3 clasicismo y neoclasicismo honour PDF

Title 3 clasicismo y neoclasicismo honour
Author Trilce Rosales
Course Lenguajes Artísticos
Institution Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas
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neoclasicismo...


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Clasicismo y Neoclasicismo* *Texto extraído del libro: Honour, Hugh. El Neoclasicismo. Madrid: Xarait Ediciones, 1982.

Un cambio de mentalidad “Se está produciendo un notabilísimo cambio en nuestras ideas, escribía d'Alembert en 1759, y con tal rapidez que parece prometer un cambio aún mayor por venir. Corresponderá al futuro decidir el fin, la naturaleza y los límites de esta revoluci6n, sus inconvenientes y desventajas, que la posteridad podrá juzgar mucho mejor que nosotros”. Naturalmente se refería a filosofía, pero sus palabras son perfectamente aplicables a las artes, pues este fue también el momento en que un viento de cambio empezó a soplar en los Salones parisinos, refrescando sus atmósferas cerradas y perfumadas, mitigando algo las curvas y rizos del Rococó, aventando los ornamentos delicadamente frágiles, los capullos de rosa, las conchas, los cupidos empolvados con sus traseros tan esmeradamente enrojecidos como sus mejillas, las mil y una figuras que remedaban con sus posturas a los personajes de1a Commedia dell'Arte y tantas y tantas frivolidades y perversidades exquisitas que habían hecho las delicias de una sociedad supersofisticada y exigente. El cambio de que hablaba d'Alembert era el triunfo de los “filósofos”, cuyas ideas rigurosamente racionales acerca de todo, desde la astronomía a la zoología, han quedado recogidas en la grandiosa Encyclopédie, que él mismo dirigía junto con Diderot. Pero ese momento marcó también un viraje en el rumbo de la propia Ilustración, que empezaba ahora a adoptar un tono más moralizante y a centrarse más en la construcción de un mundo nuevo que en los ataques a la superstición y el dogma. Voltaire, el ingenioso, burlón y elegantemente escandaloso autor de La Pucelle, se convertía por entonces en el airado y comprometido defensor del protestante francés Jean Calas, a cuyos perseguidores atacaba con apasionada indignación. Rousseau también había hecho su aparición en escena cuestionando los valores aceptados por la sociedad civilizada, afirmando que las artes y las ciencias habían corrompido a la humanidad y declarando el derecho de todos los hombres a 1a libertad. La idea de que la infidelidad era, como las pelucas empolvadas, un privilegio de la aristocracia daba paso a una demanda más generalizada de tolerancia. En ese nuevo mundo no habría lugar para la dualidad de valores ni para los compromisos con la verdad... si es que era posible establecer esa verdad. El rechazo del Rococó en las artes discurría paralelo a esa reacción intelectual contra la petulancia, el cinismo y todas las iniquidades que resumía “lo infame”: No se trataba del cambio pasajero de una moda a otra, del paso del género pintoresco al gusto griego. Era una repulsa radical de la misma índole que la de los filósofos y difiere de la mayoría de los cambios estilísticos previos en la historia del arte por su grado de conciencia de sí.

Tampoco quedó ceñido a los círculos intelectuales y artísticos de París: una conmoción similar se produjo al mismo tiempo en toda Europa, aunque fuera de Francia adoptó formas diferentes y casi siempre menos definidas. Paradójicamente, en Alemania fue asociado al sentimiento anti-galicano, pues el Rococó había estado íntimamente unido al gusto francés. Pero para la década de 1770 se había generalizado tanto que artistas, arquitectos y teóricos de Francia, Italia, Alemania e Inglaterra podían felicitarse por su éxito en términos casi idénticos. Por supuesto, el Rococó no había sido erradicado por completo, como ellos querían hacer creer; sino que pervivió en determinadas zonas casi hasta finales de siglo, pero languidecía como una mera supervivencia de las actitudes y los gustos del ancien régime. Este revulsivo contra el Rococó y todos los valores que expresaba o cuando menos implicaba y connotaba, llegó en ciertos casos a constituir una náusea instintiva. Pero en general el nuevo fervor moralizante que comenzó a impregnar las artes a mediados de siglo tenía un tono racional y estoico comparable en la literatura contemporánea a las novelas de Richardson o los dramas de Diderot. Resulta muy tentador relacionar este fenómeno con el crecimiento de la clientela burguesa, es decir, identificar el Rococó con el gusto aristocrático y el Neoclasicismo con el de las clases medias en ascenso. Pero como veremos más adelante esto sería una grosera simplificación de una situación muy compleja. Aunque las críticas anti-rococó iban frecuentemente dirigidas contra los ricos y la influencia corruptora o trivializante de su afición por el lujo, no está claro ni mucho menos hasta qué punto tales polémicas reflejan un conocimiento real y de primera mano y una experiencia de los clientes del momento por parte de sus autores. Y es totalmente cierto que los artistas neoclásicos encontraron tanto apoyo y estímulo, si no más, entre los aristócratas y poderosos que entre los burgueses. (En realidad, aunque no sea plausible, cabría elaborar casi con el mismo fundamento la tesis del Neoclasicismo como estilo aristocrático y el Rococó como estilo burgués). En cualquier caso, el celo misional de los críticos apuntaba ahora no sólo contra la temática rococó, con sus connotaciones hedonistas y licenciosas, sus fiestas galantes y escenas de coqueteos y retozos casuales sugeridores de la voluptuosidad femenina, sino también contra todas aquellas cualidades sensuales en que se basaba el arte rococó: esprit, charme, gracia y libre juego de la fantasía del artista, que no apelan a la mente sino a las más groseras percepciones sensoriales y son amorales por definición. Probablemente alentaba en el fondo de todo esto ese menosprecio puritano por lo mundano y elegante, y la consiguiente desconfianza hacía el virtuosismo que cifra el valor en la mera destreza, en el toque mañoso. El hondo recelo hacia todos los artificios ilusionistas de la pintura barroca y rococó, empleados para conseguir efectos de atmósfera y textura, se combinaba con el desagrado que inspiraba la “cualidad de hermoso”, la belleza de factura y todos los demás efectos superficiales y exquisitos que parecían tipificar un arte al servicio exclusivo de un lujo privado y decadente. Esta actitud mental hizo que Flaxman despachara como “meros artesanos” a escultores tan cumplidos como Rysbrack y Scheemakers; y que Winckelmann aconsejará a los pintores que “mojasen sus pinceles en el intelecto”. Todo ello implicaba una mayor estima hacia el artista y su papel en la sociedad. El

artista se e1evaría por encima del status de artesano complaciente que atiende con paciencia todos los caprichos de su patrono, estimulando su hastiado apetito y buscando incesantemente novedades para deleitarse. Por el contrario, se investiría con el manto del sumo sacerdote de las verdades eternas, del educador público. Y sería a todo el público, y no al patrón privado, a quien dirigiría su mensaje. Como señalaba en 1771 el estela alemán Sulzer, el uso de las artes “para exhibición y lujo” revela que no se ha sabido comprender “su divino poder... y su alto valor”. Pues, decía Fuseli, si el arte sigue los “dictados de la moda, o los caprichos de un patrono, su disolución es inminente”. En lugar del Olimpo rococó de dioses y diosas amorosos, en lugar de esa peremne fete champetre en que la juventud dorada galanteaba en las tardes lánguidas y sin fin, encontramos ahora temas de índole muy diferente: sobrias lecciones de las virtudes domésticas y patrias, estoicos ejemplos de sencillez sin mácula, de: abstinencia y continencia, de nobles sacrificios y heroico patriotismo. El rígido lecho mortuorio y la viuda virtuosa sustituyen a la chaise longue y la mimada cocolle (del mismo modo que en la literatura la Task de Cowper ocupa el lugar de la Sopha de Crébillon). La expresión de estos temas nobles y edificantes exigía un estilo igualmente severo y disciplinado, un estilo honesto, directo y anti-ilusionista, capaz de afirmaciones rotundas y sin compromisos, de una claridad sobria y una pureza arcaica. Por eso las centelleantes luces y el modelado nervioso e impulsivo que dio a la pintura rococó su sutileza y brillo, esa superficie delicada y brillante, como de seda, se sacrificaron en favor de unos contornos firmes e inequívocos, de superficies de pintura plana y audaz. En lo compositivo, la diagonal dio paso a una visión rigurosamente frontal; las complejidades sinuosas y oblicuas del espacio rococó a la claridad elemental de una caja de perspectiva simple. Los tonos pastel fueron reemplazados por colores nítidos, aunque a menudo sombríos, que tendían hacia los primarios y en ocasiones llegarían, en bien de la verdad y la honestidad, a la total eliminación del color en favor de las técnicas lineales más rudimentarias. El engaño visual era imposible con un contorno puro y sin sombras. En arquitectura observamos un proceso similar de purificación y simplificación inmisericordes que conducirá a resultados aún más extremos y abstractos, en este caso a una arquitectura simbólica de geometrías puras y esencias platónicas. Consecuentes con su rechazo de la concepción rococó de la arquitectura, centrada básicamente en entornos íntimos e informales a la escala pequeña y sin pretensiones que exigía la buena crianza y las maneras corteses: boudoirs y Spiegelzimmer de espacios cerrados y definidos, o mejor, deliberadamente indefinidos gracias a esa brillante red de decoraciones intrincadas e intensamente cromáticas que arrastraban la mirada a una incansable danza sobre una superficie ondulada de asimetrías perpetuamente entrelazadas, los arquitectos neoclásicos buscaron los efectos de la solidez y la permanencia, de la solemnidad y la rigidez, de la evocación serena y silenciosa de ese mundo arcaico de verdades atemporales del que extraían sus principios arquitectónicos. En lugar de un arte compuesto (no olvidemos que la fusión compleja de pintura, escultura y

arquitectura llegó a su apogeo en el estilo rococó) aspira a una arquitectura de pureza primitiva, despojada de todo colorido, de molduras y ornamentos escultóricos, de modo que quede reducida a su estado primigenio y estrictamente autónomo. No era probable que ideas tan radicales fuesen compartidas por muchos clientes privados, pero esto no preocupó demasiado al arquitecto neoclásico cuyas ambiciones se orientaron cada vez más hacia los encargos públicos y, a falta de éstos, hacia la posteridad, que seguramente comprendería mejor la naturaleza excelsa de sus concepciones utópicas y tendría los medios adecuados para ejecutar obras de la escala enorme y frecuentemente megalomaníaca que él demandaba. Significativamente fue en la música, la más abstracta de las artes, donde estos ideales artísticos tuvieron una manifestación más explícita. En la dedicatoria de su ópera Alcestes (1769), Gluck abogaba por una “noble simplicidad”, condenaba el “ornamento superfluo” y decía que había evitado “alardear de dificultades a costa de la claridad”. “Cuando empecé a escribir la música de Alcestes, decidí ahorrarle totalmente todos estos abusos, introducidos ya sea por la equivocada vanidad de los cantantes, ya sea por la excesiva complacencia de los compositores, y que durante tanto tiempo han desfigurado la ópera italiana haciendo del más espléndido y bello de los espectáculos, el más ridículo y tedioso”. Sus designios, continuaba, “recibieron la maravillosa ayuda del libreto” en el que Calzabigi había sabido expresar “fuertes pasiones” en un “lenguaje sincero” y había eliminado totalmente las “descripciones floridas, las comparaciones antinaturales y la moralidad sentenciosa y fría” de los libretos rococó. En la vasta y aparentemente interminable literatura anti-rococó los escritores suelen apelar a la Antigüedad clásica para establecer los principios del “verdadero estilo”. La única manera de llegar a ser grande, escribía Winckelmann, “es imitar la Antigüedad”. Evidentemente, imitación no significaba para él copia servil. La imitación implicaba un riguroso proceso de extracción y destilación. Reynolds recomendaba el estudio de la Antigüedad “para alcanzar la simplicidad real de la Naturaleza”, y tanto Diderot como Winckelmann decían lo mismo en términos casi idénticos. Esto es de importancia capital para entender la actitud neoclásica ante lo antiguo. Naturalmente, no todos los artistas y teóricos miraban a la Antigüedad así, corno fuente regeneradora y viril de nuevas verdades e ideales artísticos. En realidad, los precedentes clásicos se citaban muy a menudo del modo más rutinario, al modo como algunos poetas parafrasearían después a Juvenal para castigar la sociedad de la Regencia en París o el Londres georgiano. Las condenas clasicistas de la complejidad lujosa o la irracionalidad en las artes (e incluso de los gustos frívolos de los patronos opulentos) tampoco entrañaban necesariamente un deseo de usar las normas clásicas. Muchos no son sino topoi, o sea, clichés retóricos o lugares comunes. Por ejemplo, en un ataque a la arquitectura parisina de la época publicado en 1738, A. F. Frézier esgrime audazmente, y usando su propia traducción, un pasaje de Vitruvio en el que éste denuncia a ciertos arquitectos de los tiempos de Augusto. Incluso podemos hallar casos más extremados de uso no significativo de la autoridad clásica que a veces traspasan los límites de la simple alabanza para entrar de lleno en el reino de la ambigüedad engañosa

de mayor alcance. Y así, Pöppelmann, el más voluntarioso y fantasioso de los arquitectos rococó, llegó al extremo de publicar un folleto sobre su frívola obra maestra, el Zwinger de Dresde, ante el que un lector inocente acabaría convencido de que había obedecido fielmente los preceptos de Vitruvio. Sin embargo, en la mayoría de los casos ni se abusaba deliberadamente de la Antigüedad ni se la estudiaba en serio y directamente. Hacía mucho tiempo que había pasado a formar parte del arsenal de todo hombre culto. En Francia, Poussin había cimentado su autoridad a comienzos del siglo XVII y posteriormente había quedado atrincherada en el programa oficial de la Académie Royale (la enorme producción y amplia circulación de grabados que reproducían obras de Poussin prueban que esa autoridad continuó a lo largo de todo el siglo XVIII). Por su parte, en Italia la tradición clasicista había persistido desde el Renacimiento con una vitalidad fluctuante. Esta “supervivencia” clásica planteó tremendos problemas a comienzos del siglo XVIII y después, cuando se dejaron sentir los primeros tirones del movimiento neoclásico. No obstante, entenderemos mejor a pintores tan clasicistas como Houasse en París o Benefial y Trevisani en Roma si los consideramos los últimos supervivientes de la tradición clásica del siglo XVII que artistas neoclásicos auant la lettre. Más difícil resulta definir la posición de figuras comparables aunque ligeramente posteriores, si bien creo que debemos verlas en el contexto de ese revival Luis XIV que dominó el escenario artístico de la Francia oficial a mediados de siglo. Análogamente, en Inglaterra los arquitectos neopalladianos de principios de siglo se inspiraban en, o formaban parte de, un revival Iñigo Jones más que de un movimiento precozmente neoclásico. Durante unos treinta años después de la muerte de Luis XIV, la Corona había usado las artes en Francia casi exclusivamente para la decoración de interiores íntimos y exquisitos. Pero en 1745 el tío de Mme. de Pompadour, Lenormant de Tournehem, fue nombrado Directeur Générale des Batiments du Roi y pronto comenzaron a soplar nuevos vientos en los polvorientos despachos del patronazgo oficial. Consideró su primer deber la reinstauración de esa jerarquización clásica y académica de los temas que el Rococó, con su escala de valores más laxa, había interrumpido ensalzando indebidamente el retrato y el paisaje, las escenas costumbristas y las naturalezas muertas. La pintura histórica iba a reasumir su primacía y en consecuencia se reajustaron las tarifas oficiales de manera que los artistas recibirían unos honorarios sustancialmente mayores por piezas históricas que por retratos. Con el mismo objetivo in mente fundó en 1748 una nueva École Royale para ofrecer a los jóvenes estudiantes de arte una formación general más amplia y con especial énfasis en la historia: Tito Livio, Tácito, la Histoire ancienne de Rollin y la Histoire universelle de Bossuet eran sus principales libros de texto. De este modo no sólo eran instruidos en el arte sino que además se les inculcaba el culto moral por los antiguos, verdadera espina dorsal de toda la educación en la Francia del siglo XVIII, y en realidad en toda Europa. Pero Tournehem no fue más que el precursor de su sobrino, el marqués de Vandieres (más conocido por su posterior título de Marigny) que fue cuidadosamente entrenado para sucederle. El joven marqués fue enviado en 1749 a estudiar in situ las maravillas antiguas y modernas de Italia

acompañado del arquitecto Soufflot y del grabador C. N. Cochin el Joven, quien más tarde escribiría uno de los ataques más inteligentes e influyentes contra el Rococó (y sería nombrado secretario de la Academia y principal asesor de Marigny en cuestiones artísticas). Marigny regresó a Francia en 1751 para asumir su nuevo cargo en el que permanecería hasta 1773. Casi inmediatamente comenzó a encargar pinturas, esculturas y varios edificios importantes en París, incluidos la École Militaire, la Place Louis XV (hoy Plaza de la Concordia) y la iglesia de Ste. Genevieve (después llamada el Panteón). Este programa de patronato se inspiraba en el deseo consciente de recuperar las glorias del grand siecle. A los pocos años de la muerte de Luis XIV su reinado había entrado a formar parte de la serie canónica de los grandes períodos históricos (los reinados de Alejandro, Julio César, Augusto, y los pontificados de Julio II y León X). Pero el corolario de una era de tal esplendor era otra de decadencia. Como observaba d’Alembert en 1751, “el siglo de Demetrio Falero sucedió al de Demóstenes, el siglo de Lucano y Séneca al de Cicerón y Virgilio, nuestro propio siglo al de Luis XIV”. Y Voltaire, en su Siecle de Louis XIV, también de 1751, se hace eco de estas opiniones en esa nostalgia con que contemplaba las glorias literarias del período precedente. En esta misma línea, el primer crítico de arte francés, La Font de Saint-Yenne, había llamado en 1747 la atención de los artistas hacia la Grande Galerie de Versalles “donde el inmortal Le Brun desplegó toda la grandeza de su genio”. En un folleto significativamente titulado L’ombre du grand Colbert, elogiaba la fachada oriental del Louvre, obra de Perrault, y propugnaba la restauración y terminación del edificio. Al mismo tiempo, el influyente maestro de la arquitectura J. F. Blondel predicaba el retorno a la grandeza y la elegancia del grand siecle. Incluso renacía el interés por la música de este período y se contrastaba la “elegante simplicidad” de las canciones de Lully con las pueriles ocurrencias, la confusión y la afectación de sus sucesores. Este nostálgico anhelo de la “gloria” de Luis XIV es más patente en arquitectura: en la espectacular monumentalidad de la École Militaire de Gabriel (comenzada en 1751), en sus dos edificios de la Plaza de la Concordia, claramente basados en la fachada del Louvre, y hasta cierto punto también en la escala monumental y la noble sencillez de Ste. Genevieve de Soufflot. La obra maestra de Gabriel, el Petit Trianon, es quizá la que peor encaja en este revivalismo. Cuidando evitar tanto la pomposidad de Versalles como el preciosismo caprichoso de los pequeños apartamentos, tomó del primero el criterio clásico del decorum y la sencillez y de los segundos el sentido de la elegancia y el donaire para crear lo que no sólo es la expresión perfecta del naciente estilo Luis XVI sino también uno de los edificios más bellos del mundo. Encontramos en él una claridad volumétrica y un énfasis en la masa cúbica del edificio que apunta claramente hacia la arquitectura neoclásica. El equilibrio y la uniformidad perfectos se mantienen sin pérdida de vivacidad mediante sutiles variaciones de los detalles decorativos y delicados reajustes de proporciones al pasar de una fachada a otra. Una combinación similar de corrección sin pedantería y elegancia sin frivolidad caracteriza la escultura de Edmé Bouchardon. La estatua que

modeló para ocupar el centro de la Plaza de la Concordia de Gabriel ...


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