerpo material, que hay algo en nosotros que escapa a los sentidos y que, por tanto, nuestro ser personal va más allá de nuestra vida terrena. A partir de ahí, cada religión manifiesta esta creencia básica en modos distintos de concebir el más allá. El mensaje cristiano no es ajeno a esta cuestión. Es más, en cierto modo podríamos decir que tiene su punto de partida aquí, puesto que su núcleo es el anuncio de la muerte y resurrección de Jesucristo. La fe cristiana no saca unas conclusiones lógicas sobre el final de la vida humana a partir de su principio, sino que desde la experiencia del encuentro con el resucitado conoceremos realmente quiénes somos y hacia dónde vamos.

4.1 Sentido cristiano de la muerte Ante el hecho inevitable de la muerte, todas las religiones han buscado una respuesta que, de una u otra manera, dé explicación a esta realidad. Existen dos tipos de religiones cuyo planteamiento sobre lo que sucede tras la muerte está en las antípodas de lo que confiesa la fe cristiana: Las religiones “primitivas” o tradicionales creen que el espíritu, separado del cuerpo por la muerte, se reúne con los de sus antepasados, protectores del clan familiar o de la tribu y que pueden trasmitirles poderes espirituales superiores; y por ello dan mucha importancia al culto a los muertos que, de alguna manera, viven. Las religiones orientales (hinduismo, budismo…) creen en la reencarnación o vuelta a la vida terrena tras la muerte. Con esta creencia niegan la identidad de la persona humana, única e irrepetible; para ellos lo importante no es el individuo, pues la humanidad es parte de un todo cósmico. Acordes a una concepción circular del tiempo, la vida no tiene comienzo ni fin; sólo importa el espíritu, y el cuerpo carece de valor. El cristianismo entiende la muerte como un paso de esta vida a una vida eterna e inmortal. Desde la fe, la muerte no es un punto final, sino inicio de otro modo de existencia pero siguiendo siendo nosotros mismos, con nuestra propia individualidad.

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La fe cristiana confiesa que la persona en su individualidad tiene un valor incalculable, pues cada vida humana ha “valido” la sangre de Cristo. En este sentido, se afirma la continuidad entre esta vida y la futura que, en definitiva, forman una sola vida en modos diferentes de existencia. Por ello, el cristianismo no cree en la reencarnación pues considera que cada persona es única e irrepetible y, por tanto, no puede reencarnarse en otro ser: el cuerpo nos identifica en nuestra unicidad. Estas afirmaciones parten de la confesión de fe en la resurrección de Cristo. Jesús, resucitando de la muerte, ha desvelado cuál es el sentido de la vida humana: Sentido en cuanto significado, porque el valor de la vida humana tiene su raíz en el amor: nuestra corporeidad, la diferencia no sólo entre sexos sino entre cada individuo, el lenguaje, etc. todo lo que constituye nuestro ser se entiende desde el amor. Sentido en cuanto destino final, porque hemos sido creados por amor y para amar, y el amor no puede acabar, como lo muestra la resurrección de Cristo. La muerte no puede acabar con el amor, porque éste es más poderoso (cfr. Ct 8,6-7). Para los cristianos, la muerte no puede entenderse como antes de la Encarnación del Hijo de Dios. Jesucristo es el vencedor de la muerte no por un acto mágico, sino porque la vida entregada por amor como hizo él en la cruz, Dios no la abandona a su suerte, sino que la rescata para siempre. No vuelve a la vida anterior, para volver a morir, sino para vencer a la muerte definitivamente.

4.2 La esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva. La proximidad de fechas “redondas” en los calendarios ha causado siempre alarma. A finales del primer milenio apareció una herejía, el quiliasmo, que afirmaba el fin del mundo con la llegada del año 1000. Todos recordamos que la llegada del año 2000 produjo también algunos temores (el llamado “efecto 2000” que no sólo se ceñía al ámbito informático) y muchas predicciones, ninguna de las cuales se cumplió. Jesús, en su predicación, anunció varias veces su regreso (cfr. Jn 14,3; 16,22, etc.). La primera venida de Jesús corresponde con su Encarnación. Podemos decir que en esa primera venida Jesús inició e instituyó el reino de Dios, y que volverá al final de la

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Historia. Es lo que los ángeles dicen a los apóstoles en el momento de la Ascensión de Jesús (cfr. Hch 1,11). Pero desconocemos absolutamente cuándo se producirá esa segunda venida pues los discípulos: “le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?» Él dijo: «Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: "Yo soy" y "el tiempo está cerca". No les sigáis. Cualquiera que pretenda predecirla se engaña y quiere engañar ” (Lc 21,7-8). “Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre ” (Mt 24,36). Entre la primera y la segunda venida de Jesús está el tiempo de la historia de la Iglesia. En este tiempo conviven el bien y el mal como ya explicó Jesús en la parábola del trigo y la cizaña (cfr. Mt 13,24-30.36-43), lo que explica la desconfianza de muchos, que están desconcertados por la presencia del mal en el mundo y que les lleva a la negación de la existencia de Dios . Pero como vemos en dicha parábola, cada persona, según actúe en su vida, hace crecer o no el reino que Jesús inauguró. La expresión "fin del mundo" es inexacta. Da a entender que Dios va a acabar con el universo que Él mismo ha creado. Es más correcto hablar de una renovación en Cristo, medida del hombre nuevo y, ligado a él, del mundo nuevo. Este nuevo mundo que vendrá con la segunda venida de Cristo en gloria tendrá dos características fundamentales: Dios tendrá su morada entre los hombres: ellos serán su pueblo y el Señor será su Dios . Esta cercanía de Dios que ya fue prefigurada en la alianza entre Yahveh e Israel y que ha comenzado a realizarse de forma sacramental con la primera venida de Cristo, será completa, llegará a su consumación al final de los tiempos. Desaparición de todo dolor y sufrimiento. Por eso, el nuevo mundo es una buena noticia para todos, especialmente para los que más sufren. El fin de este mundo supondrá la liberación definitiva del pecado y de todas las limitaciones. La esperanza de esa liberación definitiva que Dios traerá no lleva al cristiano a permanecer inactivo; la esperanza cristiana no es en absoluto pasiva, sino que es fuerza e impulso para que se haga más visible (aunque de modo incompleto e imperfecto) el reino de Dios. Día a día intenta hacer presente en el mundo el amor de Dios, un amor que no termina nunca y que no conoce límites. El hombre, que fue creado para amar, encontrará su plenitud viviendo de ese amor, y comienza ya a ser

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signo visible del Dios-amor. Estamos en la tensión entre el “ya” y el “todavía no” que supone el tiempo intermedio entre la primera y segunda venida del Hijo de Dios . El fin de este mundo no significa una catástrofe, un desastre final, sino el momento en el que Jesús volverá para celebrar todo cuanto hayamos hecho por los demás. Como dice san Juan de la Cruz: “a la tarde te examinarán en el amor” (cfr. Dichos de luz y amor 64).

4.3 Dios nos resucitará. Entre los judíos contemporáneos de Jesús, la creencia en la resurrección de los muertos estaba bastante extendida. Los fariseos eran partidarios de ella, en contraposición a los saduceos, que la negaban y se burlaban de ella. En una polémica sobre este tema, en la que los saduceos querían poner en evidencia a Jesús con un ejemplo, la respuesta que les dio movió al aplauso de algunos escribas (cfr. Lc 20,2739). Y también Marta, la hermana de Lázaro de Betania, confiesa la fe en la resurrección de los muertos al final de los tiempos ante la tumba de su hermano (cfr. Jn 11,24). Pero tras la predicación apostólica entre los gentiles y la formación de las primeras comunidades, muchos cristianos que no habían crecido en la fe de Israel se preguntaban sobre la resurrección de los muertos que habían oído de boca de los apóstoles y que no llegaban a comprender; incluso algunos cristianos de Corinto llegaron a negarla. Podían aceptar que Jesús hubiera resucitado, porque era el Hijo de Dios; pero ¿cómo relacionar la resurrección de Jesús con la nuestra? Es normal que no se entendiera la resurrección de los muertos como una buena noticia, ya que muchos filósofos griegos creían que el cuerpo era como la cárcel del alma y que la muerte sería, en consecuencia, como una liberación. Eso es lo que sucedió en el Areópago de Atenas, cuando algunos ciudadanos escucharon la predicación de san Pablo con atención hasta que nombró la resurrección de los muertos: “Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: «Sobre esto ya te oiremos otra vez.»” (Hch 17,32). San Pablo responde a estos interrogantes (cfr. 1Co 15): Cristo resucitó. San Pablo insiste en que lo primero que les transmitió fue que Jesús había resucitado. Este es el núcleo de la fe predicada. Y para que no

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haya dudas sobre esta afirmación, nombra a algunos a los que se apareció: a Pedro, a los Doce, a Santiago, a los apóstoles e incluso a él mismo. Todos resucitaremos. Si Dios ha resucitado a Jesús, que era un hombre, esto significa que también nos puede resucitar a nosotros. El primero en resucitar, dice san Pablo (cfr. Col 1,15.18), ha sido Cristo, y su resurrección no es sino la primera y decisiva fase de la resurrección de los muertos; es el Primogénito de una nueva Creación. Dios, el Señor de la vida, creador del hombre completo (alma y cuerpo) ha recreado al hombre en Cristo, segundo Adán, para una vida eterna. ¿Cómo resucitaremos? ¿Resucitaremos con un cuerpo? ¿Con qué cuerpo? San Pablo les responde utilizando una comparación: nuestro cuerpo natural, terreno es como el grano sembrado en tierra; nuestro cuerpo celestial es como la planta que ha brotado, a la vez distinto de la semilla y contenido por entero en ella. La condición de los resucitados será de incorruptibilidad, que significa la plenitud de la vida y la eliminación de la muerte. Esta última explicación de san Pablo no repele a la razón humana, porque si viendo la diferencia que hay entre un cigoto y un adulto no tenemos dificultad en afirmar que es la misma persona, no es absurdo pensar que nuestro cuerpo natural, lleno de limitaciones (entre ellas la enfermedad y la muerte) pueda llegar a ser un cuerpo celeste que rompe esas barreras; más aún si confesamos la resurrección de Cristo como garantía y primicia de la resurrección de los demás hombres.

4.4 “Creo en la vida eterna”. No existíamos antes de ser concebidos en ningún otro estadio, lugar o forma. Dios nos ha creado como únicos e irrepetibles. Además, estamos destinados a la eternidad. Existimos ahora en nuestra vida mortal, pero nuestra vida como seres personales, después de nuestra muerte, permanecerá para siempre sin destruirse para siempre ni fundirse con una realidad mayor que nosotros en la que perderíamos nuestra identidad. El amor de Dios es lo que da continuidad a nuestra existencia humana. Venimos de Dios, su amor nos acompaña durante la vida terrenal y estamos proyectados a vivir en plenitud y sin limitaciones ese amor por toda la eternidad.

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Jesús vivió plenamente en su vida el amor de Dios y, tras su muerte, Dios lo resucitó; de este modo, nos ha abierto un camino a seguir, pisando sus huellas y, después de la muerte, se nos abre la posibilidad de la vida eterna con Dios. Cada persona, después de morir, es juzgada según la vida de la que ha dispuesto. Este balance lo expresó Jesús en el evangelio de san Mateo (Mt 25,31-46), donde aparece un juez que no es como los jueces humanos sino un Padre lleno de misericordia. La medida de ese balance es el amor. Los que han vivido en el amor ya en esta vida, permanecerán eternamente en ese amor de presencia constante de Dios. Eso es “el cielo”, que no es propiamente un lugar, sino un estado de comunión plena en el amor de Dios. Y la experiencia de este amor, que ya podemos tener en esta vida, es garantía de la vida eterna: es la vida de la fe (cfr. Hb 11,1). Pero también existe la posibilidad de que el ser humano renuncie de una manera radical y consciente a ese amor de Dios y decida ser privado de esa relación para siempre. A ese estado de soledad absoluta, de separación eterna de Dios, se le llama infierno. Como el cielo, el infierno no es tanto un lugar, cuanto un estado de vida. El infierno existe porque la libertad humana existe realmente, Dios se toma en serio la vida de cada ser humano, quizás más que nosotros mismos. De todas formas, conviene no perder de vista cuál es la voluntad explícita de Dios: Él “quiere que todos los hombres se salven” (cfr. 1Tim 2,4). No envío a su Hijo para condenar al mundo, sino para salvarlo (cfr. Jn 3,17). La creencia en el infierno no pretende amenazar para vivir en el miedo, sino para tomar la vida con seriedad, en la tensión hacia la vida eterna que es para lo que los seres humanos han sido creados. Como dice san Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (cfr. Sermón 169,11). Jesucristo, con su resurrección, ha abierto para nosotros, gratuitamente, las puertas del cielo, algo que el hombre por sí mismo jamás podría alcanzar. Tan sólo pide la aceptación del mensaje cristiano: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).

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